lunes, 31 de julio de 2017

01 de agosto SAN PEDRO AD VINCULA (EN CADENAS) Vidas de los Santos de A. Butler

(Siglo I P. C.) - En la vida de Santiago el Mayor se cuenta que Herodes Agripa, después de haber mandado matar al Apóstol para ganarse al pueblo, trató de congraciarse más y encarceló a San Pedro. El tirano tenía la intención de condenar a muerte al Príncipe de los Apóstoles después de la fiesta de la Pascua. La Iglesia entera se puso en oración para pedir a Dios que salvase de la muerte al Supremo Pastor. Por su parte, Herodes tomó todas las precauciones posibles para impedir que se escapase el prisionero, pues ya con anterioridad, los Apóstoles habían sido puestos en libertad por un ángel. San Pedro, perfectamente sereno y resignado a la voluntad de Dios, dormía en la noche anterior al día en que debía comparecer ante el pueblo, cuando Dios decidió salvarle de manos de sus enemigos. San Pedro dormía entre dos soldados a los que estaba encadenado. La prisión se iluminó de pronto, y un ángel despertó a San Pedro, tocándole en el costado. El mensajero de Dios dio al Apóstol la orden de levantarse, echarse la capa sobre los hombros, calzarse las sandalias y seguirle. Las cadenas cayeron de las manos de San Pedro, quien, pensando que se trataba de un sueño, se levantó y siguió al ángel. Juntos atravesaron las dos puertas de las celdas, y la puerta de hierro de la prisión, que daba a la calle se abrió sola. El ángel acompañó al Apóstol por una calle y desapareció repentinamente. Hasta entonces, San Pedro había creído que soñaba, pero en aquel momento comprendió que el Señor había enviado realmente a un ángel para que le salvase de las manos de Herodes y de la hostilidad de los judíos. Inmediatamente se dirigió a la casa de María, la madre de Juan Marcos, donde algunos de los discípulos se hallaban en oración por él. Abrió la puerta una mujer, la cual, oyendo la voz de Pedro, corrió a anunciar a los otros que el Apóstol estaba ahí. Los discípulos creyeron que Dios les había enviado al ángel de Pedro, hasta que el Apóstol les refirió lo sucedido. "Después de informarse acerca de la suerte de Santiago y de los demás Apóstoles, San Pedro se retiró a un sitio más seguro. Al día siguiente, Agripa condenó a muerte a los guardias, pensando que por su negligencia o connivencia eran culpables de la fuga del Apóstol.

El propio de la misa y del oficio de hoy hace pensar que se trata de la celebración del suceso que acabamos de narrar. Sin embargo, la fiesta conmemoraba originalmente la dedicación de una iglesia de San Pedro y San Pablo en la colina Esquilina. El Martirologio de Jerónimo dice a este propósito: "En Roma, la dedicación de la primera iglesia que se construyó en honor del bienaventurado Pedro." Tal afirmación es errónea, ya que el nombre de "titulus apostolorum" no se dio a esa parroquia sino hasta fines del siglo IV y se refería también a San Pablo, como lo prueban las inscripciones. La iglesia fue reconstruida y consagrada por el Papa San Sixto III, entre los años 432 y 440, con el nombre de "titulus Eudoxiae", en honor de la princesa bizantina que tanto había contribuido a la reconstrucción. Dicha iglesia no recibió el nombre de "San Pedro ad Vincula" sino hasta un siglo más tarde. El título hacía alusión a las cadenas que sujetaron al Apóstol en Roma y que se conservaban ahí. Posteriormente, se confundió esa reliquia con las cadenas que había llevado San Pedro en Jerusalén, y se inventó la leyenda de que la emperatriz envió de Jerusalén a Roma una de aquellas cadenas que se soldó milagrosamente con la que ya estaba ahí desde antes. La leyenda citada figura en el segundo nocturno de los maitines de la fiesta. El Papa Benedicto XIV tenía la intención de cambiar ese nocturno.
Antiguamente se celebraba en algunas Iglesias una misa en acción de gracias por los frutos de la cosecha y se bendecía el pan y la harina. Según el testimonio de los libros litúrgicos, los griegos y los latinos acostumbraban bendecir en este día o el 6 de agosto las uvas de la cosecha del año.
La fiesta de San Pedro ad Vincula fue suprimida del Calendario de la iglesia conciliar por un Motu Proprio de Juan XXIII, del 25 de julio de 1960.
Ver H. Grisar, Geschichte Roms und der Pápstum, vol. I, p. 190, y el artículo del mismo autor en Civilta Cattolica, vol. III (1898), pp. 204-221; J. P. Kirsch, Die römischen Titelkirchen, pp. 45-52; y CMH., pp. 409 ss.

domingo, 30 de julio de 2017

31 de julio SAN IGNACIO DE LOYOLA, CONFESOR Vidas de los Santos de A. Butler

1556 P. C.) - San Ignacio nació probablemente en 1491, en el castillo de Loyola, en Azpeítia, población de Guipúzcoa, cerca de los Pirineos. Su padre, don Bertrán, era señor de Oñaz y de Loyola, jefe de una de las familias más antiguas y nobles de la región. Y no era menos ilustre el linaje de su madre, doña Marina Sáenz de Licona y Balda. Iñigo (pues ése fue el nombre que recibió el santo en el bautismo) era el más joven de los ocho hijos y tres hijas de la noble pareja. Iñigo luchó contra los franceses en el norte de Castilla. Pero su breve carrera militar terminó abruptamente el 20 de mayo de 1521, cuando una bala de cañón le rompió la pierna, durante la lucha en defensa del castillo de Pamplona. Después de que Iñigo fue herido, la guarnición española capituló.

Los franceses no abusaron de la victoria y enviaron al herido en una litera al castillo de Loyola. Como los huesos de la pierna soldaron mal, los médicos juzgaron necesario quebrarlos nuevamente. Iñigo soportó estoicamente la bárbara operación, pero, como consecuencia, tuvo un fuerte ataque de fiebre con ciertas complicaciones, de suerte que los médicos pensaron que el enfermo moriría antes del amanecer de la fiesta de San Pedro y San Pablo. Sin embargo, Iñigo sobrevivió y empezó a mejorar, aunque la convalescencia duró varios meses. No obstante la operación, la rodilla rota presentaba todavía una deformidad. Iñigo insistió en que los cirujanos cortasen la protuberancia y, pese a que éstos le advirtieron que la operación sería muy dolorosa, no quiso que le atasen ni le sostuviesen y soportó la despiadada carnicería sin una queja. Para evitar que la pierna derecha se acortase demasiado, permaneció varios días con ella estirada mediante unas pesas. Con tales métodos, nada tiene de extraño que haya quedado cojo para el resto de su vida.
Con el objeto de distraerse durante la convalescencia, Iñigo pidió algunos libros de caballería, a los que siempre había sido muy afecto. Pero lo único que se encontró en el castillo de Loyola fue una historia de Cristo y un volumen con vidas de santos. Iñigo los comenzó a leer para pasar el tiempo, pero poco a poco empezó a interesarse tanto que pasaba días enteros dedicado a la lectura. Y se decía: «Si esos hombres estaban hechos del mismo barro que yo, también yo puedo hacer lo que ellos hicieron». Inflamado por el fervor, se proponía ir en peregrinación a un santuario de Nuestra Señora y entrar como hermano lego a un convento de cartujos. Pero tales ideas eran intermitentes, pues su ansiedad de gloria y su amor por una dama, ocupaban todavía sus pensamientos. Sin embargo, cuando volvía a abrir el libro de las vidas de los santos, comprendía la futilidad de la gloria mundana y presentía que sólo Dios podía satisfacer su corazón. Las fluctuaciones duraron algún tiempo. Ello permitió a Iñigo observar una diferencia: en tanto que los pensamientos que procedían de Dios le dejaban lleno de consuelo, paz y tranquilidad, los pensamientos mundanos le procuraban cierto deleite, pero no le dejaban sino amargura y vacío. Finalmente, resolvió imitar a los santos y empezó por hacer toda la penitencia corporal posible y llorar sus pecados.
Una noche, se le apareció la Madre de Dios, rodeada de luz y llevando en los brazos a Su Hijo. La visión consoló profundamente a Ignacio. Al terminar la convalescencia, hizo una peregrinación al santuario de Nuestra Señora de Montserrat, donde determinó llevar vida de penitente. El pueblecito de Manresa está a tres leguas de Montserrat. Ignacio se hospedó ahí, unas veces en el convento de los dominicos y otras en un hospicio de pobres. Para orar y hacer penitencia, se retiraba a una cueva de los alrededores. Así vivió durante casi un año, pero a las consolaciones de los primeros tiempos sucedió un período de aridez espiritual; ni la oración, ni la penitencia conseguían ahuyentar la sensación de vacío que encontraba en los sacramentos y la tristeza que le abrumaba. A ello se añadía una violenta tempestad de escrúpulos que le hacían creer que todo era pecado y le llevaron al borde de la desesperación. En esa época, Ignacio empezó a anotar algunas experiencias que iban a servirle para el libro de los «Ejercicios Espirituales». Finalmente, el santo salió de aquella noche oscura y el más profundo gozo espiritual sucedió a la tristeza. AqueIla experiencia dio a Ignacio una habilidad singular para ayudar a los escrupulosos y un gran discernimiento en materia de dirección espiritual. Más tarde, confesó al P. Laínez que, en una hora de oración en Manresa, había aprendido más de lo que pudiesen haberle enseñado todos los maestros en las universidades. Sin embargo, al principio de su conversión, Ignacio era tan ignorante que, al oír a un moro blasfemar de la Santísima Virgen, se preguntó si su deber de caballero cristiano no consistía en dar muerte al blasfemo, y sólo la intervención de la Providencia le libró de cometer ese crimen.
En febrero de 1523, Ignacio partió en peregrinación a Tierra Santa. Pidió limosna en el camino, se embarcó en Barcelona, pasó la Pascua en Roma, tomó otra nave en Venecia con rumbo a Chipre y de ahí se trasladó a Jaffa. Del puerto, a lomo de mula, se dirigió a Jerusalén, donde tenía el firme propósito de establecerse. Pero, al fin de su peregrinación por los Santos Lugares, el franciscano encargado de guardarlos le ordenó que abandonase Palestina, temeroso de que los mahometanos, enfurecidos por el proselitismo de Ignacio, le raptasen y pidiesen rescate por él. Por lo tanto, el joven renunció a su proyecto y obedeció, aunque no tenía la menor idea de lo que iba a hacer al regresar a Europa. En 1524, llegó de nuevo a España, donde se dedicó a estudiar, pues «pensaba que eso le serviría para ayudar a las almas». Una piadosa dama de Barcelona, llamada Isabel Roser, le asistió mientras estudiaba la gramática latina en la escuela. Ignacio tenía entonces treinta y tres años, y no es difícil imaginar lo penoso que debe ser estudiar la gramática a esa edad. Al principio, Ignacio estaba tan absorto en Dios, que olvidaba todo lo demás; así, la conjugación del verbo latino «amare» se convertía en un simple pretexto para pensar: «Amo a Dios. Dios me ama». Sin embargo, el santo hizo ciertos progresos en el estudio, aunque seguía practicando las austeridades y dedicándose a la contemplación y soportaba con paciencia y buen humor las burlas de sus compañeros de escuela, que eran mucho más jóvenes que él.
Al cabo de dos años de estudios en Barcelona, pasó a la Universidad de Alcalá a estudiar lógica, física y teología; pero la multiplicidad de materias no hizo más que confundirle, a pesar de que estudiaba noche y día. Se alojaba en un hospicio, vivía de limosna y vestía un áspero hábito gris. Además de estudiar, instruía a los niños, organizaba reuniones de personas espirituales en el hospicio y convertía a numerosos pecadores con sus reprensiones llenas de mansedumbre. En aquella época, había en España muchas desviaciones de la devoción. Como Ignacio carecía de ciencia y autoridad para enseñar, fue acusado ante el vicario general del obispo, quien le tuvo prisionero durante cuarenta y dos días, hasta que, finalmente, absolvió de toda culpa a Ignacio y sus compañeros, pero les prohibió llevar un hábito particular y enseñar durante los tres años siguientes. Ignacio se trasladó entonces con sus compañeros a Salamanca. Pero pronto fue nuevamente acusado de introducir doctrinas peligrosas. Después de tres semanas de prisión, los inquisidores le declararon inocente. Ignacio consideraba la prisión, los sufrimientos y la ignominia corno pruebas que Dios le mandaba para purificarle y santificarle. Cuando recuperó la libertad, resolvió abandonar España. En pleno invierno, hizo el viaje a París, a donde llegó en febrero de 1528.
Los dos primeros años los dedicó a perfeccionarse en el latín, por su cuenta. Durante el verano iba a Flandes y aun a Inglaterra a pedir limosna a los comerciantes españoles establecidos en esas regiones. Con esa ayuda y la de sus amigos de Barcelona, podía estudiar durante el año. Pasó tres años y medio en el Colegio de Santa Bárbara, dedicado a la filosofía. Ahí indujo a muchos de sus compañeros a consagrar los domingos y días de fiesta a la oración y a practicar con mayor fervor la vida cristiana. Pero el maestro Peña juzgó que con aquellas prédicas impedía a sus compañeros estudiar y predispuso contra Ignacio al doctor Guvea, rector del colegio, quien condenó a Ignacio a ser azotado para desprestigiarle entre sus compañeros. Ignacio no temía al sufrimiento ni a la humillación, pero, con la idea de que el ignominioso castigo podía apartar del camino del bien a aquéllos a quienes había ganado, fue a ver al rector y le expuso modestamente las razones de su conducta. Guvea no respondió, pero tomó a Ignacio por la mano, le condujo al salón en que se hallaban reunidos todos los alumnos y le pidió públicamente perdón por haber prestado oídos, con ligereza, a los falsos rumores. En 1534, a los cuarenta y tres años de edad, Ignacio obtuvo el título de maestro en artes de la Universidad de París.
Por aquella época, se unieron a Ignacio otros seis estudiantes de teología: Pedro Fabro, que era saboyano; Francisco Javier, un navarro; Laínez y Salmerón, que brillaban mucho en los estudios; Simón Rodríguez, originario de Portugal y Nicolás Bobadilla. Movidos por las exhortaciones de Ignacio, aquellos fervorosos estudiantes hicieron voto de pobreza, de castidad y de ir a predicar el Evangelio en Palestina, o, si esto último resultaba imposible, de ofrecerse al Papa para que los emplease en el servicio de Dios como mejor lo juzgase. La ceremonia tuvo lugar en una capilla de Montmartre, donde todos recibieron la comunión de manos de Pedro Fabro, quien acababa de ordenarse sacerdote. Era el día de la Asunción de la Virgen de 1534. Ignacio mantuvo entre sus compañeros el fervor, mediante frecuentes conversaciones espirituales y la adopción de una sencilla regla de vida. Poco después, hubo de interrumpir sus estudios de teología, pues el médico le ordenó que fuese a tomar un poco los aires natales, ya que su salud dejaba mucho que desear. Ignació partió de París en la primavera de 1535. Su familia le recibió con gran gozo, pero el santo se negó a habitar en el castillo de Loyola y se hospedó en una pobre casa de Azpeitia.
Dos años más tarde, se reunió con sus compañeros en Venecia. Pero la guerra entre venecianos y turcos les impidió embarcarse hacia Palestina. Los compañeros de Ignacio, que eran ya diez, se trasladaron a Roma; Paulo III los recibió muy bien y concedió a los que todavía no eran sacerdotes el privilegio de recibir las órdenes sagradas de manos de cualquier obispo. Después de la ordenación, se retiraron a una casa de las cercanías de Venecia, a fin de prepararse para los ministerios apostólicos. Los nuevos sacerdotes celebraron la primera misa entre septiembre y octubre, excepto Ignacio, quien la difirió más de un año con el objeto de prepararse mejor para ella. Como no había ninguna probabilidad de que pudiesen trasladarse a Tierra Santa, quedó decidido finalmente que Ignacio, Fabro y Laínez irían a Roma a ofrecer sus servicios al Papa. También resolvieron que, si alguien les preguntaba el nombre de su asociación, responderían que pertenecían a la Compañía de Jesús (san Ignacio no empleó jamás el nombre de «jesuita», ya que originalmente fue éste un apodo más bien hostil que se dio a los miembros de la Compañía), porque estaban decididos a luchar contra el vicio y el error bajo el estandarte de Cristo. Durante el viaje a Roma, mientras oraba en la capilla de «La Storta», el Señor se apareció a Ignacio, rodeado por un halo de luz inefable, pero cargado con una pesada cruz. Cristo le dijo: Ego vobis Romae propitius ero (Os seré propicio en Roma). Paulo III nombró a Fabro profesor en la Universidad de la Sapienza y confió a Laínez el cargo de explicar la Sagrada Escritura. Por su parte, Ignacio se dedicó a predicar los Ejercicios y a catequizar al pueblo. El resto de sus compañeros trabajaba en forma semejante, a pesar de que ninguno de ellos dominaba todavía el italiano.
Ignacio y sus compañeros decidieron formar una congregación religiosa para perpetuar su obra. A los votos de pobreza y castidad debía añadirse el de obediencia para imitar más de cerca al Hijo de Dios, que se hizo obediente hasta la muerte. Además, había que nombrar a un superior general a quien todos obedecerían, el cual ejercería el cargo de por vida y con autoridad absoluta, sujeto en todo a la Santa Sede. A los tres votos arriba mencionados, se agregaría el de ir a trabajar por el bien de las almas adondequiera que el Papa lo ordenase. La obligación de cantar en común el oficio divino no existiría en la nueva orden, «para que eso no distraiga de las obras de caridad a las que nos hemos consagrado». La primera de esas obras de caridad consistiría en «enseñar a los niños y a todos los hombres los mandamientos de Dios». La comisión de cardenales que el Papa nombró para estudiar el asunto se mostró adversa al principio, con la idea de que ya había en la Iglesia bastantes órdenes religiosas, pero un año más tarde, cambió de opinión, y Paulo III aprobó la Compañía de Jesús por una bula emitida el 27 de septiembre de 1540. Ignacio fue elegido primer general de la nueva orden y su confesor le impuso, por obediencia, que aceptase el cargo. Empezó a ejercerlo el día de Pascua de 1541 y, algunos días más tarde, todos los miembros hicieron los votos en la basílica de San Pablo Extramuros.
Ignacio pasó el resto de su vida en Roma, consagrado a la colosal tarea de dirigir la orden que había fundado. Entre otras cosas, fundó una casa para alojar a los neófitos judíos durante el período de la catequesis y otra casa para mujeres arrepentidas. En cierta ocasión, alguien le hizo notar que la conversión de tales pecadoras rara vez es sincera, a lo que Ignacio respondió: «Estaría yo dispuesto a sufrir cualquier cosa por el gozo de evitar un solo pecado». Rodríguez y Francisco Javier habían partido a Portugal en 1540. Con la ayuda del rey Juan III, Javier se trasladó a la India, donde empezó a ganar un nuevo mundo para Cristo. Los padres Gonçalves y Juan Núñez Barreto fueron enviados a Marruecos a instruir y asistir a los esclavos cristianos. Otros cuatro misioneros partieron al Congo; algunos más fueron a Etiopía y a las colonias portuguesas de América del Sur. El Papa Paulo III nombró como teólogos suyos, en el Concilio de Trento, a los padres Laínez y Salmerón. Antes de su partida, san Ignacio les ordenó que visitasen a los enfermos y a los pobres y que, en las disputas se mostrasen modestos y humildes y se abstuviesen de desplegar presuntuosamente su ciencia y de discutir demasiado. Pero, sin duda que entre los primeros discípulos de Ignacio el que llegó a ser más famoso en Europa, por su saber y virtud, fue san Pedro Canisio, a quien la Iglesia venera actualmente como Doctor. En 1550, san Francisco de Borja regaló una suma considerable para la construcción del Colegio Romano. San Ignacio hizo de aquel colegio el modelo de todos los otros de su orden y se preocupó por darle los mejores maestros y facilitar lo más posible el progreso de la ciencia. El santo dirigió también la fundación del Colegio Germánico de Roma, en el que se preparaban los sacerdotes que iban a trabajar en los países invadidos por el protestantismo. En vida del santo se fundaron universidades, seminarios y colegios en diversas naciones. Puede decirse que san Ignacio echó los fundamentos de la obra educativa que había de distinguir a la Compañía de Jesús y que tanto iba a desarrollarse con el tiempo.
En 1542, desembarcaron en Irlanda los dos primeros misioneros jesuitas, pero el intento fracasó. Ignacio ordenó que se hiciesen oraciones por la conversión de Inglaterra, y entre los mártires de Gran Bretaña se cuentan veintinueve jesuitas. La actividad de la Compañía de Jesús en Inglaterra es un buen ejemplo del importantísimo papel que desempeñó en la contrarreforma. Ese movimiento tenía el doble fin de dar nuevo vigor a la vida de la Iglesia y de oponerse al protestantismo. «La Compañía de Jesús era exactamente lo que se necesitaba en el siglo XVI para contrarrestar la Reforma. La revolución y el desorden eran las características de la Reforma. La Compañía de Jesús tenía por características la obediencia y la más sólida cohesión. Se puede afirmar, sin pecar contra la verdad histórica, que los jesuitas atacaron, rechazaron y derrotaron la revolución de Lutero y, con su predicación y dirección espiritual, reconquistaron a las almas, porque predicaban sólo a Cristo y a Cristo crucificado. Tal era el mensaje de la Compañía de Jesús, y con él, mereció y obtuvo la confianza y la obediencia de las almas» (cardenal Manning). A este propósito citaremos las instrucciones que san Ignacio dio a los padres que iban a fundar un colegio en Ingolstadt, acerca de sus relaciones con los protestantes: «Tened gran cuidado en predicar la verdad de tal modo que, si acaso hay entre los oyentes un hereje, le sirva de ejemplo de caridad y moderación cristianas. No uséis de palabras duras ni mostréis desprecio por sus errores». El santo escribió en el mismo tono a los padres Broet y Salmerón cuando se aprestaban a partir para Irlanda.
Una de las obras más famosas y fecundas de Ignacio fue el libro de los «Ejercicios Espirituales». Empezó a escribirlo en Manresa y lo publicó por primera vez en Roma, en 1548, con la aprobación del Papa. Los Ejercicios cuadran perfectamente con la tradición de santidad de la Iglesia. Desde los primeros tiempos, hubo cristianos que se retiraron del mundo para servir a Dios, y la práctica de la meditación es tan antigua como la Iglesia. Lo nuevo en el libro de san Ignacio es el orden y el sistema de las meditaciones. Si bien las principales reglas y consejos que da el santo se hallan diseminados en las obras de los Padres de la Iglesia, san Ignacio tuvo el mérito de ordenarlos metódicamenle y de formularlos con perfecta claridad. El fin específico de los Ejercicios es llevar al hombre a un estado de serenidad y despego terrenal para que pueda elegir «sin dejarse llevar del placer o la repugnancia, ya sea acerca del curso general de su vida, ya acerca de un asunto particular. Así, el principio que guía la elección es únicamente la consideración de lo que más conduce a la gloria de Dios y a la perfección del alma». Como lo dice Pío XI, el método ignaciano de oración «guía al hombre por el camino de la propia abnegación y del dominio de los malos hábitos a las más altas cumbres de la contemplación y el amor divino».
La prudencia y caridad del gobierno de san Ignacio le ganó el corazón de sus súbditos. Era con ellos afectuoso como un padre, especialmente con los enfermos, a los que se encargaba de asistir personalmente procurándoles el mayor bienestar material y espiritual posible. Aunque san Ignacio era superior, sabía escuchar con mansedumbre a sus subordinados, sin perder por ello nada de su autoridad. En las cosas en que no veía claro se atenía humildemente al juicio de otros. Era gran enemigo del empleo de los superlativos y de las afirmaciones demasiado categóricas en la conversación. Sabía sobrellevar con alegría las críticas, pero también sabía reprender a sus súbditos cuando veía que lo necesitaban. En particular, reprendía a aquéllos a quienes el estudio volvía orgullosos o tibios en el servicio de Dios, pero fomentaba, por otra parte, el estudio y deseaba que los profesores, predicadores y misioneros, fuesen hombres de gran ciencia. La corona de las virtudes de san Ignacio era su gran amor a Dios. Con frecuencia repetía estas palabras, que son el lema de su orden: «A la mayor gloria de Dios». A ese fin refería el santo todas sus acciones y toda la actividad de la Compañía de Jesús. También decía frecuentemente: «Señor, ¿qué puedo desear fuera de Ti?» Quien ama verdaderamente no está nunca ocioso. San Ignacio ponía su felicidad en trabajar por Dios y sufrir por su causa. Tal vez se ha exagerado algunas veces el «espíritu militar» de Ignacio y de la Compañía de Jesús y se ha olvidado la simpatía y el don de amistad del santo por admirar su energía y espíritu de empresa.
Durante los quince años que duró el gobierno de san Ignacio, la orden aumentó de diez a mil miembros y se extendió en nueve países europeos, en la India y el Brasil. Como en esos quince años el santo había estado enfermo quince veces, nadie se alarmó cuando enfermó una vez más. Murió súbitamente el 31 de julio de 1556, sin haber tenido siquiera tiempo de recibir los últimos sacramentos. Fue canonizado en 1622, y Pío XI le proclamó patrono de los ejercicios espirituales y retiros.
El amor de Dios era la fuente del entusiasmo de Ignacio por la salvación de las almas, por las que emprendió tantas y tan grandes cosas y a las que consagró sus vigilias, oraciones, lágrimas y trabajos. Se hizo todo a todos para ganarlos a todos y al prójimo le dio por su lado a fin de atraerlo al suyo. Recibía con extraordinaria bondad a los pecadores sinceramente arrepentidos; con frecuencia se imponía una parte de la penitencia que hubiese debido darles y los exhortaba a ofrecerse en perfecto holocausto a Dios, diciéndoles que es imposible imaginar los tesoros de gracia que Dios reserva a quienes se le entregan de todo corazón. El santo proponía a los pecadores esta oración, que él solía repetir: «Tomad, Señor y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad. Vos me lo disteis; a vos Señor, lo torno. Disponed a toda vuestra voluntad y dadme amor y gracia, que esto me hasta, sin que os pida otra cosa».
La publicación de Monumenta Historica Societatis Jesu ha puesto al alcance del público una inmensa cantidad de documentos. Ahí puede verse prácticamente todo lo que puede arrojar alguna luz sobre la vida del fundador de la orden. Particularmente importantes son los doce volúmenes de su correspondencia, tanto privada como oficial, y los memoriales de carácter personal que se han descubierto. Entre éstos se destaca el relato de su juventud, que san Ignacio dictó en sus últimos años, accediendo a los ruegos de sus hijos, a pesar de la repugnancia que ello le producía. En Acta Sanctorum, Jul vol. VII, hay una traducción latina de esa "autobiografía". En Monumenta, están los originales en español e italiano. Existen también traducciones en inglés, francés, alemán y otros idiomas. La publicación de Monumenta ha hecho inútiles las biografías de Orlandini, Maffei, Bartoli, Genelli, etc. La del padre Rivadeneira conserva su valor, ya que se trata de la apreciación personal de alguien que estuvo en contacto íntimo con el santo. El volumen I de la Historia de la Compañpía de Jesús en la Asistencia de España (1902) del padre Astráin, es prácticamente la historia de la carrera y actividades del fundador. El P. Astráin publicó, además, un valioso resumen biográfico. Las biografías del P. H. J. Pollea (1922) y de Christopher Hollis (1931), muy diferentes entre sí, son excelentes. La obra del p. J. Brodrick, Origin of de Jesuits (1940), es espléndida, aunque no se trata de una biografía propiamente dicha. El autor dice, refiriéndose a las biografías escritas por H. D. Sedgwick (1923) y P. van Duke (1926): «Esas dos obras son, con mucho, las mejores biografías de San Ignacio que los protestantes han escrito hasta la fecha; desde el punto de vista histórico, son muy superiores a muchas biografías católicas"».

sábado, 29 de julio de 2017

OCTAVO DOMINGO DESPUES DE PENTECOSTES Año Litúrgico - Dom Prospero Guéranger

EL OFICIO.—-Este Domingo era llamado en la Edad Media, el sexto y último Domingo después del natalicio de los Apóstoles, o fiesta de San Pedro, en los años en que la Pascua alcanzaba su último límite en Abril. Por el contrario, cuando la Pascua seguía inmediatamente al equinocio de primavera, era el primero de la serie dominical llamada de ese modo.
Hemos visto que por razón de este mismo movimiento tan variable, transmitido a toda la última parte del ciclo litúrgico por la fecha de la Pascua, esta semana podía ser ya la segunda de la lectura de los libros Sapienciales, aunque con más frecuencia se deba continuar aún en ella la de los libros de los Reyes. En este último caso, lo que hoy llama la atención de la Santa Iglesia, es el antiguo templo levantado por Salomón para gloria de Dios; y. entonces los cantos de la Misa, como veremos, están en perfecta armonía con las lecturas del Oficio de la noche

MISA
El Introito recuerda la gloria del antiguo templo y del monte santo. Pero mayor aún es la majestad de la Iglesia que, en este momento, lleva el Nombre y la alabanza del Altísimo hasta los confines de la tierra, mucho mejor de lo que lo había hecho aquel templo que era su figura.
INTROITO
Hemos recibido, oh Dios tu misericordia en medio de tu templo: como tu nombre, oh Dios, así tu alabanza llega hasta el fin de la tierra, tu diestra está llena de justicia. — Salmo: Grande es el Señor, y muy laudable: en la ciudad de nuestro Dios, en su santo monte. V. Gloria al Padre.
De nosotros mismos somos incapaces, no sólo de toda obra buena, sino que ni siquiera se puede producir en nosotros un solo pensamiento del bien sobrenatural sin ayuda de la gracia. Pues bien, el medio más seguro para obtener una ayuda tan necesaria, es reconocer humildemente ante Dios, la necesidad absoluta que tenemos de El, como lo hace la Iglesia en la Colecta.
COLECTA
Suplicámoste, Señor, nos concedas propicio el espíritu de pensar y hacer siempre lo que es recto: para que, los que no podemos existir sin ti, podamos vivir conforme a ti. Por nuestro Señor,
EPISTOLA
Lección de la Epístola del Ap. S. Pablo a los Romanos. (VIII, 12-17).
Hermanos: No somos deudores de la carne, para que vivamos según la carne. Porque, si viviereis según la carne, moriréis: mas, si mortificareis con el espíritu las obras de la carne, viviréis. Porque, todos los que son movidos por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios. Porque no habéis recibido el espíritu de servidumbre, para que viváis todavía en el temor, sino que recibisteis el espíritu de adopción de hijos, con el cual clamamos: ¡Abba! ¡Padre! Porque el mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y, si somos hijos, somos también herederos: herederos ciertamente de Dios, y coherederos de Cristo.
PROGRAMA DE VIDA SOBRENATURAL. — Si el Espíritu de Dios es el lazo de unión con nuestro Señor Jesucristo, si es el alma de nuestra vida, el hálito y el inspirador de todas nuestras obras, de él proviene todo impulso. A despecho de esta parte de «oncupiscencia que el bautismo ha dejado en mis miembros para obligarme a combatir, no tengo ya más que ver con la carne y con la vida de antes. ¡No quiera Dios que vuelva hacia atrás y que, engañado por el egoísmo, me sustraiga al Espíritu de Dios para pertenecer de nuevo a las obras de muerte! No. Después de haber entrado en la intimidad de Dios, sería insensato volverme de espaldas a la Ternura, a la Belleza, a la Pureza; y, ¿por quién y por qué? En adelante, la carne nada tendrá que reclamar de mí. Viene demasiado tarde. Con el fin de vivir eternamente, reduciré de día en día y domeñaré hasta su completa eliminación, si es posible, todo lo que en mí se levanta contra la vida de Dios: Aquéllos, dice el Apóstol en una fórmula incomparable, aquéllos son verdaderos hijos de Dios; que se dejan conducir por el Espíritu de Dios. Toda la vida sobrenatural que ha comenzado por la fe y el bautismo, se reduce a la docilidad, a la flexibilidad y al abandono a las influencias del Espíritu de Dios'".
El Gradual parece expresar los sentimientos de los cristianos judíos, obligados a abandonar sus ciudades, y que piden a Dios que sea en adelante El mismo su protector y el lugar de su refugio. El Verso canta de nuevo la antigua grandeza del Señor en Jerusalén y en el monte en que estuvo su templo.
GRADUAL
Sé para mí un Dios protector, y un lugar de refugio, para que me salves. J. Oh Dios, en ti he esperado: Señor, no sea yo confundido eternamente.
Aleluya, aleluya. V. Grande es el Señor, y muy laudable, en la ciudad de nuestro Dios, en su santo monte. Aleluya.
EVANGELIO
Continuación del santo Evangelio según S. Lucas. (XVI, 1-9).
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: Había un hombre rico, que tenía un mayordomo: y éste fué acusado ante aquél de que disipaba sus bienes. Y le llamó, y le dijo: ¿Qué es lo que oigo de ti? Da razón de tu administración; porque ya no podrás administrar más. Dijo entonces para sí el mayordomo: ¿Qué haré? Porque mi amo me quita la administración. Cavar no puedo, de pedir me avergüenzo. Ya sé lo que he de hacer, para que, cuando sea privado de la administración encuentre quienes me reciban en sus casas. Llamando, pues, a cada uno de los deudores de su amo, dijo al primero: ¿Cuánto debes a mi amo? Y él respondió: Cien barriles de aceite. Díjole: Toma tu recibo, siéntate pronto, y escribe cincuenta. Después dijo a otro: Y tú, ¿cuánto debes? El dijo: Cien cargas de trigo. Díjole: Toma tu escritura, y pon ochenta. Y alabó el amo al mayordomo de iniquidad, porque había obrado prudentemente, porque los hijos de este mundo son más prudentes en sus negocios que los hijos de la luz. Y yo os digo: Haceos amigos de las riquezas de iniquidad, para que, cuando muráis, os reciban en las eternas moradas.
PARA ADQUIRIR LAS VERDADERAS RIQUEZAS. — "Las diversas expresiones de la parábola que se nos ha propuesto, son fáciles de entender y encierran una doctrina profunda. El Señor quiere enseñarnos el uso que debemos hacer de las riquezas de este mundo. Cuenta lo que sucedió a un mayordomo poco escrupuloso, y luego, en los versículos 8 y 9 del Capítulo XVI de San Lucas nos da la aplicación moral: "Sucede que los hijos de este siglo—dice—son más hábiles en sus relaciones con los de su generación y con las gentes y en los negocios de este mundo, que los hijos de la luz." ¡Qué floreciente estaría, en efecto, el Reino de Dios, si los buenos fuesen tan prudentes en sus negocios espirituales y en las cosas de la vida futura, como los mundanos en sus intereses perecederos! Si el amo de casa, aunque lesionado en sus'intereses, alabó la sagacidad de su mayordomo ¿cómo no va a aplaudir Dios, que no puede perder nada, la prudencia sobrenatural de los suyos? En estos bienes terrenos de que acaba de hablar, tienen especialmente el material de una industria para la eternidad. A los que debéis estar bien enterados, a los que sois hijos, no de este mundo tenebroso, sino de la luz, mirad lo que os digo, prosigue ;el Señor: imitad en una cosa alimayordomo infiel. Con esos tesoros injustos, con esa riqueza con que el intendente y tantos otros como él, pisotean la equidad, vosotros podéis granjearos amigos; cuando la riqueza material se os quite con la vida, os acogerán, no en sus moradas terrenas, sino en los eternos tabernáculos. La oración del pobre, en efecto, pone en movimiento la mano del que gobierna el mundo'".
APLICACIÓN A LOS JUDÍOS. — Tal es el sentido obvio y directo de la parábola que se nos ha propuesto. Pero, si queremos comprender completamente la intención por la que eligió la Iglesia hoy este trozo del Evangelio, nos es necesario acudir a San Jerónimo, que se hace intérprete oficial de ella en la Homilía del Oficio de la Noche. Sigamos con él la lectura evangélica: El que es fiel en las cosas pequeñas, continúa el texto sagrado, lo es también en las grandes, y el que es injusto en las cosas pequeñas, también lo será en las grandes; pues si no habéis sido fieles en las riquezas inicuas y engañosas, ¿quién os confiará los bienes verdaderos?' Jesús hablaba de este modo—nota San Jerónimo—ante los escribas y los fariseos, que lo tomaron a chanza, viendo claramente que la parábola iba contra ellos. El infiel en las cosas pequeñas, es en efecto, el Judío celoso, que en el dominio restringido de la vida presente, niega a sus hermanos el uso de los bienes creados para todos. Pues, si en las gestiones de estas riquezas frágiles y pasajeras, dice a esos escribas avaros, sois convictos de malversación, ¿quién os va confiar las verdaderas, las eternas riquezas de la palabra divina y de enseñar a las naciones? Pregunta terrible que el Señor deja hoy suspensa sobre la cabeza de los infieles depositarios de la ley de los símbolos. Pero ¡qué horrible será la respuesta dentro de poco!
Entretanto, la humilde grey de los elegidos de Judá, dejando a estos empedernidos en la venganza a que los precipita su demencia orgullosa, prosigue su camino con la segura confianza de que guarda en su seno las promesas de Sión. La Antífona del Ofertorio canta su fe y su esperanza.
OFERTORIO
Salvarás, Señor, al pueblo humilde, y humillarás los ojos de los soberbios: porque, ¿qué Dios hay fuera de ti. Señor?
De Dios mismo es de quien hemos recibido los dones que El mismo, en su bondad, se digna aceptar de nuestras manos; como dice la Secreta, los Misterios sagrados que transforman la oblación, no nos obtienen menos, por su gracia, que la santificación de la vida presente y los goces de la eternidad.
SECRETA
Suplicárnoste, Señor, aceptes los dones que te ofrecemos de tu largueza: para que estos sacrosantos Misterios, mediante la virtud de tu gracia, nos santifiquen en la presente vida y nos lleven a los sempiternos gozos. Por nuestro Señor.
La esperanza que el hombre pone en Dios no puede ser engañada; tiene como prenda la suavidad del banquete divino.
COMUNION
Gustad y ved cuán suave es el Señor: feliz el varón que espera en él.
El alimento celestial tiene la virtud de renovar nuestras almas, y nuestros cuerpos; tratemos de experimentar sus efectos divinos en toda su plenitud.
POSCOMUNION
Sírvanos, Señor, este celestial Misterio de reparación del alma y del cuerpo: para que sintamos el efecto de aquello cuyo culto hemos celebrado. Por nuestro Señor.

viernes, 28 de julio de 2017

29 de julio SANTA MARTA, VIRGEN Vidas de los Santos de A. Butler

(Siglo I P. C.) - Marta era hermana de María (a la que se suele identificar con María Magdalena) y de Lázaro. Con ellos vivía en Betania, pequeña población distante unos cuatro kilómetros de Jerusalén, en las cercanías del Monte de los Olivos. El Salvador había vivido en Galilea al principio de su ministerio público, pero al tercer año de su predicación se trasladó a Judea y acostumbraba entonces visitar, en Betania a sus tres discípulos que, tal vez, habían cambiado también su morada galilea por la de Judea para estar más cerca de El. San Juan nos dice que "Jesús amaba a Marta y a su hermana María y a Lázaro." Según parece, Marta era mayor que María, pues se encargaba de la dirección de la casa. San Lucas refiere que, cuando el Señor iba a Betania, Marta le atendía con gran solicitud y se afanaba mucho por servirle, en tanto que María se sentaba simplemente a los pies del Maestro a escucharle.

Sin duda que Marta amaba tanto a Jesús que todo lo que hacía para atenderle le parecía poco y hubiese querido que todos los hombres empleasen las manos, los pies, el corazón y todos los sentidos y facultades en el servicio del Creador del mundo que se había hecho hombre. Por eso, Marta pidió al Salvador que reconviniese a María para que la ayudara. Nuestro Señor se complacía ciertamente en el afecto y devoción que le profesaba Marta, pero encontró más digno de alabanza el celo tranquilo con que María se consagraba a la única cosa realmente importante, que es la atención del alma en Dios: "Marta, Marta", le dijo, "te afanas en muchas cosas, cuando sólo una es necesaria. María ha elegido la mejor parte..." En la vida activa, el alma se dispersa con frecuencia y pierde de vista el fin; en cambio, en la vida contemplativa se concentra en Dios y se une a El por la adoración y el amor. La vida contemplativa es una especie de noviciado del cielo, pues la contemplación es la ocupación de los bienaventurados del paraíso. Por ello, Cristo alabó la elección de María y afirmó que nunca cesaría en la contemplación y todavía añadió: "sólo una cosa es necesaria." Eso significa que la salvación eterna debe ser nuestra única preocupación.
Luc. 10:38-42; Juan 11 y 12:1-2. Según la leyenda de la Provenza (cf. nuestro artículo sobre Santa María Magdalena, 22 de julio), Marta fue con su hermana a Francia y evangelizó Tarascón. Ahí se encontraron en 1187 sus pretendidas reliquias, que todavía seveneran en su santuario. Casi todos los datos de la nota del 22 de julio se aplican a Santa Marta y a su viaje a Tarascón.

jueves, 27 de julio de 2017

28 de julio SAN INOCENCIO I, PAPA y CONFESOR Vidas de los Santos de A. Butler

(417 P. C.) - Inocencio I nació en Albano, cerca de Roma, y sucedió en el pontificado a San Anastasio I el año 401. Durante dieciséis años participó activamente en los asuntos eclesiásticos. Apenas sabemos algo de la vida personal de San Inocencio, pero su obra demuestra que era un hombre muy capaz, enérgico y vigoroso. El santo Pontífice ordenó a San Victricio, obispo de Rouen, que refiriese a Roma las causas de mayor importancia y en el mismo sentido se expresó en una carta que dirigió a los obispos de España. También aconsejó a algunos prelados en el sentido de que el clero observase más rigurosamente el celibato, siguiendo la costumbre de Roma. San Inocencio apoyó a San Juan Crisóstomo, quien había sido injustamente removido de la sede de Constantinopla por el sínodo de "La Encina"; en efecto, el Pontífice no sólo se negó a reconocer a los sucesores de San Juan Crisóstomo, sino que trató en vano de persuadir al emperador Arcadio de que le restituyese a su sede. Los obispos de África que habían condenado el pelagianismo en los Concilios de Cartago y Milevis el año 416, escribieron al Papa para que confirmase sus decisiones. En su respuesta, San Inocencio les dijo que "en las cuestiones de fe, los obispos de todo el mundo deben consultar a San Pedro" y les alabó por haberlo hecho así. San Agustín anunció la confirmación pontificia en su diócesis de Hipona con estas palabras: "Dos concilios habían escrito a la Sede Apostólica sobre la cuestión. Roma ha hablado. La cuestión está zanjada." Tal es el origen del adagio: "Roma locuta, causa finita est."

Durante el pontificado de San Inocencio I, en la última noche del año 406, los bárbaros cruzaron el Rin. Cuatro años más tarde Roma fue saqueada por los godos. Inocencio se hallaba entonces en Ravena, a donde había ido a tratar de persuadir al emperador Honorio de que se ganase a los bárbaros con regalos. El santo Pontífice murió el 12 de marzo del año 417.
La vida de San Inocencio I, como la de San Víctor I, pertenece más bien a la historia general que a la hagiografía. En las cartas de San Inocencio y en los documentos de la época hay muchos datos sobre su pontificado. Véase Acta Sanctorum, julio, vol. VI; L. Duchesne, Historia de la primitiva Iglesia, vol. III; DCB., vol. III, pp. 243-247. Acerca de los decretos litúrgicos de San Inocencio, cf. R. Connolly en Journal of Theological Studies vol. XX (1919), pp. 215-226

miércoles, 26 de julio de 2017

27 de julio SAN PANTALEÓN, MÁRTIR Vidas de los Santos de A. Butler

(¿305? P. C.) - Apenas hay duda alguna de que haya existido un mártir llamado Pantaleón (cuyo nombre significa en griego "el que se compadece de todos"). Pero las leyendas que nos han llegado sobre él, carecen de valor. Según ellas, Pantaleón, hijo de un pagano llamado Eubula, llegó a ser médico del emperador Galerio Maximiano en Nicomedia. Durante algún tiempo, Pantaleón se dejó arrastrar por el mal ejemplo y sucumbió ante las tentaciones, con lo cual se sometió a una prueba más difícil que la de la tortura, pues la entrega al mal debilita implacablemente la voluntad y acaba por destruir la virtud más heroica. Así pues, Pantaleón, que vivía en una corte donde se practicaba la idolatría y se aplaudía la vanagloria de este mundo, cayó en la apostasía. Pero las prudentes exhortaciones de un celoso cristiano llamado Hermolaos le abrieron los ojos y le condujeron de nuevo al seno de la Iglesia. Cuando la persecución de Diocleciano estalló en Nicomedia, el año 303, Pantaleón distribuyó todos sus bienes entre los pobres. Poco después, algunos médicos envidiosos le delataron a las autoridades, las cuales le arrestaron junto con Hermolaos y otros dos cristianos. El emperador, que deseaba salvar a Pantaleón, le exhortó a apostatar, pero éste se negó a ello y curó milagrosamente a un paralítico para demostrar la verdad de la fe. Tras de sufrir numerosos tormentos, los cuatro fueron condenados a ser decapitados. La ejecución de San Pantaleón se retrasó un día. Los verdugos intentaron matarle de seis modos diferentes: por el fuego, el plomo fundido ahogándole, arrojándole a las fieras, torturándole en la rueda y atravesándole con la espada. Pero Pantaleón salió ileso de todas las pruebas con la ayuda del Señor. Finalmente, el mártir permitió libremente que le decapitasen; de sus venas brotó leche en vez de sangre, y el tronco de olivo sobre el cual le cortaron la cabeza floreció instantáneamente.

San Pantaleón es uno de los Catorce Santos Patronos y en el oriente se le profesa gran veneración como "mártir y taumaturgo" y como uno de los "anargyroi" o médicos que asistían gratuitamente a los enfermos. Antiguamente, San Pantaleón fue también muy famoso en el occidente. En Constantinopla, Madrid y Ravello, se conservan algunas presuntas reliquias de su sangre y se dice que el fenómeno de la licuefacción ocurre, como en el caso de la sangre de San Genaro.
Tanto las leyendas griegas como las latinas, de las que existen numerosas versiones (BHL., 6429-6448, y BHG., 1413-1418) son muy extravagantes. Sin embargo, la antigüedad del culto de San Pantaleón, relacionado principalmente con Nicomedia y Bitinia, está perfectamente probada. Véase Delehaye, Les origines du culte des martyrs, p. 189, etc. La fabulosa leyenda del santo data de muy antiguo; en el Museo Británico hay una traducción siria en un manuscrito del siglo VI (Addit. 12, 142). Los sirios querían tener un San Pantaleón propio; así pues, tomaron muchos rasgos de la leyenda del santo y los atribuyeron a un personaje legendario llamado Asia (que significa "médico"), y situaron su vida y su muerte en Antioquía. Ver Analecta Bollandiana, vol. XXXVIII (1920), p. 408. Acerca de la licuefacción de la sangre de San Pantaleón en Ravello, cf. Ian Grant, The Testimony of Blood (1929), pp. 17-44. El cardenal Newman, poco después de su ordenación sacerdotal, describió el fenómeno en una carta que escribió a Enrique Wilverforce desde Nápoles, en agosto de 1846.

martes, 25 de julio de 2017

26 de julio SANTA ANA MADRE DE LA SANTÍSIMA VIRGEN Vidas de los Santos de A. Butler

Nada sabemos de cierto sobre la madre de Nuestra Señora. Sólo conocemos su nombre y el de su esposo, Joaquín, por el testimonio del protoevangelio apócrifo de Santiago. Aunque la primera redacción es muy antigua, no se trata de un documento fidedigno. El protoevangelio de Santiago cuenta que los vecinos de Joaquín se burlaban de él porque no tenía hijos. Entonces, el santo se retiró cuarenta días al desierto a orar y ayunar, en tanto que Ana (cuyo nombre significa Gracia) "se quejaba en dos quejas y se lamentaba en dos lamentaciones." Cuando Ana se hallaba sentada orando bajo un laurel, un ángel se le apareció y le dijo: "Ana, el Señor ha escuchado tu oración: concebirás y darás a luz. Del fruto de tu vientre se hablará en todo el mundo." Ana respondió: "Vive Dios que consagraré el fruto de mi vientre, hombre o mujer, a Dios mi Señor y que le servirá todos los días de su vida." El ángel se apareció también a San Joaquín. A su debido tiempo, nació María, quien sería un día la Madre de Dios. Hagamos notar que esta narración se parece mucho a la de la concepción y el nacimiento de Samuel, cuya madre se llamaba también Ana (I Reyes 1). Los primeros Padres de la Iglesia oriental veían en ello un paralelismo. En realidad, se puede hablar de paralelismo entre la narración de la concepción de Samuel y la de San Juan Bautista, pero en el caso presente la semejanza es tal, que se trata claramente de una imitación.

La mejor prueba de la antigüedad del culto a Santa Ana en Constantinopla es que, a mediados del siglo VI, el emperador Justiniano le dedicó un santuario. En Santa María la Antigua hay dos frescos que representan a Santa Ana y datan del siglo VIII. Su nombre aparece también destacadamente en una lista de reliquias que pertenecían a San Ángel de Pescheria y sabemos que el Papa San León III (795-816), regaló a la iglesia de Santa María la Mayor un ornamento en el que estaban bordadas la escena de la Anunciación y las figuras de San Joaquín y Santa Ana. Las pruebas históricas en favor de la autenticidad de les reliquias de Santa Ana, que se encuentran en Apt, de la Provenza, y en Duren, carecen absolutamente de valor. La verdad es que antes de mediar el siglo XIV, el culto de Santa Ana no era muy popular, pero un siglo más tarde se popularizó enormemente y Lulero, el reformador, lo ridiculizó con acritud y atacó en particular la costumbre de representar juntos a Jesús, María y Ana, como una especie de trinidad. En 1382, Urbano VI publicó el primer decreto pontificio referente a Santa Ana; por él concedía la celebración de la fiesta de la santa a los obispos de Inglaterra exclusivamente, como se lo habían pedido algunos ingleses. Muy probablemente la ocasión de dicho decreto fue el matrimonio del rey Ricardo II con Ana de Bohemia, que tuvo lugar en ese año. La fiesta fue extendida a toda la Iglesia de occidente en 1584.
El Protoevangelio de Santiago es conocido con diversos nombres. Los diferentes textos de dicho documento pueden verse en la traducción inglesa de B. H. Cowper, Apocryphal Gospels (1874). Dicho autor llama al texto en que nos hemos basado el Protoevangelio de San Mateo. J. Orr reproduce la traducción de Cowper en N. T. Apocryphal Writings (1909). El texto griego puede verse en el vol. I de Evangiles Apocryphes(1911, ed. H. Hemmer y P. Lejay). Ver también E. Amann, Le protoévangile de Jacques et ses remaniements (1910). La obra más completa sobre Santa Ana y su devoción es indudablemente la del P. B. Kleinschmidt, Die hl. Anna (1930). Cf. igualmente H. M. Bannister, en English Historical Review, 1903, pp. 107-112; H. Leclercq, en DAC., vol. I, cc. 2162-2174; y V. P. Charland, Ste. Anne et son culte (3 vols.). M. V. Ronan, Ste. Anne: her Cult and her Shrines (1927), es una obra poco crítica.

lunes, 24 de julio de 2017

25 de julio SANTIAGO APÓSTOL, LLAMADO EL MAYOR Patrono de España, de la diócesis de S. del Estero, y de la Prov. de Mendoza (Argentina), y de la ciudad y Arquidiócesis de Santiago de Chile Año Cristiano - P. Croisset

Santiago, cuya memoria celebra hoy la santa Iglesia, se llama el Mayor porque fue llamado al apostolado antes que el otro Santiago, obispo de Jerusalén, hijo de Alfeo, que por esta misma razón se llama el Menor, y su fiesta se celebra el día primero de mayo.

Nuestro Santiago el .Mayor fue hijo del Zebedeo y de María Salomé, hermana mayor de san Juan evangelista. Nació en Betsáida, ciudad de Galilea a dos leguas cortas de Cafarnaum, situada sobre la orilla septentrional del lago de Genezareth, llamado también el mar de Tiberíades. Créese que tenía diez o doce años más que el Salvador del mundo, y su hermano Juan, seis años menos. Vivian con su padre en Betsáida, patria de entrambos, cerno también de san Pedro, do san Felipe y de san Andrés. Eran de oficio pescadores, aunque Orígenes llama barqueros  a San­tiago y a san Juan, porque tenían un barco o una barra propia en que pescaban a las órdenes de su padre; pero san Pedro y san Andrés son llamados simplemente pescadores, porque, no teniendo barca ni barco propio, pescaban a jornal para el patrón de alguna lancha.
Su madre Salomé, una de las primeras mujeres que siguieron a Cristo, era muy piadosa, y por lo mismo era también virtuosa toda su familia, la cual no dejaba de distinguirse por su virtud, a pesar de su humilde condición. San Epifanio es de sentir que Santiago era discípulo de san Juan Bautista, y que fue aquel a quien su maestro envió con la embajada al Salvador. Sea de esto lo que fuere, es cierto que, luego que comenzó a predicar el Hijo de Dios, Santiago y san Juan fueron los que se dieron más prisa por oírle, aunque no le siguieron hasta algunos meses después.
Estaban un día los dos hermanos en el barco con su padre, y todos estaban muy tristes, porque, habiendo trabajado toda la noche, nada habían pescado, cuando llegó el Señor a la orilla del lago acompañado de una inmensa multitud de gente que le seguía. Por librarse de la opresión, se metió en el barco donde estaba Pedro, y mandándole pasar adelante hasta alta mar, le dijo que echase las redes con toda con­fianza. Cayó tanta pesca, que se rompían las redes, y llamaron en su socorro a los que estaban en el barco más inmediato. Eran éstos Santiago y Juan, con los que pescaban a sus órdenes. Acudieron pronto, y se llenaron tanto los dos barcos, que faltó poco para que ambos fuesen al fondo. Atónitos de este prodigio, llevaron los barcos a tierra, y resolvieron dejarlo todo para seguir a Jesucristo, como en efecto lo ejecuta­ron muy presto.
Caminaba un día el Salvador por la orilla del lago de Genesareth, y llamando a Pedro y a Andrés, les mandó que le siguiesen. Un poco más adelante vio a Santiago y a Juan dentro del barco con su padre el Zebedeo, los cuales todos estaban componiendo las redes; díjoles lo mismo que a Pedro y a Andrés, y los dos hermanos le siguieron con tanta prontitud r que ganaron el corazón del Señor. Sin detenerse un momento, dejaron las redes, el barco, los compañeros que se ganaban la vida con ellos, y a su mismo padre: obediencia pronta y generosa, que junta a tan per­fecto de asimiento, contribuyó no poco al particular amor que en todas las ocasiones mostró Cristo des­pués a los dos hermanos.
Desde luego conocieron todos que Santiago era uno de los discípulos más favorecidos. Pocos milagros hizo el Salvador de que él no fuese testigo. Hallóse presente cuando sanó a la suegra de san Pedro. En la resurrección de la hija de Jairo, príncipe de la sinagoga, también quiso el Hijo de Dios que le acompañasen san Pedro, Santiago y san Juan, tres discípulos particularmente amados suyos, a quienes por todo el discurso de su vida distinguió con singulares demostraciones de amor y de ternura.
Fue muy especial la que les manifestó en el Tabor, llamándolos para testigos de su gloriosa transfiguración. Esta elección, para mostrarles una parte de su gloria, fue la mayor distinción que les había hecho desde que estaban en su divina escuela. En vista de tan repetidos testimonios de la preferencia que lograban en los cariños del Señor, se alentaron ellos y su madre a una pretensión que no los acreditaba de muy perfectos, manifestando bien que hasta la venida del Espíritu Santo no formaron concepto adecuado y justo de las verdades y de las máximas espirituales de la religión. Acababa de decirles el Salvador que los doce apóstoles se habían de sentar en doce tronos para juzgar las doce tribus de Israel, pero no les había expresado quiénes habían de estar más cerca de su persona. No ignorando la madre de Santiago y de san Juan el particular cariño que mostraba siempre a sus dos hijos, creyó que le podía pedir con toda confianza los dos primeros tronos para ellos. Presentóse, pues, ante el Señor la buena mujer en medio de los dos hijos, y adorándole con toda reverencia, le dijo que tenía que pedirle una gracia. Habida licencia, añadió: Señor, los tres te hacemos una misma peticiónesto es, que, cuando estéis en vuestro reino, dispongáis que uno de mis hijos se siente a vuestra mano derecha y el otro a la siniestra. No contestó el Salvador directamente a la madre, sabiendo muy bien que hablaba en nombre de sus hijos, y así dirigiendo a todos la palabra sin reprenderles su ambición, se contentó con instruirlos, dándoles en esta ocasión aquella admirable lección de humildad, que es el fun­damento del verdadero mérito, y asegurándoles que, si querían ser los mayores en el reino de los cielos, era menester que bebiesen primero su cáliz, y que se hiciesen pequeños y humildes en este mundo.
Aunque el celo de los dos hermanos no era todavía el más puro ni el más arreglado, no por eso era menos ardiente ni menos tierno el amor que profesaban a Jesucristo. Cerca de seis meses antes de la pasión, caminando por Galilea a Judea , quiso entrar en un pueblo de Samaría, cuyos habitadores le cerraron las puertas por saber que iba a Jerusalén, lo que no podían tolerar los samaritanos después del cisma. Irritados Santiago y san Juan en vista del desaire que se hacía a su Maestro, le dijeron que si les daba licencia harían bajar fuego del cielo para exterminar aquellos insolentes. Reprimió el Salvador su demasiado ardimiento, enseñándoles que el espíritu del Evangelio que les anunciaba no era de rigor como el de la ley de Moisés, sino espíritu de dulzura y de caridad; y aun se cree que, cuando dio a los dos hermanos el nembre de Boamrges, que quiere decir hijos del trueno, aludía al ardor y a la fogosidad de su impetuoso celo.
Grande fue sin duda el favor que hizo el Señor a Santiago en escogerle para testigo de las glorias del Tabor; pero no fue menor el que le dispensó llevándole también para que lo fuese en las agonías del huerto. Fue este bienaventurado apóstol uno de los tres que acompañaron al Salvador en el huerto de los Olivos para servirle, digámoslo así, de consuelo en aquella mortal tristeza; queriendo el Señor hacer con él esta nueva demostración de su ternura hasta el día antes de su muerte; pero de mayor consuelo fueron las que hizo después de su gloriosa resurrección. Hallóse presente Santiago a todas sus frecuentes apariciones, teniendo parte en las instrucciones y en ¡as pruebas de bondad que dio el Salvador a sus discípulos.
Después que los apóstoles recibieron al Espíritu Santo, ninguna cosa fue capaz de contener el celo de Santiago. Corría las ciudades, villas y aldeas de la Judea para anunciar a sus hermanos la fe de Jesucristo. Es constante y muy autorizada tradición de todas las iglesias de España que Santiago fue su primer apóstol, y que antes que los apóstoles se separasen para anunciar el Evangelio en todo el universo, viendo que después de la muerte de san Esteban no se podía predicar a Jesucristo en la Judea, Santiago se embarcó, pasó los mares, y llevó a España las primeras luces de la fe. Venérase aun en Zaragoza el sagrado pilar sobre el cual cree la devota piedad muy fundadamente que se le apareció la santísima Virgen, estando aun en vida mortal esta Señora, y le mandó construir en aquel mismo sitio una capilla dedicada a su santo nombre, asegurándole tomaba desde luego bajo su especial patrocinio una nación que hasta el fin de los siglos había de ser muy devota suya. Después volvió Santiago a Judea, donde trabajó con extraordinario celo en anunciar la fe de Jesucristo. Por su elocuencia, por su valor, por la fuerza de sus razones, y por la milagrosa moción que acompañaba a sus discursos, confirmado, sostenido y autorizado todo con gran número de milagros, hizo grandes conversiones.
Alborotóse toda la nación en vista de tantas mara­villas, y se amotinó furiosamente contra Santiago. Hicieron los judíos todo lo que pudieron para perderle. Valiéndose de dos famosos magos, Filetes y Hermógenes que prometieron convencerle y desacreditarle delante de todo el pueblo con sus artificios; pero sucedió todo lo contrario: luego que el santo habló, se convirtió Filetes y Hermógenes quedó convencido del ningún poder de sus encantos y de la maravillosa virtud del apóstol.
Pero los judíos principales no por eso depusieron su encono ni su animosidad. Un día que hablaba al pueblo con grande fuerza acerca de la divinidad de Jesucristo, probándola con el cumplimiento de las profecías, echaron mano de él, y después de haberle maltratado le llevaron a Herodes Agripa, rey de Judea, nieto del que hizo morir a los inocentes, y sobrino del otro Herodes Antipas, tetrarca de Galilea, que quitó la vida a san Juan Bautista.
Era Agripa poco grato a los judíos, y hacía tiempo que solicitaba ocasión de darles algún gusto para congraciarse con ellos. Parecióle no podía lograr otra más oportuna que la de sacrificar a su odio al que consideraban como cabeza de la religión cristiana, y a uno de los más celosos discípulos de Jesucristo. Sin otras pruebas le sustanció su causa, y le sentenció a que le cortasen la cabeza, San Clemente Alejandrino, que floreció al fin del segundo siglo, asegura que el judío que le prendió, viendo la generosidad con que confesaba a Jesucristo, se sintió tan movido, que confesó era también cristiano, y que por esta confesión fue condenado al mismo suplicio. Cuando los conducían al lugar destinado para la ejecución, el nuevo confesor de Jesucristo se arrojó a los pies del santo apóstol, y le pidió perdón. Abrazóle Santiago tiernamente, y le dijo: La paz sea contigo, de donde se dice tuvo principio la ceremonia que usa la Iglesia en el santo sacrificio de la misa, valiéndose de las mismas palabras para dar la paz al pueblo antes de la comunión. Llegados al lugar del suplicio, Santiago hizo oración, dando gracias al Señor por la honra que le hacía de que derramase su sangre por la gloria de su nombre, y que fuese el primer apóstol que padeciese el martirio por su santo amor. Sucedió el año 44 de Jesucristo, hacia el tiempo de la Pascua, y fue degollado en compañía del otro que entró a la parte en la misma corona. Afirma san Epifanio que Santiago fue perpetuamente virgen como su hermano san Juan, y que por esta razón merecieron los dos el singular amor que el Salvador les profesó.
Después de la muerte del apóstol, que sucedió en Jerusalén, los cristianos enterraron su cuerpo en la misma ciudad, donde se asegura estuvo poco tiempo; y se cree que los discípulos que le fueron siguiendo desde España retiraron el santo cuerpo, y embarcándose con él, le llevaron a Iria Flavia, hoy Padrón, pueblo de Galicia, donde estuvo oculto aquel precioso tesoro todo el tiempo que duró la invasión de los bárbaros hasta el principio de! noveno siglo. Entonces se descubrieron milagrosamente las santas reliquias en tiempo de don Alfonso el Casto, rey de León, aliado de Carlo Magno. Aquel piadoso monarca las hizo trasladar a Compostela; y para autorizar más un lugar que ya era célebre en el universo por la devoción y concurso de los fieles, el papa León III trasladó la silla episcopal de Iría a Compostela, adonde continúa la concurrencia de peregrinos y extranjeros de todo el mundo cristiano después de ochocientos años, publicando lo mucho que puede con Dios el santo apóstol; de manera que, después de la peregrinación a Jerusalén y a Roma, no hay otra más solemne en toda la cristiandad.
Gloríanse algunas iglesias de Francia de poseer alguna parte de las reliquias de nuestro grande apóstol, y aun alguna pretende ser depositaria de su sagrado cuerpo, pero los mismos franceses desprecian esta pretensión acreditándolo con los innumerables peregrinos que de toda aquella nación, más que de otra alguna, concurren cada año en tropel a Compostela. No caben en el guarismo las singulares gracias que España ha recibido siempre de este gran santo. Sobre todo reconoce deberle las victorias más señaladas que ha conseguido de los enemigos de la religión y después de Dios recurre continuamente a su protección en todas las calamidades públicas.
En Jerusalén, a trescientos pasos de la puerta de Sion, hay una iglesia dedicada a Santiago, siendo una de las más hermosas y más grandes de aquella santa ciudad. La cúpula que está en medio se eleva y se sostiene sobre cuatro grandes pilares, rasgada en la parte superior con dilatadas claraboyas, a manera de la del santo sepulcro, y la llenan de extraordinaria claridad. Vense de frente hacia la parte oriental tres magníficos altares, seguidos unos de otros; y a mano izquierda al entrar por la nave hay una capillita en el mismo sitio donde se cree fue degollado el apóstol por mandato de Herodes, porque antiguamente era la plaza del mercado. Pertenece esta iglesia a los armenios, que tienen allí un monasterio con un obispo, y con doce o quince monjes para celebrar los divinos oficios. Dícese que así la iglesia como el monasterio son fundación de los reyes de España para hospedar a los peregrinos españoles. Hay en España la orden militar de Santiago, fundada por el rey don Fernando II el año de 1175. Llámase por su excelencia la Noble, y disputa la antigüedad con la de Calatrava: tiene tres grandes prioratos, el de Castilla, el de León y el de Montalban, con otras ochenta y cinco encomiendas; y el rey es el gran Maestre de la orden.
REFLEXIONES
¿A dónde se fue aquel primitivo espíritu que animaba a los apóstoles y a los primeros fieles? ¿aquel espíritu de humildad que les inspiraba tan bajo concepto de sí mismos; aquel espíritu de mansedumbre con que se compadecían de las ajenas miserias aquel espíritu de mortificación que los inclinaba a vivir y morir en una continua cruz, a triunfar con alegría entre el fuego de la persecución; aquel espíritu de caridad con que correspondían a los ultrajes con oraciones y con beneficios; aquel espíritu de recogimiento y de retiro que los movía a suspirar por el desierto y por la soledad? Este es el espíritu de Jesucristo, que Él mismo vino en persona a derramar en todos sus hijos, este es el que animó a todos los san­tos, y este el que caracteriza y distingue a sus verdaderos discípulos. Pero ¿es este nuestro espíritu? ¿reina el día de hoy en todas las condiciones, en todas las comunidades, en todas las familias? No declamo ahora en tono plañidero y lastimero, no me valgo de exclamaciones, de ayes ni de gemidos estudiados, propongo única y precisamente unas reflexiones sencillas y naturales, que por sí mismas se representan a la razón, y la conducta general de los hombres nos pone cada día delante  de los ojos. Dígase la verdad, ¿se consideran estas máximas del Apóstol como principios sobre los cuales se ha de fundar toda la cristiana filosofía? Pero si no se sigue esta doctrina, ¿no nos dirán las gentes del mundo, en que escuela aprendisteis unas máximas tan contrarias a las de Jesucristo, tan opuestas al Evangelio, tan repugnantes al espíritu de nuestra religión? En punto de filosofía evangélica ¿se piensa hoy en el mundo como pensaban los primitivos cristianos? Y aun aquellas personas que por profesión están consagradas a Dios, ¿no han degenerado del primitivo espíritu de su instituto? ¿se quedan precisamente entre las gentes del mundo la indevoción, los abusos y la relajación? Pero al fin, ello es cierto que el Evangelio no ha envejecido; los mandamientos de la ley se conservan en su primer vigor; los ejemplos de los santos son nuestros modelos, y tanto lo son hoy como siempre. Todo el mundo ve la desproporción y la poca semejanza que hay entre los cristianos de nuestros días, y los de los primeros siglos, con todo eso la regla no se ha mudado; Jesucristo ni ha dispensado, ni ha mitigado el rigor de su ley, ni la santidad de su doctrina; ¿pues cuál será nuestra suerte?
MEDITACIÓN:
DE LOS DESEOS
PUNTO PRIMERO
Considera que toda la felicidad de la otra vida consiste en cumplir todos nuestros deseos, y toda la felicidad de ésta en mortificarlos y en anonadarlos. Es decir que, para ser dichoso en este mundo, es preciso no desear cosa alguna de él. Nuestros deseos son nuestros mayores tiranos.
Crecen los deseos al paso que se cumplen. Lo mismo es entrar en posesión de lo que se desea, que comenzar a desearse otra cosa, de suerte que la posesión los fomenta, y no los satisface. Desea el corazón aquel cargo, aquel empleo, aquel feliz suceso; porque, alucinado de los sentidos, y engañado por la falsa opinión de los hombres, juzga que, logrado el suceso y conseguido el cargo, quedará satisfecho. Consiguióle; pero, hallando por experiencia que aque­llo solo fue echar una gota de agua en un horno encendido, pone la mira en otros objetos que se le representan como bienes capaces de apagarle la sed. Logrólos, y se queda más sediento de lo que estaba antes. No hay bien criado que no deje en el alma un gran vacío. Los deseos son enemigos irreconciliables de nuestra quietud. Con razón se dice que el deseo es un martirio. Son nuestros deseos como accesiones y crecimientos de calentura causados por alguna pasión; ¿cuánto nos atormentan? La ambición, la cólera, la codicia, la lujuria y la avaricia son como diferentes especies de hidropesía; cuanto más se bebe, más sed se padece. Nuestros deseos son los que consumen y gastan la salud con los cuidados que engendran, con las fatigas que causan, con los enfados que traen, y con los gastos que ocasionan, haciendo expender mucho para conseguir nada; ¡Buen Dios, qué dichosos seríamos todos, si en nuestra condición, en nuestro estado, en nuestra oscuridad o en nuestra mediocridad de fortuna se apagaran nuestros deseos! Si examinamos la causa de nuestras inquietudes, y si buscamos el origen de nuestras desazones, no hallaremos otro. El hombre verdaderamente dichoso en este mundo es aquel que nada desea, ciéguese este manantial envenenado, y al punto gozaremos un gran sosiego y una dulce tranquilidad, porque elevándose el alma sobre los bienes criados, hallará en Dios todo lo que puede desear. Tanta verdad es que solo Dios puede llenar nuestro corazón, solo él puede contentarle, solo él puede satisfacerle, sea solo Dios el objeto de todos nuestros deseos, y desde luego se­remos dichosos y felices.
PUNTO SEGUNDO.
Considera que, siendo los deseos enemigos de nuestra quietud, hacemos muy mal en no cortar la raíz, convenciéndonos de la vanidad de su objeto, y ocupando el corazón en otros bienes más sólidos. Discurramos por todos los estados de la vida; fijemos la atención en todos los bienes criados; nada hallaremos que baste a llenar y satisfacer nuestra alma. Salomón hizo una triste experiencia de esta verdad. Nada negó a sus sentidos, derramado su corazón en todo género de deseos, todos los satisfizo; pero ¿los contentó por eso? Vanidad de vanidades, y todo vanidad, exclamó desengañado. Vasta capacidad, grandes alcances, abundancia de bienes, honores, dignidades, distinciones, gran fama, sabiduría humana, todo es vanidad, sólo Dios puede llenar este corazón, solo Dios le puede satisfacer; solo Dios puede hacer que esté contento y tranquilo. ¿Para qué desear otra cosa que a solo Dios? Solo el desear este infinito bien es un bien inestimable; él tranquiliza el alma, y él le da a gustar aquello mismo que desea. Amase a Dios desde el mismo instante en que se tiene verdadero deseo de amarle. Respecto de los bienes criados, el primer trabajo del hombre que los desea, es el deseo mismo. Respecto del soberano bien, que es Dios solo, el verdadero deseo de poseerle es en cierta manera como acto y principio de posesión. ¿Hay por ventura algún trabajo en desear amar, servir y poseer a Dios? Para ser feliz en esta vida, es indispensable que Dios nos sea todo en todas las cosas, como nos lo será en la otra. Los bienes de esta vida se desean con ardor, y se poseen sin gusto. La posesión de Dios es inseparable de una alegría y de un gusto, que es nuevo cada día y cada instante. El motivo porque nunca vivimos contentos en la tierra, es porque no se reflexiona en lo que se tiene, sino en lo que no se tiene. Solo Dios, el cual solo es todos los bienes, el único bien y el soberano bien del hombre, no deja lugar a otros deseos. Un solo deseo basta para excitar, irritar encender todas las pasiones; por el contrario, el deseo del sumo bien sofoca a todas estas fieras. Por eso siempre fue, y siempre será verdad que no puede haber en el mundo hombre verdaderamente feliz, sino aquel que desea á solo Dios.
Divino Salvador mío, ¿cuándo ha de llegar el caso de que yo haga esta dichosa experiencia? Mis deseos son mis tiranos, y lejos de librarme de su malignidad, solo he procurado sujetarme más y más al yugo de su tiranía. Dignaos, Señor, sacarme de esta esclavitud; oh Dios mío, desde hoy nada quiero desear sino a solo vos.
JACULATORIAS.
¿Quid mihi est in caelo? ¿et á te quid volui super terram? Salm. 72.
¿Qué tengo yo que desear, Dios mío, fuera de vos en el cielo y en la tierra?
Omne desiderium averte ame. Eccl. 23.
Apartad, Señor, de mi corazón todo deseo de las cosas criadas.
PROPÓSITOS
1 - Conviene desear pocas cosas en la tierra, decía san Francisco de Sales, y conviene desearlas poco. Cuanto más hay que desear, más hay que temer en esta vida, y por eso ninguno puede ser en ella feliz; a la medida de los deseos son los temores; cuanto más se desea, más se teme. Si quieres ser dichoso en este mundo, nada desees que tú puedas perder, o que te pueda perder a ti, Diríjanse a Dios todos tus deseos: este es el único objeto que los puede satis­facer: está siempre de centinela contra estos migos de tu quietud, ahógalos luego que nazcan; y si burlasen tu vigilancia, déjalos apagar por falta de cebo. El alma entregada a sus deseos es muy digna de compasión; si los quieres contentar, te desecarán a fuerza de cuidados y de disgustos.
2 - En el caso que no puedas cegar el manantial de tus deseos, evita por lo menos que se derramen y se extiendan; modera su viveza, y desconfía de la falsa brillantez con que se representan sus objetos. Es gran medio para ahogar los deseos luego que nacen, el no querer sino aquello que Dios quiere. Sea la volun­tad de Dios la regla y la medida de tus deseos, y presto los verás todos sofocados. Persuádete de que los deseos siempre son efectos naturales de las pasiones; y desdichado de aquel que se hace esclavo de ellos. No es medio menos eficaz para refrenarlos el pensamiento de la muerte, lo que esta hace con ellos, hace también su memoria poco más o menos. Los más vivos deseos se debilitan con las fuerzas, y se acaban cuando se acaba la vida. ¿Con qué ojos se miran en la hora de la muerte esos fantasmones de grandeza, de felicidad y de fortuna? Entonces solo Dios enciende todos los deseos del alma. La misma virtud tiene en vida la memoria de la muerte; todos los deseos se estrellan contra la sepultura; ninguno subsiste hasta más allá de la vida, y ni aun duran tanto como ella, basta la menor enfermedad para embotar todos sus filos. Pero valga la verdad y aunque nuestros deseos no nos ocasionaran tantos disgustos, aunque no encontraran tantos tropiezos, ¿merecerían el trabajo que cuesta el satisfacerlos? ¡ Ah, y qué bueno es vivir y morir con solo el deseo de amar y de poseer a Dios!