miércoles, 31 de mayo de 2017

1ro de Junio: JUEVES DE LA OCTAVA DE LA ASCENSIÓN. Del Año Litúrgico de Dom Guéranger.

LA VICTORIA DEL AMOR 
 
Hemos visto que la Ascensión del Emmanuel le ha procurado aquí abajo por medio de la fe un triunfo que le da la soberanía de las inteligencias. Pero aún resulta otra victoria del mismo misterio: la victoria del amor que hace reinar a Jesús en los corazones. ¿En quién han creído los hombres, durante diecinueve siglos, firme y universalmente, sino en él? ¿Qué punto de reunión han tenido las inteligencias fuera de los dogmas de la fe? ¿Qué tinieblas no ha disipado esta llama divina? ¿Qué claridades no ha proyectado sobre los pueblos que han acogido su luz? ¿En qué sombras no ha dejado a los que, después de haberla recibido, han cerrado los ojos a sus rayos? 


Podemos decir igualmente que desde la Ascensión del Redentor nadie ha sido tan amado por los hombres de todos los lugares y de todas las razas, como él lo ha sido, lo es todavía y lo será hasta el fin. Era necesario, por tanto, que se retirase para que fuese amado de este modo, y también para que creyésemos en El. "Os conviene que me vaya"; estas palabras nos servirán todavía para ahondar mejor en el misterio. 

AMOR DE LOS APÓSTOLES Y DISCÍPULOS. — Antes de la Ascensión, los discípulos estaban tan vacilantes en su amor como en su fe; Jesús no podía contar con ellos; pero, en cuanto desaparece a sus miradas, se apodera de sus corazones un entusiasmo desconocido. En vez de llorar su abandono, vuelven a Jerusalén, llenos de júbilo. Dichosos con el triunfo del maestro, se olvidan de sí mismos y se determinan a obedecerle volviendo al Cenáculo, donde ha de venir a visitarles la Virtud de lo alto. Observad a estos hombres durante los años que van a seguir, recorred su camino hasta la muerte; contad, si podéis, los actos de abnegación en la inmensa labor de la predicación del Evangelio, y decid si tienen otro móvil que el amor de su Maestro que les haya sostenido y hecho capaces de todo lo que han hecho. ¡Con qué decisión han bebido su cáliz! (S. Mat., XX, 23) ¡Con qué entusiasmo han saludado a su Cruz, al verla erguida esperándoles! 

DE LOS MÁRTIRES. — Pero no nos ciñamos tan sólo a estos primeros testigos; ellos habían visto a Cristo, le habían escuchado, le habían tocado con sus manos (S. Juan, I, 1). Volvamos nuestra mirada a las generaciones que no le han conocido más que por la fe, y veamos si este amor que triunfa en los Apóstoles ha faltado un solo día, en diez y nueve siglos, entre los cristianos. Entonces comienza la lucha del martirio, que, desde la promulgación del Evangelio, nunca ha cesado del todo, y cuyo exordio ocupa trescientos años, ¿Por qué motivo, sino por probar a Cristo su amor, tantos héroes y heroínas han corrido ante las torturas más afrentosas, han despreciado sonrientes las llamas de las piras y los dientes de las bestias feroces? Recordemos las pruebas horribles que aceptaban con tanto ardor no sólo hombres aguerridos en el sufrimiento, sino también mujeres delicadas, jóvenes doncellas y hasta los niños. Rememoremos aquellas sublimes palabras, aquel noble entusiasmo que aspira devolver a Cristo muerte por muerte, y no olvidemos que los mártires de nuestros días, en China, Tonkín, Cochinchina, Corea han reproducido textualmente, sin la menor duda, ante sus jueces y sus verdugos, el lenguaje que usaban sus predecesores ante los procónsules de los siglos III y IV. 

DE LOS RELIGIOSOS. — Sí, ciertamente, nuestro divino Rey que ha subido a los cielos ha sido amado como nadie lo será nunca, ni lo podría ser; porque no se podrían contar los millones de almas que, desde su partida, sólo por unirse a él, han pisoteado las seducciones del amor terreno, sin querer conocer otro amor que el suyo. Todos los siglos, incluso el nuestro en medio de su tibieza, han visto estos ejemplos, y sólo Dios conoce su número. 

Ha sido amado en esta tierra y lo será hasta el último día del mundo, en fe de lo cual está en todo el correr de los tiempos, el generoso abandono de los bienes terrenos, con el fin de alcanzar la semejanza con el niño de Belén. ¡Abandono practicado con frecuencia por las personas más opulentas del siglo! ¿Será necesario señalar tantos sacrificios de la voluntad propia obtenidos del orgullo humano, con fin de realizar en la humanidad el misterio de la obediencia del Hombre-Dios en esta tierra y los incontables rasgos de heroísmo ofrecidos por la penitencia cristiana, que continúa y completa aquí abajo con tanta generosidad las satisfacciones que al amor del Redentor le plugo aceptar por los hombres en su dolorosa Pasión? 

DE LOS MISIONEROS. — Pero este ardor inextinguible para con Jesús, subido al cielo, no ha quedado satisfecho todavía con tanta abnegación. Había dicho Jesús: "Todo lo que hiciereis al más pequeñuelo de vuestros hermanos, a mí me lo hacéis"; el amor de Cristo se ha apoderado de esta palabra, y desde el principio hasta hoy está empeñado en otra clase de búsqueda para llegar a través del pobre, a Jesús, que habita en él. Y como la primera de todas las miserias humanas es la ignorancia de las verdades divinas, sin las cuales nadie se puede salvar, todas las épocas han proporcionado una sucesión de apóstoles que, renunciando a los dulces lazos de la patria y de la familia, se lanzan a socorrer a los pueblos que descansan en las sombras de la muerte. ¿Quién podrá decir las fatigas que se imponen en ese trabajo, los tormentos que soportan, para que el nombre de Jesús sea anunciado, para que sea amado por un salvaje o glorificado por un chino, o por un indio?

DE LOS HOSPITALARIOS. — ¿Se trata de consolar los dolores de Cristo o de curar las llagas en los más desgraciados de sus hermanos? No vayáis a creer que falte nunca el amor que reside en los fieles de su Iglesia. Contad más bien los miembros de esas asociaciones caritativas que se han consagrado al alivio de los pobres y los enfermos, desde que fue posible a los cristianos desarrollar, en pleno día, sus planes para ejercer la caridad. Ved al sexo débil pagar su tributo con una heroica solicitud a la cabecera de los enfermos y moribundos. Hasta el mundo queda mudo ante eso, los economistas se admiran al verse obligados a contar con un elemento tan indispensable a la sociedad, y que escapa a todas sus especulaciones. ¡Felices de ellos si llegan a conocer a Aquel cuyo solo amor obra tales maravillas! ... 

DE LOS SIMPLES FIELES. — Mas no es nada lo que puede ver el ojo del hombre: no capta sino lo que aparece al exterior. Nadie, pues, podrá apreciar hasta dónde es amado Jesús todavía en la tierra. Que se cuenten los millones de cristianos que han pasado por la tierra desde el origen de la Iglesia. Entre ellos, sin duda, hay muchos que han tenido la desgracia de abandonar su fin; pero ¡qué multitud incontable ha amado de todo corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas a N. S. Jesucristo! Unos le han amado constantemente, otros han tenido necesidad de ser llamados por su misericordia, pero han dormido en su paz. ¡Contad, si podéis, los actos virtuosos, los sacrificios hechos por este inmenso pueblo cristiano en diez y nueve siglos! Sólo la memoria de Dios es capaz de abarcar todo este recuerdo. Ahora bien, todo este conjunto de obras y de sentimientos, desde el ardor seráfico del alma ya divinizada hasta él vaso de agua dado en nombre del Redentor, ¿qué es sino un incesante concierto de amor que sube día y noche hacia Cristo, ese divino ausente que la tierra no puede olvidar? ¿Dónde hay un hombre que, por grata que haya sido la memoria que de sí haya dejado, se sacrifiquen por él, se muera por él, se renuncien a sí mismos por su amor, durante uno, diez, veinte siglos después de su muerte? ¿Dónde se encontrará un muerto cuyo nombre haga latir los corazones de tantos millones de hombres de todas las generaciones, las razas y los siglos, fuera de Jesús, que, depués de muerto, resucitó y subió a los cielos? 

PLEGARIA. — Pero reconocemos humildemente, divino Emmanuel, que era necesario nos abandonases, para que la fe, tomando un impulso, te fuese a buscar hasta los cielos, siguiendo tus pisadas, y que nuestros corazones, esclarecidos de este modo, se hicieran capaces de amarte. ¡Alégrate de tu ascensión, capitán divino de los ángeles y de los hombres! En nuestro destierro, saborearemos los frutos de este misterio, hasta que se cumpla en nosotros. Ilumina a estos pobres ciegos a quienes el orgullo impide reconocerte en estos rasgos tan palpables. Te discuten, te razonan, sin darse cuenta del testimonio de fe y de amor de tantas generaciones. El homenaje que te ofrece la humanidad, representada por las primeras naciones de la tierra, por los corazones más virtuosos y por tantos hombres inteligentes es para ellos como si no existiese. Pero ¿qué son ellos para oponerse a un concierto tal? Sácales, Señor, de su orgullo vacío y peligroso, y vendrán, y dirán con nosotros: "¡Verdaderamente era mejor para este mundo que perdiese, oh Emmanuel, tu presencia sensible!, porque si se han mostrado y han sido reconocidas tu  grandeza, tu potestad y tu divinidad, ha sido desde que has dejado de estar visible entre nosotros. Gloria, pues, al misterio de la Ascensión, por el cual—como dice el Salmista—al subir a los cielos recibes los dones más elevados para repartirles con largueza entre los hombres"


Año Litúrgico de Guéranger


 

martes, 30 de mayo de 2017

31 de Mayo: MIÉRCOLES DE LA OCTAVA DE LA ASCENSIÓN. Del Año Litúrgico de Dom Guéranger.

EL REINO DE LA FE
 
TRIUNFO DE CRISTO.—Bajemos a la tierra nuestras miradas, que han estado fijas en el cielo para seguir a aquel que nos ha dejado. Busquemos los efectos del misterio de la Ascensión hasta en nuestra humilde y pobre morada donde el Hijo de Dios ha dejado de vivir visiblemente. ¡Qué espectáculo tan asombroso atrae nuestra atención aquí abajo! El mismo Jesús que subió al cielo este día, sin que la ciudad de Jerusalén se conmoviese, sin que se diese cuenta de ello, sin que el género humano sintiese la nueva partida de su divino huésped; ese mismo Jesús, en el simple aniversario de hoy, diecinueve siglos después del suceso, conmueve aún toda la tierra con el esplendor de su Ascensión. En estos días aciagos la fe languidece; ¿En qué región del globo, sin embargo, no hay cristianos, ya sea colectiva o individualmente?; esto es suficiente para que todo el universo oiga decir que Jesús subió al cielo y que este día está consagrado a celebrar su gloriosa Ascensión. 



Durante treinta y tres años vivió nuestra vida en la tierra. La estancia del Hijo eterno de Dios entre nosotros fué ignorada de todas las naciones, salvo una. Esta nación le crucificó; los gentiles ni siquiera le hubieran mirado; porque "aunque la luz brille en las tinieblas, las tinieblas no la acogerán" y Dios pudo "venir a su obra misma y no ser acogido por los suyos". Para el corazón del pueblo preparado para su visita, su palabra fue esta simiente que cae en terreno pedregoso y no germina, que cae entre espinas y es sofocada y que encuentra apenas un rincón de tierra buena donde pueda fructificar. Si a fuerza de paciencia y de bondad mantiene a su lado algunos discípulos, su confianza en él permaneció débil, vacilante, siempre dispuesta a extinguirse. 


Sin embargo, después de la predicación de los Apóstoles, el nombre y gloria de Jesús son conocidos en todas partes; en todas lenguas, en todas razas, es proclamado el Hijo de Dios encarnado; tanto los pueblos civilizados como los bárbaros han venido a él; se celebra su nacimiento en el establo de Bethléhem, su muerte dolorosa en la cruz donde pagó el rescate del mundo, su resurrección que confirmó la misión divina que vino a cumplir; en fin, su Ascensión por la que se sentó el Hombre-Dios a la derecha de su Padre. En todo el universo la voz de la Iglesia hizo resonar el misterio de la gloriosa Trinidad, que vino a revelar al mundo. La Iglesia que fundó, enseña en todas las naciones la verdad revelada, y en todas encuentra almas dóciles que repiten su símbolo. 


LA FE. — ¿Cómo se cumplió esta maravilla?, ¿cómo perseveró y persevera después de XX siglos? Jesús, que sube al cielo, nos lo explica con una palabra: "Me voy, dice, y os es ventajoso que me vaya" (S. Juan, XVI, 7). ¿Qué quiere decir, sino que en nuestro estado actual hay para nosotros algo más ventajoso que su presencia? Esta vida no es el momento de verle y contemplarle; para conocerle y gustarle aún en su naturaleza humana es necesario otro elemento: es la fe. Ahora bien, la fe en los misterios del Verbo Encarnado no comienza a reinar en la tierra, sino en el momento de dejar de ser visible aquí abajo.


¿Quién podrá explicar la fuerza triunfante de la fe? San Juan le da un nombre glorioso. "La fe, dice, es la victoria que humilla al mundo a nuestros pies" (S. Juan, V, 4). Ella es quien humilló ante los pies de nuestro divino Jefe, ausente de este mundo, la potestad, el orgullo y las supersticiones de la antigua sociedad; y el homenaje ha subido hasta el trono donde tomó asiento hoy Jesús, Hijo de Dios y de María. 


ENSEÑANZAS DE SAN LEÓN. — San León Magno, intérprete del misterio de la Encarnación, comprendió esta doctrina con su penetración habitual y la expresó con la elocuencia que le es familiar. "Después de haber cumplido la predicación del Evangelio y misterios de la Nueva Alianza, dice, Jesucristo nuestro Señor, subiendo al cielo ante las miradas de sus discípulos, puso término a su presencia corporal y debe permanecer a la derecha de su Padre hasta que se cumpla el tiempo destinado a la multiplicación de los hijos de la Iglesia; después vendrá como juez de vivos y muertos, con la misma carne con que subió. Así, todo lo que era visible aquí de nuestro Redentor pasó al orden de los misterios; y para hacer la fe más excelente y más fime, la vista fue reemplazada por una enseñanza, cuya autoridad, rodeada de una irradiación celestial, arrastra los corazones de los creyentes. 


"Por la virtud de esta fe, cuya energía aumentó la Ascensión del Señor y que el Espíritu Santo vino a fortificar, ni las cadenas, ni los calabozos, ni el destierro, ni el hambre, ni las hogueras, ni los dientes de las fieras feroces, ni los suplicios inventados por la crueldad de los perseguidores pudieron asustar a los cristianos. Por la fidelidad en esta fe, todo el mundo, no solamente los hombres, sino también las mujeres, no sólo los niños y adolescentes, sino jóvenes delicados, combatieron hasta el derramamiento de su sangre. Esta es la fe que arrojó a los demonios, hizo desaparecer las enfermedades y resucitó a los muertos. Después vimos a los Apóstoles, que, después de haber sido confirmados por tantos milagros, instruidos con tantos discursos del Señor, se horrorizaron por la indignidad de su Pasión y no aceptaron la verdad de su Resurrección hasta después de titubear, les vimos cambiados inmediatamente después de su Ascensión, de tal modo, que las cosas que hasta entonces no les inspiraban más que terror, de repente son causa de alegría. Toda la fortaleza de la mirada de su alma se dirigió a la divinidad del que está sentado a la derecha del Padre; la vista de su cuerpo no quitaba la viveza de su ojo desde que comprendieron el Misterio y llegaron a entender que al descender de los cielos no se separó de su Padre y que al subir no dejaba solos a sus discípulos.


El momento en que el Hijo del Hombre, e Hijo de Dios, se manifestó de una manera más excelente y más augusta es aquel en que se retiró a la gloria y majestad de su Padre; porque entonces es cuando, por un proceso inefable, se hizo más presente por su divinidad a medida que su humanidad se alejaba más de nosotros. Entonces la fe, más iluminada que el ojo terrestre, se ha acercado con paso firme a aquel que es el Hijo igual al Padre, ella, que no ha tenido necesidad de palpar en Cristo esta naturaleza humana por la que es inferior a él. La sustancia de este cuerpo glorificado ha permanecido la misma; pero la fe de los creyentes tenía en adelante su cita allí donde, no una mano de carne, sino una inteligencia espiritual es admitida a tocar al Hijo igual al Padre. De ahí que el Señor resucitado, cuando María Magdalena, que representaba a la Iglesia, se lanzó para asir sus pies, la detuvo con estas palabras: "No me toques, porque no he subido todavía a mi Padre"; como si dijese: "No quiero que llegues a Mí por un camino sensible, ni que me reconozcas por contacto humano; te he reservado a una experiencia más sublime; he preparado para ti una suerte digna de envidia. Cuando haya subido a mi Padre, entonces me comprenderás, pero de una manera más perfecta y verdadera, porque, siendo los sentidos sobrepasados, la fe te revelará lo que los ojos no verán aún". 


BENEFICIOS DE LA FE. — Con la partida del Señor se inauguró este reino de la fe que debe prepararnos para ver eternamente el supremo bien; y esta fe dichosa que es nuestro elemento, nos da, al mismo tiempo, toda la luz compatible con nuestra débil condición para entender y adorar al Verbo consustancial al Padre y para tener conocimiento de los misterios que el Verbo Encarnado obró aquí en su humanidad. Muchos siglos nos separan del momento en que se hizo visible en la tierra y le conocemos mejor que le conocieron y le gustaron sus propios discípulos antes de la Ascensión en el Monte de los Olivos. Nos convenía, ciertamente, que se alejase; su presencia hubiera impedido el desarrollo de nuestra fe, y nuestra fe sola podía llenar el intervalo que le separa de nosotros, hasta que entremos "en el interior del velo".


¡Cuán profunda es la ceguera de esos hombres que no sienten el poder sobrehumano de este elemento de la fe, por el que el mundo fue no solamente vencido, sino transformado! Pretenden haber descubierto la composición de los evangelios y no ven este Evangelio viviente salido de diez y nueve siglos de fe unánime, salido de la confesión generosa de tantos millones de mártires, de la santidad de tantos justos, de la conversión sucesiva de tantas naciones, comenzando por las más civilizadas y acabando por las más bárbaras. Aquel que, después de haber visitado un rincón de esta tierra durante algunos años, bastó que desapareciera para atraer a sí la fe de los más grandes genios como la de los corazones más sencillos y rectos, seguramente que es lo que nos ha dicho que era: el Hijo eterno de Dios. ¡Gloria y acción de gracias te sean dadas, Señor, que para consolarnos de tu partida nos has dado la fe por la cual el ojo de nuestra alma se purifica, la esperanza de nuestro corazón se inflama y las realidades divinas que poseemos las sentimos en todo su poder! Conserva en nosotros este don precioso de tu bondad completamente gratuita, acreciéntale sin cesar; haz que se abra en toda su madurez, en el momento solemne que ha de preceder a aquel en que te reveles a nosotros cara a cara.



Año Litúrgico de Dom Guéranger


 

lunes, 29 de mayo de 2017

30 de Mayo: MARTES DE LA OCTAVA DE LA ASCENSIÓN. Del Año Litúrgico de Dom Guéranger.

SACERDOCIO ETERNO DE CRISTO
 
EL REY-PONTÍFICE. — El Señor de la gloria subió a los cielos y según el Apóstol, entró como "nuestro precursor" (Hebr., VI, 20.); mas ¿cómo podrá el hombre seguirle hasta la mansión de toda santidad, él, cuyo camino está sin cesar entorpecido por el pecado, él, que tiene más necesidad de perdón que de gloria? Son estas las consecuencias del misterio de la Ascensión cuyas riquezas no podemos agotar por completo. Jesús no sube al cielo sólo para reinar allí; debe residir allí además para ser nuestro intercesor, nuestro Pontífice, encargado de obtener el perdón de nuestros pecados, y las gracias que nos abrirán el camino para llegar hasta él. Se ofreció sobre la cruz por víctima de nuestros pecados; la sangre divina, vertida de sus miembros, formó desde entonces nuestro rescate superabundante; pero el cielo permaneció cerrado a los redimidos hasta que él franqueó las puertas y penetró en el interior del santuario donde debe ejercer por siempre el cargo de Pontífice según el orden de Melquisidec. Hoy el Sacerdocio del Calvario se transforma en sacerdocio de gloria. Jesús entró "más allá del velo, de este velo que era aún su carne pasible y mortal"; penetró en lo más íntimo de la presencia de su Padre y allí es nuestro Pontífice para siempre. 



ES EL CRISTO, consagrado con doble unción, en el momento en que su persona divina se unió a la naturaleza humana; es REY y PONTÍFICE. Hemos aclamado su Realeza los días precedentes; hoy hemos de reconocer su sacerdocio. Durante su paso por este mundo hemos vislumbrado algunos rasgos de uno y otro, pero esta realeza y pontificado no deben resplandecer con todo su esplendor más que el día de la Ascensión. Sigamos, pues, al Emmanuel con mirada respetuosa y consideremos lo que acaba de obrar en el cielo.
El Apóstol primeramente nos da la noción de Pontífice en su epístola a los hebreos. El Pontífice, dice, es escogido por Dios mismo con el fin de ofrecer dones y sacrificios por los pecados; está cerca de Dios para favorecer a los hombres, de quienes es embajador e intercesor (Hebr. V, 1). Tal es el ministerio de Jesús en el cielo desde hoy. Pero si queremos penetrar mucho más en tan grande y profundo misterio, es necesario servirnos de los símbolos que San Pablo ha tomado de los libros sagrados, para hacernos comprender el papel de nuestro Pontífice.

EL TEMPLO DE JERUSALÉN. — Trasladémonos con el pensamiento al templo de Jerusalén. Atravesemos un vasto recinto al descubierto rodeado de pórticos y en cuyo centro se levanta el altar sobre el cual la sangre de las víctimas inmoladas corre por numerosos canales, y que son consumidas según el rito de los diversos sacrificios. Dirijámonos a continuación hacia un lugar más augusto, un edificio cubierto que se eleva más allá del altar de los holocaustos, que resplandece con toda clase de riquezas de Oriente. Entremos con respeto; porque este lugar es santo y Dios mismo dio el plano a Moisés de las obras maravillosas que le adornan y que sirven todos para su gloria; el altar de los perfumes de donde exhala mañana y tarde el humo del incienso; el candelero de siete brazos que ostenta con complacencia azucenas y granadas; la mesa sobre la que están colocados los panes de proposición, ofrenda de nuestra raza al que hace madurar las mieses en la tierra. Pero no está aún puesta bajo estos artesonados resplandecientes con el oro de Ofir la inefable majestad del Señor. 

Contemplad al fondo del edificio ese velo de tejido precioso bordado ricamente de imágenes de Querubines, que desciende hasta la tierra. Allá tras del velo, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, hace notar su presencia; ahí reposa el arca de alianza sobre la que dos Querubines de oro extienden misteriosamente sus alas. Este recinto sagrado e inaccesible se llama el Santo de los Santos; ningún hombre podía, sin morir, levantar este velo, dirigir una mirada temeraria a este asilo terrible y entrar allí donde el Dios de los ejércitos se digna habitar. 

El hombre es, pues, desterrado de la mansión donde habita Dios. La santidad divina le excluye de su presencia como indigno. Creado para ver a Dios, para ser eternamente feliz con la vista de Dios, el hombre, a causa de su pecado, es condenado a no verle. Un velo le quita la vista de Aquel que es su fin y el obstáculo de este velo es para él infranqueable. Esta es la severa lección que nos da el símbolo del antiguo templo. No obstante media una promesa consoladora. Este velo se levantará un día y dejará paso al hombre; mas con una condición que vamos a conocer continuando los símbolos del antiguo templo. Entre todos los mortales excluidos del Santo de los Santos, hay uno a quien le está concedido entrar más allá del velo una vez al año. Es el Pontífice. Pero si entrase este día en el temible recinto sin llevar entre sus manos el vaso lleno de sangre de dos víctimas que ha inmolado antes por los propios pecados y por los de su pueblo, será exterminado; si, al contrario, cumple fielmente la orden del Señor será protegido por la sangre que lleva y será admitido en este único día para interceder por sí mismo y por todo Israel. 

¡Qué bellas y enérgicas son estas figuras de la antigua alianza!, ¡pero cuánto más bella y vigorosa es su realización en el misterio de la Ascensión de nuestro Libertador! Estaba aún en el período de las humillaciones voluntarias y su potestad se hacía sentir ya hasta en este retiro sagrado del templo. Su último suspiro en la cruz había desgarrado de arriba a abajo el velo del Santo de los Santos, para anunciar que pronto el acceso a Dios iba a ser abierto a los hombres como antes del pecado. Pero quedaba por conseguir la victoria sobre la muerte por la resurrección; quedaba aún el período de cuarenta días que nuestro Pontífice debe emplear en organizar el verdadero sacerdocio que se ejercerá en la tierra hasta la consumación de los siglos, en unión con el que va a desempeñar en el cielo. 

EL SANTUARIO CELESTE. — Hoy, todos los plazos se han cumplido, los testigos de la resurrección lo han comprobado, los dogmas de la fe están revelados en su conjunto, la Iglesia está constituida, los Sacramentos declarados; es tiempo de que nuestro Pontífice penetre en el Santo de los Santos y lleve consigo a sus elegidos. Sigámosle con los ojos de nuestra fe. A su acceso, el velo bajado desde tantos siglos se levanta y le deja paso. Jesús ¿no ha ofrecido como Pontífice de la antigua ley, el sacrificio previo, el sacrificio no ya figurativo sino real por la efusión de su propia sangre? Llegado a la presencia de la Majestad divina para ejercer allí su poderosa intercesión, ¿qué otra cosa ha de hacer que presentar a su Padre, en nuestro favor, esas llagas que recibió pocos días ha y por las que se derramó la sangre que satisfacía completamente las exigencias de la Suprema Justicia? ¿Y por qué ha tenido empeño en conservar los estigmas de su pasión, sino para servirse de ellas como Pontífice nuestro, para desarmar el enojo celeste provocado sin cesar por los pecados del mundo? Escuchemos al Apóstol San Juan: "Hijitos míos, os escribo esto para que no pequéis; mas si alguno pecase, tenemos por intercesor a Jesucristo que es justo" (S. Juan, II, 1). Así, pues, tras del velo donde entra hoy, Jesús trata con su Padre de nuestros intereses, da el último toque a los méritos de su sacrificio, es un Pontífice eterno, a cuya intercesión nada resiste. 

San Juan, que vio el cielo abierto, nos descubre de un modo expresivo la doble cualidad de nuestro divino Jefe, víctima y rey al mismo tiempo, sacrificado y con todo eso inmortal. Nos muestra el trono de la eterna Majestad rodeado de los 24 ancianos sentados y de los cuatro animales simbólicos, en frente los siete espíritus radiantes de fortaleza y belleza; pero el profeta no se detiene allí. Lleva nuestras miradas, hasta el trono mismo de Dios, y advertimos de pie en medio de este trono un cordero, pero un cordero "como inmolado", y no obstante eso, revestido de los atributos de fortaleza y potestad" (Apoc., IV, 5.). ¿Quién se atrevería a explicar estas imágenes si el misterio de hoy no nos diese la clave? ¡Mas con su luz, con qué facilidad se aclara todo! En las descripciones que nos revela el Apóstol reconocemos a Jesús, Verbo eterno y como Verbo eterno sentado en el trono de su Padre consubstancial a él. Pero al mismo tiempo es el Cordero; porque tomó nuestra carne, para ser inmolado por nosotros como víctima; y este carácter de víctima permanece en él por siempre. Hele aquí en su majestad de Hijo de Dios: pero al mismo tiempo aparece como inmolado. Las cicatrices de sus llagas permanecen para siempre visibles; es el mismo cordero del Calvario que consuma eternamente en la gloria la inmolación que realizó dolorosamente en la cruz. 

Tales son las maravillas que los ojos de los Ángeles contemplan "en el interior del velo" (Hebr., VI, 19.) y que nuestros ojos verán también cuando hayamos franqueado el velo. No estamos destinados a quedar fuera, como el pueblo judío que veía desaparecer una vez al año a su Pontífice tras la cortina que cerraba el acceso al Santo de los Santos. He aquí lo que el Apóstol dice "Jesús nuestro precursor, Pontífice para siempre, entró por nosotros en el santuario" (Ibid., 20.); ¡entró por nosotros! ¿Qué otra cosa dice, sino que nos precede allí y que le seguiremos después? Es justo que entre el primero, pero entra como precursor. Desde hoy no está ya sólo en el interior del velo; la multitud.de elegidos que sube tras él, entró a continuación y apartir de este momento el número de estos se acrecienta (de hora en hora) por momentos. No somos más que pobres pecadores, y el Apóstol dice que "estamos salvos por la esperanza" (Rom., VIII, 24); y nuestra esperanza se cifra en el deseo de penetrar un día en el Santo de los Santos. Entonces repetiremos con los ángeles, los veinticuatro ancianos y millones de seres glorificados esta aclamación: "¡Al cordero que fue inmolado, potestad y divinidad, sabiduría y fortaleza, honor, gloria y bendición, por los siglos de los siglos! Amén" (Apoc., V, 12).


Año Litúrgico de Guéranger


 

domingo, 28 de mayo de 2017

29 de Mayo: LUNES DE LA OCTAVA DE LA ASCENSIÓN. Del Año Litúrgico de Dom Guéranger.

EL REY DE LOS ÁNGELES
 
La realeza sobre los hombres no es la única diadema que recibe nuestro triunfador en su Ascensión. El apóstol enseña que Jesús es también "Jefe de todos Principados y Potestades". Por encima del género humano se elevan los grados de la jerarquía angélica, la obra más maravillosa de la creación. Después de la prueba suprema, estas nobles y santas milicias diezmadas por la caída y la reprobación de los rebeldes, entran en el goce sobrenatural del bien soberano y comienza el canto sin fin que resuena alrededor del trono de Dios y en el que expresan su adoración, amor y acción de gracias. 


Pero una condición ha faltado hasta el presente en su completa felicidad. Estos innumerables Espíritus tan bellos y luminosos, colmados de los dones divinos, esperan un complemento de gloria y de felicidad. Se cree que después de su creación, Dios les reveló, que debía crear aún otros seres, de naturaleza inferior a la suya, y que de entre estos dos seres compuestos de alma y cuerpo, debía nacer uno que el Verbo eterno uniría a su naturaleza divina en una sola persona. Se les manifestó que esta naturaleza humana, cuya gloria a la vez que la del mismo Dios, fue el fin de la creación, sería llamada "primogénito de toda criatura" y que todo ángel, como todo hombre, debería doblar la rodilla ante ella, la cual, después de haber sido humillada en la tierra sería glorificada en el cielo; que por fin llegaría el momento en que todas las jerarquías celestiales, Principados, Potestades, Querubines y Serafines le tendrían por Jefe. 

JESUCRISTO MEDIADOR DE LOS ÁNGELES. — Jesucristo fue pues, esperado por los Ángeles, como lo fue por los hombres. Fue esperado por los Ángeles como perfeccionamiento supremo de sus jerarquías, cuya multiplicidad llegaría por Él a la unidad y los cuales estarían más estrechamente unidos a Dios por medio de este intermediario que reuniese en su persona una naturaleza divina y una naturaleza creada; fue esperado por los hombres como reparador hecho necesario por el pecado que nos había cerrado el cielo, y también como el medianero predestinado desde la eternidad para tomar a la raza humana en los límites de la nada, y reuniría a Dios que resolvió comunicarla su gloria. Así, mientras en la tierra los justos que vivieron antes de la Encarnación, se hacían agradables a Dios uniéndose a este reparador, a este mediador venidero; del mismo modo, en el cielo, los homenajes de los Ángeles a la majestad divina ascienden hasta ella por la ofrenda anticipada que le presentaban estos espíritus bienaventurados, uniéndose a este Jefe cuya misión no realizada aún estaba presente en los decretos eternos del Antiguo de días. 

Por fin, habiendo llegado la plenitud de los tiempos como dice el Apóstol, "Dios introdujo en la tierra a su primogénito" arquetipo de la creación, y en esta hora sagrada no son los hombres los que adoran los primeros al Jefe de su raza; el mismo Apóstol nos recuerda que los Ángeles son los primeros que le rinden su homenaje. El Salmista lo había predicho en su cántico sobre la venida del Emmanuel y era justo que así fuese; porque la espera de los Ángeles había durado más tiempo y además no venía como reparador suyo, sino únicamente como mediador esperado con ansiedad, que debía unirles más estrechamente a la infinita bondad, objeto de sus delicias eternas y llenar por decirlo así el intervalo que no había sido llenado hasta entonces sino con los deseos de verle por fin ocupar el lugar que le estaba destinado. 

Entonces se cumplió este acto de adoración hacia el Dios-Hombre, este acto exigido de los espíritus celestiales al principio de todas las cosas como la prueba suprema, que debía decidir su suerte eterna. Con qué amor y sumisión no hemos visto cumplido este acto de adoración en Bethléhem, por los Ángeles fieles, cuando vieron a su Jefe y el nuestro, el Verbo hecho carne, reclinado en los brazos de su casta madre y fueron a anunciar a los hombres representados por los pastores, la feliz nueva de la llegada del común mediador. 

Mas hoy, no es en la tierra donde los Espíritus celestes contemplan al hijo de María; no es en el camino de las humillaciones y sufrimientos por los que le fue menester pasar para quitar primeramente el obstáculo del pecado que nos privaba del honor de llegar a ser sus miembros dichosos: es en el trono preparado a la derecha del Padre donde le han visto elevarse, allí le contemplan en adelante, allí se unen a él más estrechamente proclamándole su Jefe y Príncipe. En este instante sublime de la Ascensión, un estremecimiento de dicha desconocido recorre toda la sucesión de jerarquías celestiales, descendiendo y subiendo de los Serafines a los Ángeles que están más cerca de la naturaleza humana. Una felicidad nueva que consiste en el goce real de un bien cuya esperanza está ya colmada de delicias para el corazón de una criatura, obra una renovación de felicidad en estos seres privilegiados, que pudiérase imaginar llegados al apogeo de las alegrías eternas. Sus miradas se fijan en la belleza incomparable de Jesús y los Espíritus inmateriales se admiran de ver la carne revestida de un esplendor que traspasa su brillo, por la plenitud de la gracia que reside en esta naturaleza humana. Su vista para profundizar más hondo en la luz increada, atraviesa esta naturaleza inferior a la suya, pero divinizada por su unión con el Verbo divino; penetra en las profundidades que aún no había sondeado. Sus deseos son más ardientes, su vuelo más rápido, sus conciertos más melodiosos; porque, así como lo canta la santa Madre Iglesia, los Ángeles y Arcángeles, Potestades y Dominaciones, Querubines y Serafines alaban en adelante la majestad del Padre celestial por Jesucristo su Hijo: por quien alaban tu majestad los Ángeles. 

Mas ¿quién podrá describir los transportes de los Espíritus celestiales a la llegada de esta multitud de habitantes de la tierra, miembros como ellos del mismo Jefe, apresurándose y colocándose según las diversas jerarquías, allí donde la caída de los ángeles malos dejó lugares vacíos? La resurrección general no ha restituido aún a estas almas los cuerpos a los que estuvieron unidos; pero, ¿entre tanto no es ya glorificada su carne en la de Jesús? Más tarde, a la hora señalada, estas almas bienaventuradas recobrarán su vestidura terrestre, desde ahora destinada a la inmortalidad. Entonces, los santos ángeles reconocerán con entusiasmo fraternal en los rasgos de Adán, los de su Hijo Jesús y en los rasgos de Eva los de su hija María; mas esta semejanza será más perfecta en el cielo que en el Paraíso terrenal. Venga, pues, este glorioso día donde el magnífico misterio de la Ascensión será realizado en sus últimas consecuencias; donde las dos creaciones, angélica y humana, se abrazarán por la eternidad en la unidad de un mismo Jefe.


Año Litúrgico de Guéranger


 

sábado, 27 de mayo de 2017

DOMINGO DE LA OCTAVA DE LA ASCENSIÓN. Del Año Litúrgico de Dom Guéranger.

GLORIFICACIÓN DE LA HUMANIDAD DE CRISTO


Jesús subió al cielo. Su divinidad nunca estuvo ausente de él, mas hoy su humanidad es entronizada y coronada allí con brillante diadema; he ahí un nuevo aspecto del misterio de la Aspensión. El triunfo no bastaba a esta santa humanidad; el descanso le estaba preparado sobre el trono mismo del Verbo eterno al que está unida por una misma personalidad y allí debe recibir las adoraciones de toda criatura. Ante el nombre de Jesús, Hijo del hombre e Hijo de Dios, de Jesús sentado a la derecha del Padre Todopoderoso, "toda rodilla debe doblarse en el cielo, la tierra y los infiernos".


¡Habitantes de la tierra!, allí está aquella naturaleza humana que se apareció antes en la humildad de los pañales, que recorrió Judea y Galilea, no teniendo donde reclinar su cabeza, que fue encadenada por manos sacrilegas, flagelada, coronada de espinas y clavada en una Cruz; pero mientras los hombres ignorantes la pisoteaban como un gusano de la tierra, ella aceptaba el cáliz de dolores con entera sumisión y se unía a la voluntad del Padre; aceptaba, transformada en víctima, desagraviar a la gloria divina dando toda su sangre como rescate de los pecadores. Esta naturaleza humana, nacida de Adán por María Inmaculada, es la obra maestra del poder de Dios. Jesús "el más hermoso de los hijos de los hombres" es objeto de admiración para los ángeles; en él descansan las complacencias de la Santísima Trinidad; los dones de gracia depositados en él sobrepasan a los que han sido concedidos a los hombres y a todos los espíritus celestes juntos; pero Dios le había destinado al camino del dolor, y Jesús que hubiera podido rescatar al hombre con menor costa suya, se entregó voluntariamente a un mar de humillaciones y dolores con el fin de satisfacer con creces la deuda de sus hermanos. ¿Cuál será la recompensa? El Apóstol nos lo dice: "Hízose obediente hasta la muerte y muerte de Cruz; por lo cual Dios le exaltó y le dio un nombre que está por encima de todo nombre"


¡Oh vosotros que tomáis parte en este mundo en los dolores con que nos rescató, que gustáis seguirle en las estaciones de su peregrinación hasta el Calvario, levantad hoy la cabeza y mirad a lo alto de los cielos! "Porque sufrió la muerte, hele aquí coronado de gloria y honor". "Cuanto más se humilló al igual de un esclavo, El que podía en su otra naturaleza llamarse sin injusticia igual a Dios", mas el Padre se complace en elevarle en gloria y poder. La corona de espinas que llevó en la tierra es reemplazada por la diadema de honor. La cruz que dejó imponer sobre sus hombros es en adelante el signo de su principado. Las llagas, que los clavos y la lanza estamparon en su cuerpo, resplandecen como soles. ¡Sea, pues, dada gloria a la justicia del Padre hacia Jesús su Hijo! pero regocijémonos también de ver en este día "el Hombre de dolores" transformado en Rey de la gloria y repitamos con entusiasmo el Hosanna que la corte celestial hace resonar a su llegada. 


JUEZ UNIVERSAL. — Con todo eso no creamos que el Hijo del hombre sentado sobre el trono de la divinidad queda inactivo en su descanso glorioso. El Padre le ha dotado de una soberanía pero soberanía activa. Le ha nombrado "juez de vivos y de muertos y todos nosotros debemos comparecer ante su tribunal". Apenas nuestra alma deje su cuerpo será transportada al pie de este tribunal donde se ha sentado hoy el Hijo del Hombre y oirá salir de su boca la sentencia merecida. ¡Oh Salvador coronado en este día! sénos misericordioso en esta hora decisiva para nuestra eternidad. 


Mas la judicatura ejercida por el Señor no se limitará al ejercicio callado de este soberano poder. Los ángeles nos lo han dicho hoy: debe presentarse de nuevo en la tierra, volver a descender a través de los aires, como ha subido, y entonces tendrán lugar los solemnes juicios, donde todo el género humano comparecerá. Sentado en las nubes del cielo, rodeado de milicias angélicas, el Hijo del hombre aparecerá en la tierra con toda majestad. Los hombres verán "aquél que taladraron" y las huellas de sus heridas, que aumentarán su hermosura, serán para unos objeto de terror y para otros de inefables consuelos. Como pastor, separará sus ovejas de los cabritos y su voz soberana, que la tierra no escuchó desde hacía tantos siglos, resonará para mandar a los pecadores impenitentes descender a los infiernos e invitar a los justos a ocupar, en cuerpo y alma, la mansión de las delicias eternas. 


REY DE LAS NACIONES. — En espera de este desenlace final de los destinos de la raza humana, Jesús recibe también del Padre, en este día, la investidura visible del poder real sobre las naciones de la tierra. Habiéndonos rescatado con el precio de su sangre, le pertenecemos; sea, pues, en adelante nuestro Señor. Es, en efecto, y se llama Rey de reyes y Señor de señores. Los reyes de la tierra no reinan legítimamente sino por Él y no por la fuerza o en virtud de un pretendido pacto social cuya sanción no pasa de aquí abajo. Los pueblos no se pertenecen a sí mismos, dependen de Él. Su ley no se discute; debe estar por encima de todas las. leyes humanas como su regla y señora: "Las naciones temblarán bajo su cetro, dice el Rey-profeta; los pueblos, para salir de su dominio, forjarán vanos proyectos; los príncipes de la tierra se concertarán contra El; dirán: rompamos su yugo y arrojémosle lejos de nosotros". ¡Inútiles esfuerzos!, porque, dice el Apóstol, "es necesario que reine, hasta que tenga puestos todos sus enemigos bajo sus pies" hasta que aparezca por segunda vez para derribar el poder de Satanás y el orgullo de los hombres. 


Así, pues, el Hijo del hombre, coronado en su Ascensión, debe reinar sobre todo el mundo hasta su vuelta. Mas, diréis, ¿reina donde los príncipes creen tener su autoridad del mandato de los pueblos, donde los pueblos seducidos por este ídolo que llaman libertad, ha perdido hasta el sentido mismo de la autoridad? Sí, reina, pero con la justicia, puesto que los hombres desdeñaron ser conducidos por su bondad. Borraron su ley de sus códigos, concedieron el derecho de ciudadanía al error y a la blasfemia; y entonces les ha abandonado a su juicio absurdo y engañoso. La unción bendita no hace ya sagrado en ellos el poder efímero, que se escapa a todas horas de las manos que se esfuerzan por retenerle, y, cuando los pueblos, después de haber rodado por los abismos de la anarquía procuran constituirle de nuevo, es inútil, porque se le ve desplomarse otra vez, porque los príncipes y los pueblos quieren estar fuera del dominio del Hijo del Hombre. Y así será, hasta que los príncipes y pueblos, cansados de su impotencia, le llamen a reinar sobre ellos, hasta que vuelvan a tomar la divisa de nuestros padres: "¡Cristo vence! ¡Cristo reina! ¡Cristo impera! ¡Dígnese Cristo reservar—a su pueblo—de todo mal!"


En este día de tu coronación, recibe los homenajes de tus fieles, ¡Oh Rey, Señor y Juez nuestro! Fuimos por nuestros pecados los autores de tus humillaciones y sufrimientos en el curso de tu vida mortal, mas nos unimos hoy a las aclamaciones que dejaron oír los Espíritus celestes en el momento en que la diadema real fue colocada sobre tu divina cabeza. Sólo percibimos ahora un reflejo de tus grandezas; mas el Espíritu Santo que nos has prometido acabará de revelarnos todo lo que podemos conocer aquí acerca de tu poder soberano cuyos fieles y humildes subditos queremos ser siempre. 


El Domingo de la octava de la Ascensión, llamado en Roma durante la Edad Media, Domingo de las Rosas porque en este día era costumbre cubrir de rosas el pavimento de las basílicas, como homenaje a Cristo que se elevaba al cielo en la estación de las flores. La fiesta de la Ascensión tan radiante y llena de júbilo, cuando se considera en su aspecto principal, que es el triunfo del Redentor, embellecía los esplendorosos días de primavera. Se olvidaba un momento la tristeza de la tierra para acordarse sólo de la palabra de Jesús a sus Apóstoles, a fin de que nos fuere repetida: "Si me amárais os alegraríais de que fuera a mi Padre". Imitemos este ejemplo, ofrezcamos a nuestra vez la rosa, a aquél que la hizo para adorno de nuestra morada y sepamos servirnos de su belleza y perfume para elevarnos hasta aquel que dice en el divino Cántico: "Yo soy la flor de los campos y el lirio de los valles". Quiso llamarse nazareno para que este nombre misterioso despertase en nosotros el recuerdo que expresa, el recuerdo de las flores de quien no se ha desdeñado tomar el símbolo, para expresar el encanto y suavidad que aquellos que le aman encuentran en él. 


MISA 


El Introito, sacado del Salterio, manifiesta el deseo que siente la Santa Madre Iglesia de volver a ver a su Esposo que ha partido lejos de ella. El alma fiel comparte este sentimiento y se une a la madre común para decir como ella al Emmanuel: "Mi corazón te lo dirá, quiero volver a ver tus facciones divinas, muéstramelas pronto."
 

INTROITO 


Oye, Señor, mi voz, con la que clamé a ti, aleluya: a ti dijo mi corazón: Busqué tu cara: tu cara, Señor, buscaré: no apartes tu cara de mí, aleluya, aleluya.— Salmo: El Señor es mi luz, y mi salud: ¿a quién temeré? V. Gloria al Padre. 


En la Colecta la Iglesia nos enseña a pedir a Dios la buena voluntad que nos hará dignos de volver a ver a Jesús, por el celo en servir a la divina majestad. 


COLECTA 


Omnipotente y sempiterno Dios, haz que siempre tengamos para ti una voluntad devota, y que sirvamos a tu majestad con sincero corazón. Por el Señor. 


EPÍSTOLA 


Lección de la Epístola del Ap. S. Pedro


Carísimos: Sed prudentes, y velad en oraciones. Pero, ante todo, tened mutua caridad: porque la caridad cubre la multitud de los pecados. Sed mutuamente hospitalarios sin murmuración: dé cada cual la gracia a otro según la recibió, como buenos dispensadores de la multiforme gracia de Dios. Si alguien habla, que hable según las palabras de Dios: si alguien administra, administre según la virtud que Dios suministra: para que en todo sea honrado Dios por Jesucristo, nuestro Señor. 


CARIDAD Y PRUDENCIA. — Mientras los discípulos están reunidos en el Cenáculo formando un corazón y una sola alma, y esperando la venida del Espíritu Santo, el príncipe de los Apóstoles que preside esta asamblea se vuelve hacia nosotros que esperamos el mismo favor, y nos recomienda la caridad fraterna. Nos promete que esta virtud borrará la multitud de nuestros pecados; ¡feliz preparación para recibir el don del cielo! El Espíritu Santo viene con el fin de unir a los hombres en una sola familia; dejemos las discusiones y preparémonos a la fraternidad universal que debe establecerse en el mundo con la predicación del Evangelio. Mientras esperamos la venida del Consolador prometido, el Apóstol nos dice que debemos ser prudentes y sobrios para vacar a la oración. Seamos dóciles: la prudencia consistirá en quitar de nuestros corazones todo obstáculo que aparte al Espíritu Divino; en cuanto a la oración, ella será la que les abrirá, para que Él les reconozca y se establezca en ellos. 


De los dos versículos del Aleluya, uno está tomado de David y hace alusión a la majestad de Cristo sobre el trono real, el otro está compuesto con palabras del mismo Salvador que nos promete su venida al fin de los siglos, cuando venga a reclamar a sus elegidos. 


ALELUYA 


Aleluya, aleluya. V. Reinó el Señor sobre todas las gentes: Dios está sentado sobre su santo trono.
Aleluya. V. No os dejaré huérfanos: voy, y volveré a vosotros, y se alegrará vuestro corazón. Aleluya.
 

EVANGELIO 


Continuación del santo Evangelio según S. Juan



En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Cuando venga el Paráclito, el que yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí: y vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo. Os he dicho esto, para que no os escandalicéis. Os echarán de las sinagogas, y vendrá la hora en que, todo el que os matare, pensará hacer un servicio a Dios. Y harán esto con vosotros, porque no han conocido al Padre, ni a mí. Pero hos he dicho esto para que, cuando llegue dicha ora os acordéis de que yo os lo dije. 


ESPÍRITU DE FORTALEZA. — La víspera de enviarnos el Espíritu Santo, Jesús, nos anuncia los efectos que este consolador producirá en nuestras almas. Dirigiéndose en la última cena a los apóstoles les dice que el Espíritu dará testimonio de él, es decir, que les instruirá sobre la divinidad de Jesucristo y la fidelidad que le deben hasta morir por él. 


He ahí lo que producirá en ellos este divino huésped que Jesús, antes de subir al cielo, llama virtud de lo alto. Duras pruebas les esperan; será menester resistir hasta derramar sangre. ¿Quién sostendrá a estos hombres débiles? El Espíritu que ha de venir sobre ellos. Por él vencerán y el Evangelio dará la vuelta al mundo. Ahora bien, ha de venir de nuevo este Espíritu del Padre y del Hijo, y ¿cuál será el fin de su venida si no armarnos para el combate y hacernos fuertes para la lucha? Al salir del tiempo pascual, donde los más augustos misterios nos iluminan y protegen, nos volveremos a encontrar ante el demonio irritado, el mundo que nos esperaba, y nuestras pasiones calmadas un momento que querrán revivir. Si estamos "revestidos de la virtud de lo alto" no temeremos a nadie; esperemos la venida del Consolador, preparémosle un recibimiento digno de su majestad; cuando le hayamos recibido guardémosle cuidadosamente; él nos alcanzará la victoria como la alcanzó a los Apóstoles. 


El Ofertorio recuerda el poder de Jesús subiendo al cielo; la iglesia quiere que pensemos constantemente en este triunfo, y que nuestros corazones estén fijos en la mansión donde el triunfador nos espera. 


OFERTORIO 


Ascendió Dios con júbilo, y el Señor con clamor de trompeta, aleluya. 


Una vez ofrecido a Dios el pan y vino que pronto van a ser transformados en cuerpo y sangre de Cristo, la iglesia pide en la Secreta no sólo que el contacto con estos divinos misterios, nos deje limpios, sino que nos dé esa energía sin la cual la vida Cristiana no puede existir. 


SECRETA 


Haz, Señor, que estos Sacrificios inmaculados nos purifiquen y den a nuestras almas el vigor de la gracia celestial. Por el Señor. 


La antífona de la Comunión está formada de las palabras de la oración de Jesús a su Padre. Las pronunció después de haber dado a comer su sagrado cuerpo a sus discípulos. Muestran sus deseos para con nosotros. 


COMUNIÓN 


Padre, cuando estaba con ellos, yo guardaba a los que me diste, aleluya; pero ahora voy a ti: no ruego que los quites del mundo, sino que los preserves del mal, aleluya, aleluya. 


La acción de gracias es el primer deber de todo cristiano después de la comunión del cuerpo y sangre de Jesucristo; la iglesia que conoce mejor que nosotros los beneficios que hemos recibido, pide en la Poscomunión que esta acción de gracias permanezca siempre en nosotros. 


POSCOMUNIÓN


Saciados, Señor, con estos dones sagrados, suplicámoste hagas que permanezcamos siempre en acción de gracias. Por el Señor.


Año Litúrgico de Guéranger


 

viernes, 26 de mayo de 2017

27 de Mayo: SÁBADO DE LA OCTAVA DE LA ASCENSIÓN. Del Año Litúrgico de Dom Guéranger.

EL MISTERIO DE NUESTRA ASCENSIÓN
 
Ha subido al cielo el hombre que poseía la tierra y que reunía en sí toda santidad. No es, pues estéril para el cielo, esta tierra a pesar de ser maldita; la puerta de los cielos cerrada a nuestra raza, ha podido abrirse para dejar pasar a un hijo de Adán. Tal es el misterio de la Ascensión; pero no es más que una parte, es preciso conocerle entero. Escuchemos lo que nos dice el Apóstol de las naciones: "Dios, que es rico en misericordia, movido por la excesiva caridad con la cual amó a los que estábamos muertos por nuestros pecados, nos ha vuelto a la vida con Jesu-Cristo; nos ha resucitado con él, y nos ha hecho sentar en los cielos en la persona de Jesucristo". De este modo, lo mismo que celebramos la resurrección de nuestro Salvador como nuestra propia resurrección, el Apóstol nos convida a celebrar la Ascensión de este divino Redentor como si fuese la nuestra también. Midamos la fuerza de la expresión: "Dios nos ha hecho sentarnos en los cielos en Jesu-Cristo"; en esta Ascensión, no es Él solo quien sube a los cielos, nosotros subimos con Él; no es solamente Él quien está entronizado en la gloria, nosotros lo estamos con Él. 


Y, en efecto, el Hijo de Dios, no vino a revestirse de nuestra naturaleza para que la carne recibida de María fuese únicamente ella coronada en la gloria eterna; vino para ser nuestro Jefe, mas un Jefe que reclama sus miembros en la adhesión de los cuales consiste la integridad de su cuerpo. "¡Oh Padre! dijo en la última Cena, aquellos que me has dado quiero que estén allí donde yo estoy, para que vean la gloria de que me has hecho partícipe". ¿Y qué gloria ha dado el Padre a su Hijo? Escuchemos a David que ha cantado el día de la Ascensión: "El Señor ha dicho a mi Señor: Siéntate a mi diestra". Sobre el trono mismo del Padre a su diestra veremos eternamente al que el Apóstol llama "nuestro precursor", y nos adherimos a Él como los miembros de su cuerpo, de suerte que su gloria sea la nuestra y que nosotros seremos reyes con Él, por toda la eternidad; ha compartido todo con nosotros, pues quiso que fuésemos "sus coherederos". 

LOS ELEGIDOS EN EL CIELO. — De ahí se sigue que el augusto misterio de la Ascensión abierto hoy, se continúa en cada instante, hasta que después de haber subido a los cielos el último de los elegidos, el cuerpo místico del Emmanuel haya alcanzado su entero complemento. Considerad esta turba innumerable de almas santas que se apresura a seguirle en este día: nuestros primeros padres a la cabeza, los patriarcas, los profetas, los justos de todas las razas, que desde muchos siglos antes se estaban preparando para este triunfo. Cautivos no ha mucho en los limbos, brillantes ahora de esplendor, siguen con la rapidez del águila a quien sirven de corona en el triunfo. Son sus trofeos, al mismo tiempo que forman su corte en el trayecto de la tierra al cielo. Siguiéndoles con la vista exclamemos pues con el Salmista: "¡Reinos de la tierra, cantad al Señor, cantad a Dios que se eleva sobre los cielos de los cielos, hacia el Oriente!". 

Por su parte las milicias angélicas se agrupan delante de Cristo y entonces comienza el diálogo que oyó David, y que nos lo transmitió por adelantado. La legión innumerable que sigue y acompaña al Emmanuel exclama a los guardianes de la Jerusalén celeste: "¡Príncipes, levantad vuestras puertas!, puertas eternas, levantaos; el Rey de la gloria va a entrar." Y los Ángeles responden: "¿Y quién es este Rey de la gloria?"... "Es el Señor", responden los elegidos de la tierra, "el Señor fuerte y poderoso, el Señor poderoso en los combates"; como lo atestiguan las victorias que ha conseguido sobre Satanás, sobre la muerte y el infierno, las victorias de las cuales nosotros somos el dichoso trofeo. Después de otra interpelación que da lugar a exaltar por segunda vez sus grandezas, las puertas eternas se elevan, y el Cristo vencedor penetra en los cielos con su glorioso cortejo. 

No volverán ya más a cerrarnos el paso esas puertas eternas que han dado entrada a nuestro libertador: en lo cual se nos muestra la incomunicable grandeza del misterio de la Ascensión. Este misterio se abre hoy, Jesús lo ha inaugurado subiendo de la tierra al cielo, pero no lo ha clausurado; ha querido que fuese permanente, que se cumpliese en todos sus elegidos sucesivamente, ya suban del lugar de las expiaciones, ya se eleven de la tierra. Salve, pues, ¡oh glorioso misterio al cual has preparado tantos otros misterios término y cumplimiento del designio eterno de Dios! misterio que fue suspendido durante siglos por nuestra caída, pero que tomas hoy tu curso en el Emmanuel, para no interrumpirlo más que en el momento solemne en que la voz del Ángel exclame: "Se acabó el tiempo". Hasta entonces permaneces abierto para nosotros, y la esperanza de que tú concluirás en nosotros vive en nuestro corazón. 

PLEGARIA. — Dígnate permitirnos, oh Jesús, tomar para nosotros esta palabra que has dicho: "Voy a prepararos un lugar". Todo lo has dispuesto con este fin; y viniste al mundo para abrirnos el camino que tú mismo has franqueado hoy. La Iglesia, tu Esposa, nos manda que levantemos nuestras miradas; nos muestra el cielo abierto y el surco luminoso que trazan hasta nosotros las almas que suben a cada instante para unirse a ti. Nuestros pies se posan aún sobre la tierra; pero el ojo de nuestra fe te descubre en el término de esta senda, "al Hijo del hombre, sentado a la diestra del Padre eterno". ¿Pero cómo franquear el espacio que nos separa de ti? Nosotros no podemos, como tú, elevarnos por nuestra propia fuerza; es preciso que nos atraigas hacia ti. Tú lo has prometido  y nosotros esperamos ese momento. 

María, tu madre, que quiere permanecer aún con nosotros la espera también con sumisión y amor: la esperó en la fidelidad y en el trabajo, viviendo contigo sin verte aún. Danos, Señor, algo de esta fe y de este amor de nuestra madre común, para que podamos aplicarnos este dicho del Apóstol: "Ya somos salvos por la esperanza" . Así sucederá, si te dignas, según tu promesa, enviarnos tu Espíritu que esperamos con ardor; pues vendrá a confirmar en nosotros todo lo que la sucesión de tus misterios ha preparado ya, y a ser la prenda segura de nuestra ascensión gloriosa.


Año Litúrgico de Guéranger


 

jueves, 25 de mayo de 2017

26 de Mayo: VIERNES DE LA OCTAVA DE LA ASCENSIÓN. Del Año Litúrgico de Dom Guéranger.

LA VOCACIÓN DE LOS ÁNGELES Y DE LOS HOMBRES
 
He aquí que hemos llegado, por decirlo así, al punto culminante de la obra divina que sólo hoy aparece verdaderamente completa. Todos los días, en el santo Sacrificio, después de las palabras de la consagración, dirigiéndose la Iglesia a la majestad del Padre, expresa así el motivo de su confianza: "Teniendo pues presentes en el pensamiento, nosotros tus siervos y tu pueblo santo, la bienaventurada Pasión del mismo Cristo, tu Hijo y Señor nuestro, su Resurrección y también su gloriosa Ascensión a los cielos, te ofrecemos esta hostia pura, santa e inmaculada." No basta, pues, que el hombre se apoye en los méritos de la Pasión del Redentor que ha borrado nuestras iniquidades con su sangre; no le basta unirse al recuerdo de la Resurrección que ha dado a este divino Libertador la victoria sobre la muerte; el hombre no es salvado, ni restablecido, sino por la unión de estos dos misterios con un tercero, con el misterio de la triunfante Ascensión del que ha muerto y resucitado. Jesús, durante los cuarenta días de su vida gloriosa sobre la tierra, sigue siendo un ¡desterrado. Y nosotros también permanecemos desterrados como él, hasta que la puerta del cielo, cerrada por el pecado de Adán, se vuelva a abrir para él y para nosotros. 


En su inefable bondad, Dios no había llamado al hombre solamente a reinar sobre todos los seres que cubren la tierra; no le había destinado sólo a conocer la verdad en proporción a las necesidades de su naturaleza, a realizar el bien según las fuerzas de su vida moral, a rendir un lejano homenaje a su creador. Por un designio de su omnipotencia unida a su amor, Dios le había asignado un fin sobre su propia naturaleza. Inferior al Ángel y realizando en su ser la unión del espíritu y de la materia, el hombre estaba llamado al mismo fin que el Ángel. El cielo debía recibir al uno y al otro; uno y otro estaban llamados a encontrar eternamente su felicidad en la visión de Dios cara a cara, en la posesión íntima del soberano bien. 

La gracia, socorro divino y misterioso, debía hacerles aptos para el fin sublime que los había preparado gratuitamente la bondad de su creador. Tal era el pensamiento en el cual se había complacido Dios desde la eternidad: elevar hasta sí a estos hijos de la nada y verter sobre ellos, según la medida de su ser engrandecido, los torrentes de su amor y de su luz. 

Ya sabemos qué catástrofe apartó a algunos de los Ángeles en el camino de la bienaventuranza suprema. En el momento de la prueba que debía decidir la admisión de cada uno de ellos a la dicha sin fin se oyó un grito de rebelión. En todos los coros angélicos hubo rebeldes, espíritus que se negaron a rebajarse ante el mandato divino; pero su caída sólo les dañó a ellos mismos, y los espíritus fieles admitidos en recompensa a la visión y a la posesión del soberano bien, comenzaron su eterna felicidad. Dios se dignó admitir seres creados a gozar de su propia felicidad y los nuevos coros glorificados se dilataron bajo su eterna mirada. 

Creado más tarde, el hombre cayó también y su pecado rompió el lazo que le unía a Dios. La raza humana estaba representada entonces por un solo hombre y una sola mujer: todo se había, pues, hundido a la vez. Después de la falta, el cielo quedaba cerrado para siempre a nuestra raza; pues en su caída, Adán y Eva habían arrastrado a su posteridad, a la cual no podían transmitir un derecho que habían perdido. En lugar de este paso agradable por la tierra, al cual debía poner fin una dichosa ascensión hacia la morada eterna de la gloria, no nos quedaba más que una corta vida llena de dolores y, como perspectiva, la tumba donde nuestra carne salida del polvo, se vería reducida a polvo. En cuanto a nuestra alma, creada para la dicha sobrenatural a la cual no podía aspirar hubiera sido como para verse frustrada eternamente. El hombre había preferido la tierra; la habitaría durante algunos años, después de los cuales la dejaría a otros que desaparecerían igualmente hasta que Dios quisiese acabar con esta obra. 

LA REDENCIÓN. — Así habíamos nosotros merecido ser tratados; pero no fue tal, sin embargo, el fin de nuestra creación. A pesar del odio que Dios tiene al pecado, había destinado al hombre a gozar de los tesoros de su gloria, y no quiso derogar los designios de su sabiduría y de su bondad. No, la tierra no será un lugar en que el hombre nacerá para extinguirse al punto. Cuando haya llegado la plenitud de los tiempos, un hombre aparecerá aquí abajo, mas no el primero de una nueva creación, sino un hombre como nosotros, de nuestra raza, "nacido de mujer", como dice el Apóstol. Así, este hombre celeste y terrestre a la vez se asociará a nuestra desgracia; como nosotros, pasará por la muerte, y la tierra le guardará tres días en su seno. Pero se verá forzada a entregarle y, vivo, aparecerá ante los ojos deslumhrados de los otros hombres. Nosotros lo hemos visto y al sentir en nosotros mismos una "sentencia de muerte", nos alegramos de ver la carne de nuestra carne, la sangre de nuestra sangre obtener una tan hermosa victoria. 

Así, pues, las intenciones divinas no serán del todo frustradas. He aquí que la tierra presenta al Creador un segundo Adán que, habiendo vencido la muerte, no puede detenerse más aquí abajo. Es preciso que suba; y si la puerta del cielo está cerrada, es preciso que se abra para él. "Príncipes, levantad vuestras puertas; puertas eternas, levantaos, y el Rey de la gloria entrará". ¡Oh, si se dignase llevarnos tras Él! pues es nuestro hermano, y sabemos que sus "delicias fueron estar con los hijos de los hombres" Pero que suba, que su Ascensión sea desde hoy. Es la más pura sangre de nuestra raza, el hijo de una madre sin mancha que va a representarnos a todos en esta dichosa mansión que debemos habitar, la tierra le envía no es ya estéril desde el momento que le produjo; pues ha fructificado al fin para el cielo. ¿No parece que un rayo de luz ha descendido hasta el fondo de este valle de lágrimas, cuando las puertas del cielo se han levantado para abrirle paso? "Elévate, pues, oh Señor de los hombres, ¡levántate en tu poder, y nosotros sobre la tierra, cantaremos las grandezas de tu triunfo!'". Padre de los siglos, recibid a este dichoso hermano que vuestros desgraciados hijos os envían. 

A pesar de lo maldita que parecía ser, "la tierra ha dado su fruto". Oh, si nos fuese permitido ver en él las primicias de una cosecha más abundante digna de tu majestad, entonces nos atreveríamos a pensar que ese día es aquel en que entras en posesión de tu obra primitiva.


Año Litúrgico de Guéranger


 

miércoles, 24 de mayo de 2017

LA ASCENSION DE NUESTRO SEÑOR. Del Año Litúrgico de Dom Guéranger.

La inefable sucesión de los misterios del Hombre-Dios está a punto de recibir su último complemento. Pero el gozo de la tierra ha subido hasta los cielos; las jerarquías angélicas se disponen a recibir al jefe que les fue prometido, y sus príncipes están esperando a las puertas, prestos a levantarlas cuando resuene la señal de la llegada del triunfador. Las almas santas, libertadas del limbo hace cuarenta días, aguardan el dichoso momento en que el camino del cielo, cerrado por el pecado, se abra para que puedan entrar ellas en pos de su Redentor. La hora apremia, es tiempo que el divino Resucitado se muestre y reciba los adioses de los que le esperan hora por hora y a quienes Él dejará aún en este valle de lágrimas.


EN EL CENÁCULO. — Súbitamente aparece en medio del Cenáculo. El corazón de María ha saltado de gozo, los discípulos y las santas mujeres adoran con ternura al que se muestra aquí abajo por última vez. Jesús se digna tomar asiento en la mesa con ellos; condesciende hasta tomar parte aún en una cena, pero ya no con el fin de asegurarles su resurrección, pues sabe que no dudan; sino que en el momento de ir a sentarse a la diestra del Padre, quiere darles esta prueba tan querida de su divina familiaridad. ¡Oh cena inefable, en que María goza por última vez en este mundo del encanto de sentarse al lado de su Hijo, en que la Iglesia representada por los discípulos y por las santas mujeres está aún presidida visiblemente por su Jefe y su Esposo! 


¿Quién podría expresar el respeto, el recogimiento, la atención de los comensales y describir sus miradas fijas con tanto amor sobre el Maestro tan amado? Anhelan oír una vez más su palabra; ¡les será tan grata en estos momentos de despedida!... Por fin Jesús comienza a hablar; pero su acento es más grave que tierno. Comienza echándoles en cara la incredulidad con que acogieron la noticia de su resurrección. En el momento de confiarles la más imponente misión que haya sido transmitida a los hombres, quiere invitarles a la humildad. Dentro de pocos días serán los oráculos del mundo, el mundo creerá sus palabras y creerá lo que él no ha visto, lo que sólo ellos han visto. 


La fe pone a los hombres en relación con Dios; y esta fe no la han tenido, desde el principio, ellos mismos: Jesús quiere recibir de ellos la última reparación por su incredulidad pasada, a fin de establecer su apostolado sobre la humildad. 


LA EVANGELIZACIÓN DEL MUNDO. Tomando enseguida el tono de autoridad que a él sólo conviene, les dice: "Id al mundo entero, predicad el Evangelio a toda creatura. El que crea y se bautice, se salvará; el que no crea, se condenará". Y esta misión de predicar el Evangelio en el mundo entero; ¿cómo la cumplirán? ¿Por qué medio tratarán de acreditar su palabra? Jesús se lo indica: "He aquí los milagros que acompañarán a los que creyeren: arrojarán los demonios en mi nombre; hablarán nuevas lenguas; tomarán las serpientes con la mano; si bebieren algún veneno, no les dañará; impondrán sus manos sobre los enfermos, y los enfermos sanarán".


Quiere que el milagro sea el fundamento de su Iglesia como Él mismo lo escogió para que fuese el argumento de su misión divina. La suspensión de las leyes de la naturaleza anuncia a los hombres que el autor de la naturaleza va a hablar; a ellos sólo les toca entonces escuchar y someterse humildemente. 


He aquí pues a estos hombres desconocidos del mundo, desprovistos de todo medio humano, investidos de la misión de conquistar la tierra y de hacer reinar en ella a Jesucristo. El mundo ignora hasta su existencia; sobre su trono, Tiberio, que vive entre el pavor de las conjuraciones no sospecha en absoluto esta expedición de un nuevo género que va a abrirse y llegará a conquistar al imperio romano. Pero a estos guerreros les hace falta una armadura, y una armadura de temple celestial. Jesús les anuncia que están para recibirla. "Quedaos en la ciudad, les dice, hasta que hayáis sido revestidos de el poder de lo alto". ¿Cuál es, pues, esta armadura? Jesús se lo va a explicar. Les recuerda la promesa del Padre, "esta promesa, dice, que habéis oído de mi boca. Juan ha bautizado en agua; pero vosotros, dentro de pocos días, seréis bautizados en el Espíritu Santo". 


HACIA EL MONTE DE LOS OLIVOS. — Pero la hora de la separación ha llegado. Jesús se levanta y todos los asistentes se disponen a seguir sus pasos. Ciento veinte personas se encontraban reunidas allí con la madre del triunfador que el cielo reclamaba. El Cenáculo estaba situado sobre el monte Sión, una de las colinas que cerraba el cerco de Jerusalén. El cortejo atraviesa una parte de la ciudad, dirigiéndose hacia la puerta oriental que se abre sobre el valle de Josafat. Es la última vez que Jesús recorre las calles de la ciudad réproba. Invisible en adelante a los ojos de este pueblo que ha renegado de Él, avanza al frente de los suyos, como en otro tiempo la columna luminosa que dirigió los pasos del pueblo israelita. 


¡Qué bella e imponente es esta marcha de María, de los discípulos y de las santas mujeres, en pos de Jesús que no debe detenerse más que en el cielo, a la diestra del Padre! La piedad de la edad media la celebraba en otro tiempo por una solemne procesión que precedía a la Misa de este gran día. Dichosos siglos, en que los cristianos deseaban seguir cada uno de los pasos del Redentor y no sabían contentarse, como nosotros, de algunas vagas nociones que no pueden engendrar más que una piedad vaga como ellas. 


LA ALEGRÍA DE MARÍA.-—Se pensaba también entonces en los sentimientos que debieron ocupar el corazón de María durante los últimos instantes que gozó de la presencia de su hijo. Se preguntaba qué era lo que más pesaba en su corazón maternal, si la tristeza de no ver más a Jesús, o la dicha de sentir que iba por fin a entrar en la gloria que le era debida. La respuesta venía al punto al pensamiento de esos verdaderos cristianos, y nosotros también, nos la damos a nosotros mismos. ¿No había dicho Jesús a sus discípulos: "¿Si me amaseis, os alegraríais de que fuese a mi Padre?". Ahora bien, ¿quién amó más a Jesús que María? 


El corazón de la madre estaba pues alegre en el momento de este inefable adiós. María no podía pensar en sí misma, cuando se trataba del triunfo debido a su hijo y a su Dios. 


Después de las escenas del Calvario, podía ella aspirar a otra cosa que a ver al fin glorificado al que ella conocía por el soberano Señor de todas las cosas, al que ella había visto tan pocos días antes, negado, blasfemado, expirando en medio de los dolores más atroces. 


El cortejo ha atravesado el valle de Josafat y ha pasado el torrente del Cedrón; se dirige por la pendiente del monte de los Olivos. ¡Qué recuerdos vienen a la memoria! Este torrente, del que el Mesías había bebido el agua fangosa en sus humillaciones, se ha convertido hoy para Él en el camino de la gloria. Así lo había anunciado David. Se deja a la izquierda el huerto que fue testigo de la Agonía, la gruta en que fue presentado a Jesús y aceptado por Él el cáliz de todas las expiaciones del mundo. Después de haber franqueado un espacio que San Lucas calcula como el que les era permitido recorrer a los judíos en día de Sábado, se llega al terreno de Betania a esta aldea en que Jesús buscaba la hospitalidad de Lázaro y de sus hermanas. Desde este rincón del monte de los Olivos se dominaba Jerusalén que aparecía majestuosa con su templo y sus palacios. 


Esta vista emocionó a los discípulos. La patria terrestre hace aún palpitar el corazón de estos hombres; por un momento olvidan la maldición pronunciada sobre la ingrata ciudad de David, y parecen no acordarse ya de que Jesús acaba de hacerles ciudadanos y conquistadores del mundo entero. El delirio de la grandeza mundana de Jerusalén les ha seducido de repente y osan preguntar a Jesús su Maestro: "Señor, ¿es este el momento en que establecerás el reino de Israel?" 


Jesús responde a esta pregunta indiscreta: "No os pertenece saber los tiempos y los momentos que el Padre ha reservado a su poder." Estas palabras no quitaban la esperanza de que Jerusalén fuese un día reedificada por Israel convertido al cristianismo; pues este restablecimiento de la ciudad de David no debía tener lugar más que al fin de los tiempos, y no era conveniente que el Salvador diese a conocer el secreto divino. La conversión del mundo pagano, la fundación de la Iglesia, era lo que debía preocupar a los discípulos. Jesús les lleva inmediatamente a la misión que les dió momentos antes: "Vais a recibir, les dice, el poder del Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea y Samaría y hasta los confines de la tierra". 


LA ASCENSIÓN AL CIELO. — Según una tradición que remonta a los primeros siglos del cristianismo, era el medio día la hora en que Jesús fue elevado sobre la cruz cuando, dirigiendo sobre la concurrencia una mirada de ternura que debió detenerse con complacencia filial sobre María, elevó las manos y les bendijo a todos. En este momento sus pies se desprendieron de la tierra y se elevó al cielo. 


Los asistentes le seguían con la mirada; pero pronto entró en una nube que le ocultó a sus ojos. Los discípulos tenían aún los ojos fijos en el cielo, cuando, de repente, dos Ángeles vestidos de blanco se presentaron ante ellos y les dijeron: "Varones de Galilea, ¿porqué estáis mirando al cielo? Ese Jesús que os ha dejado para elevarse al cielo vendrá un día de la misma manera que le habéis visto subir". Del mismo modo que el Salvador ha subido, debe el Juez descender un día: todo el futuro de la Iglesia está comprendido en estos dos términos. Nosotros vivimos ahora bajo el régimen del Salvador; pues nos ha dicho que "el hijo del hombre no ha venido para juzgar al, mundo, sino para que el mundo sea por Él salvado". Y con este fin misericordioso los discípulos acaban de recibir la misión de ir por toda la tierra y de convidar a los hombres a la salvación, mientras tienen tiempo.


¡Qué inmensa es la tarea que Jesús les ha confiado, y en el momento en que van a dar comienzo a ella Jesús les abandona! Les es preciso descender solos del monte de los Olivos de donde ha partido Él para el cielo, Su corazón, sin embargo, no está triste; tienen con ellos a María, y la generosidad de esta madre incomparable se comunica a sus almas. Aman a su Maestro; su dicha en adelante consistirá en pensar que ha entrado en su descanso.


Los discípulos entraron de nuevo en Jerusalén "llenos de una viva alegría", nos dice S. Lucas, expresando por esta sola palabra uno de los caracteres de esta fiesta de la Ascensión, impregnada de una tan dulce melancolía, pero que respira al mismo tiempo más que cualquier otra alegría y el triunfo. Durante su Octava, intentaremos penetrar los misterios y presentarla en toda su magnificencia; hoy nos limitaremos a decir que esta solemnidad es el cumplimiento de todos los misterios del Redentor y que ha consagrado para siempre el jueves de todas las semanas, día tan augusto por la institución de la santa Eucaristía. 


RITOS ANTIGUOS. — Hemos hablado de la procesión solemne por la cual se celebraba, en la edad media, la partida de Jesús y de sus discípulos al monte de los Olivos; debemos recordar también que en este día se bendecía solemnemente el pan y los frutos nuevos, en memoria de la última comida que el Salvador tomó en el Cenáculo. Imitemos la piedad de estos tiempos en que los cristianos tenían a pecho el recoger los menores rasgos de la vida del Hombre-Dios y de apropiárselos, por decirlo así, reproduciendo en su modo de vivir todas las circunstancias que el santo Evangelio les revelaba. Jesucristo era verdaderamente amado y adorado en esos tiempos en que los hombres se acordaban sin cesar que es el soberano Señor. Actualmente, es el hombre quien reina con sus peligros y riesgos. Jesucristo es rechazado en lo íntimo de la vida privada. Y por tanto, tiene derecho a ser nuestra preocupación de todos los días y de todas las horas. 


Los Ángeles dijeron a los Apóstoles: "Del mismo modo que le habéis visto subir, así bajará un día." ¡Ojalá le hubiésemos amado y servido durante su ausencia con suficiente diligencia, para que pudiésemos soportar sus miradas cuando aparezca! 


MISA 


La Iglesia romana señala hoy para la Estación la basílica de San Pedro. Es un bello pensamiento el de reunir en tal día la asamblea de fieles alrededor de la tumba de uno de los principales testigos de la Ascensión de su Maestro. 


En esta basílica, como en las Iglesias más humildes de la cristiandad, el símbolo litúrgico de la fiesta es el Cirio pascual, que vimos brillar en la noche de la Resurrección, y que estaba destinado a figurar, por su luz de cuarenta días, la duración de la estancia del Señor Resucitado en medio de los que él se dignó llamar sus hermanos, Las miradas de los fieles reunidos se fijan con complacencia sobre su llama que parece brillar con una luz más viva, á medida qué se aproxima el instante en que será apagada. Bendigamos a nuestra madre la Iglesia a quien el Espíritu Santo ha inspirado el arte de instruirnos por medio de tantos símbolos, y glorifiquemos al Hijo de Dios que nos ha dicho: "Yo soy la luz del mundo". 


El Introito anuncia la gran solemnidad por la cual nos congregamos. Está compuesto por las palabras dichas por los Ángeles a los Apóstoles sobre el monte de los Olivos. Jesús ha subido a los cielos, pero, descenderá un día. 


INTROITO 


Varones de Galilea, ¿por qué os admiráis mirando el cielo? aleluya: como le habéis visto ascendiendo al cielo, así vendrá, aleluya, aleluya, aleluya. Salmo: Todos los pueblos aplaudid con las manos: cantad a Dios con voces de júbilo. 
 V. Gloria al Padre. 


La Iglesia, recogiendo las súplicas de sus hijos en la Colecta, pide para ellos a Dios la gracia de tener sus corazones unidos al divino Redentor, a quien deben, buscar en adelante, en el cielo, donde ha subido el primero. 


COLECTA 


Suplicámoste, oh Dios omnipotente, hagas que, los que creemos que tu Unigénito, nuestro Redentor, ascendió hoy a los cielos, habitemos también con nuestra mente en los cielos. Por el mismo Señor. 


EPÍSTOLA 


Lección de los Hechos de los Apóstoles


El primer tratado que he hecho, oh Teófilo, habla de todo lo que comenzó a obrar y enseñar Jesús, hasta el día en que instruyendo por el Espíritu Santo a los Apóstoles que escogió, fue arrebatado: a los cuales se presentó El mismo vivo después de su pasión con muchas pruebas, apareciéndose a ellos durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios. Y, comiendo con ellos, les ordenó que no se marcharan de Jerusalén, sino que esperaran la promesa del Padre, la que habéis oído (dijo) de mi boca: Porque Juan bautizó ciertamente con agua, pero vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo no muchos días después de estos. Entonces los que se habían reunido, le preguntaron, diciendo: Señor, ¿restaurarás el reino de Dios en este tiempo? Y les dijo: No toca a vosotros saber los tiempos o el momento que el Padre ha puesto en su potestad: pero recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén y en toda Judea, y en Samaría y hasta el fin de la tierra, y habiéndo dicho esto, viéndole ellos, se elevó, y una nuve lo arrebató de sus ojos. Y, estando mirando cómo Él se iba al cielo, he aquí que dos varones se pusieron a su lado, con vestidos blancos y les dijeron: Varones Galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Ese Jesús, que se ha elevado de vosotros al cielo, así vendrá, como le habéis visto ir al cielo. 


JESÚS SUBE AL CIELO. — Acabamos de asistir, siguiendo este relato, a la partida del Emmanuel a los cielos. ¿Hay algo más tierno que la mirada de los discípulos fija sobre su Maestro que se eleva al cielo bendiciéndoles? Pero una nube viene a interponerse entre Jesús y ellos, y sus ojos impregnados de lágrimas han perdido la huella de su paso. Están solos ya en el monte; Jesús les ha ocultado su presencia visible. ¡Cuán pesada les sería la estancia en este mundo, si su gracia no les sostuviese, si el Espíritu divino no estuviese a punto de bajar sobre ellos y de crear en ellos un nuevo ser! Solo en el cielo volverán a ver a quien, siendo Dios, se dignó ser su Maestro durante tres años y que, en la última Cena, quiso llamarles sus amigos. 


Pero no sólo ellos lo lamentan. Esta tierra que recibía temblando de gozo la huella de los pasos del Hijo de Dios, no será ya pisada por sus sagrados pies. Ha perdido esta gloria que esperó tanto tiempo, la gloria de servir de habitación a su autor. Las naciones esperan un Libertador; pero, fuera de Judea y Galilea, los hombres ignoran que ha venido el libertador y ha subido a los cielos. La obra de Jesús, no se ceñirá a estas regiones. El género humano conocerá que ha venido; y, en cuanto a su Ascensión al cielo en ese día, escuchad la voz de la Iglesia que resuena en las cinco partes del mundo y proclama el triunfo del Emmanuel. Diez y nueve siglos han transcurrido desde su partida, y nuestra despedida llena de respeto y de amor se une a la que le dirigieron sus discípulos, cuando subía al cielo. También nosotros lloramos su ausencia; pero nos regocijamos de verle glorificado, coronado y sentado a la diestra de su Padre. Has entrado en tu reposo, Señor; nosotros, a quienes redimiste y conquistaste te adoramos en tu trono. Bendícenos, llévanos a ti, y dígnate hacer que tu última venida sea nuestra esperanza y no nuestro temor. 


Los últimos versillos del Aleluya repiten los acentos de David cuando ensalzaba de ante mano a Cristo que sube en su gloria, las aclamaciones de los Ángeles, los ruidosos sonidos de las trompetas celestiales, el magnífico trofeo que el vencedor arrastra tras de sí en esos dichosos cánticos que ha extraído del limbo. 


ALELUYA 


Aleluya, aleluya. V. Ascendió Dios con júbilo, y el Señor con clamor de trompeta.
Aleluya. V. El Señor, como en el Sinaí, así está én el santuario: subiendo a lo alto, llevó cautiva a la cautividad. Aleluya.

EVANGELIO 


Continuación del santo Evangelio según San Marcos



En aquel tiempo, estando los once discípulos sentados a la mesa, se apareció a ellos Jesús: y les reprochó su incredulidad y su dureza de corazón: porque no creyeron a los que le habían visto resucitado. Y díjoles: Yendo por todo el mundo, predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado se salvará: pero el que no creyere se condenará. Y, a los que creyeren les seguirán estas señales: en mi nombre lanzarán los demonios: hablarán lenguas nuevas: quitarán las serpientes: y si bebieren algo mortífero, no les hará daño: pondrán las manos sobre los enfermos, y sanará. Y el Señor Jesús, después que les habló, fue arrebatado al cielo, y está sentado a la diestra de Dios. Y ellos, partiendo, predicaron por doquier, cooperando con ellos el Señor, y confirmando la palabra con las señales que se sigan. 


DESEAR A CRISTO. — Después de haber acabado el diácono estas palabras, un acólito sube al ambón, y apaga el Cirio que nos recordaba la presencia de Jesús resucitado. Este rito expresivo anuncia el comienzo de la viudez de la Iglesia y advierte a nuestras almas que para contemplar en lo sucesivo a nuestro Salvador, nos es preciso mirar al cielo donde él reside. ¡Qué rápido ha sido su paso por aquí abajo! ¡qué de generaciones se han sucedido! ¡qué de generaciones se sucederán aún hasta que se muestre de nuevo! 


Lejos de él, la Santa Iglesia siente las tristezas del destierro; sigue sin embargo habitando este valle de lágrimas; porque de la tierra ha de elevar al cielo a los hijos que la ha dado su Esposo divino por medio de su Espíritu; pero le falta la vista de Jesús y si somos cristianos, también a nosotros nos debe faltar. "¡Oh, cuándo llegará el día en que revestidos de nuevo con nuestra carne, nos lancemos al cielo al encuentro del Señor, para morar con El eternamente"! Entonces, y solamente entonces, alcanzaremos el fin para el que fuimos creados. 


Todos los misterios del Verbo encarnado que hemos celebrado hasta aquí debían desembocar en la Ascensión; las gracias que recibimos día por día deben terminarse con la nuestra. "Este mundo no es más que una sombra que pasa". Y estamos en camino para irnos a juntarnos con nuestro Jefe. En Él está nuestra vida, nuestra felicidad; en vano trataremos de buscarla en otra parte. Todo lo que hos acerca a Jesús es bueno para nosotros; todo lo que nos aleja de Él es malo y funesto. El misterio de la Ascensión es el último destello que Dios hace brillar ante nuestros ojos para mostrarnos el camino. Si nuestro corazón aspira a encontrar a Jesús, es que vive la verdadera vida; si está apegado a las criaturas y no siente atracción de Jesús, imán celestial, es que está muerto. 


Levantemos, pues, los ojos como los discípulos y sigamos con el deseo a aquel que sube hoy para prepararnos un lugar. ¡Arriba los corazones! "¡Sursum corda!" Tal es el grito de despedida que nos envían nuestros hermanos que suben en pos del divino Triunfador: es el grito de los santos Ángeles congregados ante el Emmanuel, y que nos invitan a formar parte de sus filas. 


Para Antífona del Ofertorio, la Iglesia emplea las mismas palabras que para el primer aleluya. Sólo expresa un pensamiento: el triunfo de su Esposo, la alegría del cielo en la cual quiere que tomen parta también los habitantes de la tierra. 


OFERTORIO 


Ascendió Dios en el júbilo, y el señor al son de trompeta, aleluya. 


Entrar en pos de Jesús en la vida eterna, evitar los obstáculos que pueden encontrarse en el camino, tales deben ser nuestros deseos en este día, tal es también la petición que la Iglesia formula en la oración Secreta. 


SECRETA 


Recibe, Señor, los dones que te ofrecemos, por la gloriosa Ascensión de tu Hijo: y concede propicio, que seamos libres de los peligros presentes, y lleguemos a la vida eterna. Por Jesucristo. 


PREFACIO 


Es verdaderamente digno y justo, equitativo y saludable que, siempre y en todo lugar, te demos gracias a ti. Señor santo. Padre omnipotente, eterno Dios: por Cristo, nuestro Señor. El cual, después de su resurrección, se apareció claramente a todos sus discípulos, y, viéndole ellos, se elevó al cielo, para hacernos a nosotros partícipes de su divinidad. Y, por tanto, con los Ángeles y los Arcángeles, con los Tronos y las Dominaciones, y con toda la milicia del ejército celesté, cantamos el himno de tu gloria, diciendo sin cesar: Santo, Santo, Santo, etc. 


Un nuevo versículo de David forma parte de la Antífona de la Comunión. El rey-profeta anuncia en él, mil años antes que el Emmanuel se elevara a los cielos por el Oriente. En efecto, del monte de los Olivos situado al Este de Jerusalén hemos visto hoy partir a Jesús para el reino de su Padre. 


COMUNIÓN


Cantad salmos al Señor, que asciende a lo más alto de los cielos, hacia el Oriente, aleluya. El pueblo fiel acaba de sellar su alianza con su divino Jefe participando del augusto Sacramento; la Iglesia pide a Dios que este misterio, que contiene a Jesús invisible en adelante, obre en nosotros lo que expresa al exterior. 


POSCOMUNIÓN 


Concédenos te rogamos, oh Dios omnipotente y misericordioso, sentir el efecto invisible de los Misterios visibles que acabamos de recibir. Por N. S. Jesucristo. 


MEDIODÍA


Una tradición de los primeros siglos y confirmada por las revelaciones de los santos, nos dice que la hora de la Ascensión del Salvador fue la del mediodía. Los Carmelitas reformados por Santa Teresa honran con un culto particular este piadoso recuerdo. A la hora expresada. Se reúnen en el coro para vacar en la contemplación del último de los misterios de Jesús y seguir con el pensamiento y con el corazón al Emmanuel a la altura que le lleva su vuelo divino.


Sigámosle también nosotros; pero antes de fijar nuestras miradas en el radiante medio día que ilumina su triunfo, volvamos un momento con el pensamiento al punto de partida. A media noche apareció en medio de tinieblas, en el establo de Belén. Esta hora nocturna y silenciosa convenía al comienzo de su misión. Su obra entera estaba ante Él, y debían transcurrir treinta y tres para cumplirla. Esta misión se desarrolló año tras año; día tras día, y estaba cercana a su fin, cuando los hombres, en su malicia, se apoderaron de Él y le clavaron en una cruz. A medio día apareció elevado en los aires; pero su Padre no quiso que el sol iluminara lo que era una humillación y no un triunfo. Densas tinieblas cubrieron la tierra, este día no tuvo mediodía. Cuando el sol reapareció, era ya la hora de Nona. Tres días después, salía de la tumba al alborear de la aurora. 


Hoy su obra está consumada. Jesús ha pagado con su sangre el rescate de nuestros pecados, ha vencido la muerte resucitando glorioso; ¿no tiene derecho de escoger para su partida la hora en que el sol, su imagen, vierte todo su fuego e inunda con su luz la tierra cuyo Redentor va a cambiar por el cielo? ¡Salve, pues, hora del medio día, dos veces sagrada, porque tú nos recuerdas todos los días la misericordia y la victoria de nuestro Emmanuel! ¡Gloria a ti por la doble aureola que llevas: la salvación del hombre por medio de la cruz, y la entrada del hombre en el reino de los cielos! 


Pero ¿no eres Tú mismo el Medio día de nuestras almas, ¡oh Jesús, Sol de justicia!? ¿Dónde encontraremos esta plenitud de luz a la cual aspiramos, este ardor de amor eterno que únicamente él puede hacernos dichosos, sino en ti que has venido aquí abajo a iluminar nuestras tinieblas y derretir nuestros hielos? Con esta esperanza, escuchamos las melodiosas palabras de Gertrudis tu fiel esposa y pedimos la gracia de poder un día repetirlas con ella: "¡Oh amor, de medio día cuyo ardor es tan dulce, eres la hora del reposo sagrado, la paz entera que se gusta en ti constituye nuestras delicias! ¡Oh Amado, escogido sobre toda creatura, hazme saber, muéstrame el lugar en que apacientas tu rebaño, y descansas a la hora del medio día! Mi corazón se inflama pensando en tus dulces ocios en este momento. ¡Oh si me fuese dado acercarme a ti de modo que no sólo estuviese cerca de ti, sino en ti! Por tu influencia, oh Sol de Justicia, todas las flores de las virtudes florecerían en mí que no soy más que polvo y ceniza. Fecundada por tus rayos, oh Maestro y Esposo, mi alma produciría los nobles frutos de la perfección. Arrebatada de este valle de miseria y admitida a contemplar tu faz tan deseada, mi dicha eterna será pensar que no te has desdeñado, oh espejo sin mancha, unirte a una pecadora como yo". 


TARDE 


PLEGARIA.— ¡Oh nuestro Emmanuel! finalmente has llegado al término de tu obra y hoy mismo te vemos entrar en tu reposo. Al comienzo del mundo, empleaste seis días para disponer todas las partes del Universo creado por tu poder; después de lo cual entraste en tu descanso. Más tarde, cuando resolviste levantar tu obra caída por la malicia del ángel rebelde, tu amor te hizo pasar, durante treinta y tres años, por una sucesión sublime de actos por medio de los cuales se obraron nuestra redención y nuestro restablecimiento en el grado de santidad y de gloria del que habíamos caído. 


No olvidaste nada, oh Jesús, de lo que había sido propuesto en los consejos de la Trinidad, ni de lo que los Profetas habían anunciado de ti. Tu Ascensión concluye la misión que has cumplido en tu misericordia. Por segunda vez entras en tu descanso; pero entras con toda la naturaleza humana, llamada en adelante, a tomar parte en honores divinos.


Ya forman parte en las filas de los coros angélicos los justos de nuestra raza que has sacado del limbo, pues, al marcharte nos dijiste: "Voy a prepararos un lugar".


Confiados en tu palabra, resueltos a seguirte en todos tus misterios que has cumplido sólo por nosotros, a acompañarte en la humildad de Belén, en la participación de los dolores del Calvario, en la resurrección de Pascua y aspiramos a imitarte también, cuando llegue la hora, en tu triunfante Ascensión. Entretanto, nos unimos a los coros de los Apóstoles que saludan tu llegada, a nuestros Padres cuya multitud te acompaña y te sigue.


Fija tu mirada en nosotros, ¡oh divino Pastor! no ha llegado aún el momento de juntarnos. 


Guarda a tus ovejas y ten cuidado que no se extravíe ninguna ni sea ingrata a tus cuidados. Conociendo nuestro fin y firmes en el amor y la meditación de los misterios que nos han conducido al de hoy, tomamos a éste como objeto de nuestra espera y el término de nuestros deseos. Constituye el fin de tu venida a este mundo, por medio de la cual descendiendo tú hasta nuestra bajeza, nos ensalzaste hasta hacernos partícipes de tu grandeza, y haciéndote hombre nos hiciste dioses a nosotros.


¿Pero qué haríamos aquí abajo hasta que nos juntásemos contigo, si la Virtud del Altísimo que nos habéis prometido no descendiese pronto sobre nosotros, si no nos diese paciencia en el destierro, fidelidad en la ausencia y el amor suficiente para sostener un corazón que suspira por poseerte? ¡Ven, pues, oh Espíritu divino! No nos dejes languidecer, a fin de que nuestra mirada permanezca fija en el cielo donde Jesús reina y nos espera, y no permitas que el mortal sea tentado, en su cansancio, a arrastrarse por un mundo terrestre en el cual Jesús no se dejará ver en adelante.


Año Litúrgico de Guéranger