sábado, 8 de julio de 2017

QUINTO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS. Del Año Litúrgico de Guéranger.

EL OFICIO. — La Iglesia ha comenzado esta noche la lectura del segundo libro de los Reyes, que principia por la narración de la muerte desgraciada de Saúl y el advenimiento de David al trono de Israel. La exaltación del hijo de Jesé marca el punto culminante de la vida profética del pueblo antiguo; en él encontró Dios su siervo fiel (Salmo LXXXVIII, 21), e iba a mostrarle al mundo como la figura más completa del Mesías que había de venir. Un juramento divino garantizaba al nuevo Rey el porvenir de su descendencia; su trono debía ser eterno (Ibíd., 36-38); porque debía un día llegar a ser ei trono del que sería llamado Hijo del Altísimo, sin dejar de tener por Padre a David (S, Luc., I, 32). 

Pero en el momento en que la tribu de Judá aclamaba en Hebrón al elegido del Señor, no era todo, ni mucho menos, alegría y esperanza. La Iglesia, ayer en Vísperas, tomaba una de las más bellas Antífonas de su Liturgia del canto fúnebre que inspiró a David la vista de la diadema recogida del polvo ensangrentado en el campo de batalla, donde acababan de sucumbir los príncipes de Israel: "Montes de Gelboé, ni lluvia ni rocío caiga sobre vosotros; porque allí fue abatido el escudo de los héroes, el escudo de Saúl, como si no hubiese recibido la unción. ¿Cómo han caído los héroes en la batalla? Jonatás ha sido muerto en las alturas; ¡Saúl y Jonatás, tan amables y tan hermosos en su vida, no se han separado ni en la muerte!". 

Inspirada por la proximidad de la fiesta de los Santos Apóstoles del 29 de Junio, y de este día en que el Oficio del Tiempo trae cada año esta Antífona, la Iglesia aplica estas últimas palabras a San Pedro y San Pablo durante la Octava de su fiesta: "¡Gloriosos príncipes de la tierra, se amaron en vida—exclama—y no se han separado ni en la muerte!" Como el pueblo Hebreo en esta época de su historia, más de una vez el ejército cristiano no saludó el advenimiento de sus jefes, sino en una tierra tinta en la sangre de sus predecesores.

 MISA 

Como en el Domingo anterior, la Iglesia parece haberse complacido en relacionar con las lecturas de la noche el comienzo del Sacrificio. El Introito, en efecto, está sacado del Salmo XXVI, compuesto por David con ocasión de su coronación en Hebrón. Expresa la humilde y confiada súplica de uno a quien falta todo aquí abajo, pero que tiene al Señor como luz y como fuerza. En las circunstancias que hemos recordado, no hacía falta nada menos que una fe ciega en las promesas divinas para sostener el valor del antiguo pastor de Belén y de la nación que llegaba a ser su pueblo. Mas comprendamos a la vez, que la realeza de David y su descendencia, en la antigua Jerusalén, es figura, para la Iglesia, de una realeza más sublime, de una dinastía más alta, esto es: de la realeza de Cristo y de la sucesión de los Pontífices. 

INTROITO 
Escucha, Señor, mi voz, con la que he clamado a ti: sé mi ayudador, no me dejes, ni me desprecies, oh Dios, Salvador mío. — Salmo: El Señor es mi luz, y mi salud: ¿a quién temeré? V. Gloria al Padre. 


Los bienes prometidos a David como recompensa de sus combates, no eran más que una pálida imagen de los que aguardan en la patria a los vencedores del demonio, del mundo y de la carne. Reyes para siempre, gustarán, sentados en sus tronos, de la plenitud de las delicias, cuyas gotas deja caer aquí abajo el Esposo sobre las almas fieles. Amemos, pues, a quien recompensa de tal modo el amor; y como por nosotros mismos no podemos nada, pidamos por medio del Esposo al autor de todo don excelente (Santiago, I, 17), la perfección de la caridad divina. 


COLECTA 


Oh Dios, que has preparado bienes invisibles para los que te aman: infunde en nuestros corazones el afecto de tu amor; para que, amándote a ti en todo y sobre todo, consigamos tus promesas que superan todo anhelo. Por nuestro Señor. 


EPÍSTOLA


Lección de la Epístola del Ap. S. Pedro. (1.°, III, 8-15)


Carísimos: Estad todos unánimes en la oración, sed compasivos, amantes de la fraternidad, misericordiosos, modestos, humildes: no devolváis mal por mal, ni maldición por maldición; sino, al contrario, bendecid: porque a esto habéis sido llamados, a poseer como herencia la bendición. Por tanto, el que quiera amar la vida y ver días buenos, refrene su lengua del mal, y no hablen engaño sus labios. Apártese del mal, y haga el bien: busque la paz, y sígala. Porque los ojos del Señor miran a los justos, y sus oídos escuchan sus preces: pero el rostro del Señor está sobre los que hacen mal. Y, ¿quién es el que os dañará, si fuereis emuladores del bien? Pero, aunque padeciereis algo por la justicia, bienaventurados de vosotros. Mas no los temáis a ellos, y no os conturbéis; antes santificad al Señor, a Cristo, en vuestros corazones. 


CARIDAD FRATERNA. —La unión de una verdadera caridad, la concordia y la paz, que, como condición necesaria de su felicidad presente y futura, se debe mantener a toda costa: tal es el objeto de las recomendaciones dirigidas por Simón (ahora Pedro) a esas otras piedras elegidas que se apoyan en él, y forman las hiladas del templo levantado por el Hijo del Hombre a gloria del Altísimo. 


Comprendamos la importancia que tiene para todos los cristianos la unión mutua, ese amor de hermanos, tan frecuentemente, tan vivamente recomendado por los Apóstoles, cooperadores del Espíritu Santo en la construcción de la Iglesia. No basta la extinción del cisma y de la herejía, cuyos excesos desastrosos recordaba el Evangelio hace ocho días, ni la represión de las pasiones de ira o de los celos agrios; es necesario un amor efectivo, obsequioso, perseverante, que junte verdaderamente y armonice como conviene, las almas y los corazones; es necesaria esta caridad desbordante y única digna de tal nombre, que, mostrándonos al mismo Dios en nuestros hermanos, hace verdaderamente nuestras sus dichas y sus desdichas. Lejos de nosotros la somnolencia egoísta en que se complace el alma perezosa, con la que tan frecuentemente las almas falsarias creen satisfacer tanto mejor a la primera de las virtudes, cuanto más se desinteresan por completo de lo que las rodea. En tales almas no puede prender la argamasa divina; piedras impropias para toda construcción, que rechaza el celeste albañil, o que deja sin empleo al pie de las murallas, porque no se adaptan al conjunto, ni sabrían disponerse. ¡Desgraciadas de ellas, sin embargo, si el edificio se; acaba sin que hayan merecido ocupar un lugar en sus muros! Comprenderán entonces, aunque demasiado tarde, que la caridad es una; que no ama a Dios quien no ama a su hermano ( I S. Juan, IV, 21) y que quien no ama, permanece en la muerte (Ibíd., III, 14). Coloquemos, pues, con San Juan, 1a perfección de nuestro amor para con Dios, en el amor de nuestros hermanos (I S. Juan, IV, 12); sólo entonces poseeremos a Dios en nosotros (Ibid); sólo entonces podremos gozar de los inefables misterios de la unión divina con Aquel que se une a los suyos, para hacer de todos y de Él mismo un templo augusto a la gloria del Padre.


El Gradual, en conformidad con las ideas que inspira el Introito del día, pide la protección divina para el pueblo colocado bajo el cetro del ungido del Señor. El Verso anuncia la victoria de Cristo-Rey, y la salvación que trae a la tierra. 


GRADUAL 


Mira, oh Dios, protector nuestro: y contempla a tus siervos, V. Señor, Dios de los ejércitos, escucha las preces de tus siervos.
Aleluya, aleluya. V. Señor, en tu fortaleza se alegrará el rey: y se gozará sobremanera en tu salud. Aleluya. 


EVANGELIO 


Continuación del santo Evangelio según S. Mateo. (V, 20-24)




En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Si no abundare vuestra justicia más que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Habéis oído que se dijo a los antiguos: No matarás: mas, el que matare, será reo de juicio. Pero yo os digo que, todo el que se enojare con su hermano, será reo de Juicio. Y el que le llamare a su hermano raca, será reo de concilio. Y el que le llamare fatuo, será reo del infierno del fuego. Por tanto, si ofrecieres tu presente en el altar, y te recordares allí de que tu hermano tiene algo contra ti: deja tu presente allí, ante el altar, y vete antes a reconciliarte con tu hermano: y, volviendo después, ofrecerás tu presente. 


EL LEGISLADOR. — El Verbo divino bajado para santificar a los hombres en la verdad, es decir, en Él mismo debía volver, ante todo, a su prístino esplendor, empañado por el tiempo, los inmutables principios de justicia y de derecho que reposan en Él, como en su cetro. Es lo primero que hace y con una solemnidad incomparable, antes de llamar a sus discípulos y de elegir a los doce, en el pasaje del sermón de la montaña, de donde la Iglesia ha tomado el Evangelio de hoy. En esto no venía, declaraba Él mismo, a condenar o destruir la ley, sino a restablecer, contra los escribas y fariseos, su verdadero sentido, y a darla la plenitud que los mismos ancianos del tiempo de Moisés no la habían podido dar. 


EL JUEZ. — En las pocas líneas que la Iglesia ha tomado, el pensamiento del Salvador es: que no se debe juzgar con la medida de los tribunales terrenales el grado de justicia necesario para entrar en el reino de los cielos. La ley judia ponía al homicida en el tribunal criminal llamado del juicio.; y Él, el Maestro y autor de la ley, declara que la cólera, el primer paso para el homicidio, aunque esté oculta en los repliegues más recónditos de la conciencia, puede ella sola llevar consigo la muerte del alma, incurriendo asi, en el orden espiritual, en la pena capital, reservada en el orden social de la vida presente al que ha perpetrado homicidio. Mas si, aún sin llegar a los golpes, se escapa esta cólera en palabras despectivas, como la expresión siríaca de roca, hombre de nada, la falta se hace tan grave, que considerada en su valor real ante Dios, sobrepasaría la jurisdicción criminal ordinaria, para ser tan sólo encausada por el consejo supremo de la nación. Si del desprecio se pasa a la injuria, nada hay tan grave en los procesos humanos que pueda darnos una idea de la enormidad del pecado cometido. Pero los poderes del Juez supremo no se sujetan, como los de los hombres, a un límite dado; la caridad fraterna pisoteada, encontrará siempre, más allá del tiempo, su vengador. ¡Tan grande es el precepto del amor santo que une a las almas!; ¡tan directamente se opone a la obra divina, la falta que, de lejos o cerca, va a comprometer o turbar la armonía de las piedras vivas del edificio que se levanta aquí abajo, en la concordia y el amor, a gloria de la indivisible y pacífica Trinidad!

A medida que avanzan los años para el pueblo elegido, comprende cada vez mejor la dicha que fue para él haber escogido los verdaderos bienes, como parte de su herencia. Con su Rey, en el Ofertorio, canta los favores celestiales y la presencia continua de Dios, que se ha constituido su sostén. 


OFERTORIO 


Bendeciré al Señor, que me dio entendimiento: tendré siempre al Señor en mi presencia: porque está a mi diestra, para que no vacile. En la Secreta pedimos a Dios que se digne recibir favorablemente, al modo de las antiguas oblaciones, la ofrenda de nuestros corazones. Pero si queremos que esta oración tenga su efecto, recordemos la recomendación que acaba el Evangelio de hoy: sólo serán agradables al Altísimo, los corazones de aquellos que estén en paz, en cuanto depende de ellos, con todos sus hermanos. 


SECRETA 


Sé propicio, Señor, con nuestras súplicas, y acepta benigno estas oblaciones de tus siervos y siervas; para que, lo que te ha ofrecido cada cual en honor de tua nombre, aproveche a todos para su salud. Por nuestro Señor. 


La presencia auxiliadora de Dios, que celebraba la Antífona del Ofertorio, no señalaba término alguno a las condescendencias divinas. Conquistado por el amor infinito de Dios, en la inefable unión de los Misterios sagrados, el pueblo santo no desea ni pide otra cosa, que ser admitido a establecerse para siempre en la casa del Señor. 


COMUNIÓN


Una cosa he pedido al Señor, ésta buscaré: morar en la casa del Señor todos los días de mi vida. 


El efecto de los sagrados misterios es múltiple: purifican hasta lo más recóndito del alma y nos protegen al exterior de las emboscadas que atenían contra nuestra salvación. Pues digamos, con la Iglesia, en la Poscomunión: 


POSCOMUNIÓN 


Suplicámoste, Señor, hagas que, los que has saciado con tu celestial don, nos purifiquemos de nuestras manchas ocultas, y nos libremos de las asechanzas de los enemigos. Por nuestro Señor.


Año Litúrgico de Guéranger


 

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