jueves, 31 de agosto de 2017

1 de septiembre SAN EGIDIO o GIL, ABAD Vidas de los Santos de A. Butler

(Fecha desconocida) - de San Gil (Ae gidius), una de las más famosas en la Edad Media, procede de una biografía escrita en el siglo X. De acuerdo con aquel escrito, Gil era ateniense por nacimiento. Durante los primeros años de su juventud, devolvió la salud a un mendigo enfermo, en virtud de haberle cedido su capa, tal como había sucedido con San Martín. Gil despreciaba los bienes temporales y detestaba el aplauso y las alabanzas de los hombres, que llovieron sobre él, tras la muerte de sus padres, debido a la prodigalidad con que daba limosnas y los milagros que se le atribuían. Para escapar, se embarcó hacia el occidente, llegó a Marsella y, luego de pasar dos años en Arles, junto a San Cesáreo, se construyó una ermita en mitad de un bosque, cerca de la desembocadura del Ródano. En aquella soledad se alimentaba con la leche de una cierva que acudía con frecuencia y se dejaba ordeñar mansamente por el ermitaño. Cierto día, Flavio, el rey de los godos, que andaba de cacería, persiguió a la cierva y le azuzó a los perros, hasta que el animal fue a refugiarse junto a Gil, quien la ocultó en una cueva, y la partida de caza pasó de largo frente a ella, incluso los perros que parecían haber perdido el olfato. Al día siguiente, se reanudó la cacería y la cierva fue nuevamente descubierta y perseguida hasta la cueva donde la ocultó el ermitaño y donde se volvía invulnerable. Al tercer día, el rey Flavio llevó consigo a un obispo para que presenciara el suceso y tratase de explicarle el extraño proceder de sus perros. En aquella tercera ocasión, uno de los arqueros del rey disparó una flecha al azar, a través de la maleza que cubría la entrada de la cueva. Cuando los cazadores se abrieron paso hasta la caverna, encontraron a Gil herido por la flecha y a la cierva echada a sus pies. Flavio y el obispo instaron al ermitaño para que diera cuenta de su presencia en aquellos parajes. Gil les relató su historia y, al escucharla, tanto el monarca como el prelado le pidieron perdón por haber alterado la paz de su soledad y el rey impartió órdenes para que fuesen en busca de un médico que le curase la herida de la flecha, pero San Gil rehusó aceptar la visita del doctor, no quiso tomar ninguno de los regalos que le presentaron los de la partida real y rogó a todos que le dejasen tranquilo en su solitario retiro.

El rey Flavio hizo frecuentes visitas a San Gil, y éste acabó por solicitar al monarca que dedicase todas las limosnas y beneficios que le ofrecía, a la fundación de un monasterio. Flavio se comprometió a hacerlo, a condición de que Gil fuese el primer abad. A su debido tiempo, el monasterio se levantó cerca de la cueva del ermitaño, se agrupó una comunidad en torno a Gil y muy pronto, la reputación de los nuevos monjes y de su abad, llegó a oído de Carlos, rey de Francia (a quien los trovadores medievales identificaron con Carlomangno). La corte mandó traer a San Gil a Orléans, donde se entretuvo largamente con el rey en profunda charla sobre asuntos espirituales. Sin embargo, en el curso de aquellas conversaciones, el monarca calló una gravísima culpa que había cometido y le pesaba sobre la conciencia. "El domingo siguiente, cuando el ermitaño oficiaba la misa y, según la costumbre oraba especialmente por el rey durante el canon, apareció un ángel del Señor que depositó sobre el altar un rollo de pergamino donde estaba escrito el pecado que el monarca había cometido. En el pergamino se advertía también que aquella culpa sería perdonada por la intercesión de Gil, siempre y cuando el rey hiciese penitencia y se comprometiese a no volver a cometerla . . . Al terminar la misa, Gil entregó el rollo de pergamino al monarca, quien, al leerlo, cayó de rodillas ante el santo y le suplicó que intercediera por él ante Dios. A continuación, el buen ermitaño se puso en oración para encomendar al Señor el alma del monarca y a éste le recomendó, con dulzura, que se abstuviese de cometer la misma culpa en el futuro." Después de aquella temporada en la corte, San Gil regresó a su monasterio y, al poco tiempo, partió a Roma para encomendar sus monjes a la Santa Sede. El Papa concedió innumerables privilegios a la comunidad y, al monasterio, le hizo el donativo de dos portones de cedro tallados con primor. A fin de poner a prueba su confianza en Dios, San Gil mandó arrojar aquellas dos puertas a las aguas del Tiber, se embarcó en ellas y, con viento propicio, navegaron por el Mediterráneo hasta las costas de Francia. Recibió una advertencia celestial sobre la proximidad de su muerte y en la fecha vaticinada, un domingo lo. de septiembre, "dejó este mundo, que se entristeció por la ausencia corporal de Gil, pero en cambio, llenó de alegría los Cielos por su feliz arribo".
Este relato sobre San Gil y otros que circularon durante la Edad Media y que son nuestras únicas fuentes de información resultan completamente indignos de confianza. Es evidente que algunos de sus pormenores son contradictorios y anacrónicos; además, la leyenda está asociada con ciertas bulas pontificias que, como ahora se sabe, fueron fraguadas para servir a los intereses del monasterio de San Gil, en Provenza. Lo más que se puede saber sobre San Gil es que debe haber sido un ermitaño o un monje que vivió cerca de la desembocadura del Ródano, en el siglo sexto u octavo, y que el famoso monasterio que lleva su nombre afirma poseer sus reliquias. La historia de la cierva se relaciona con varios santos, de entre los cuales, San Gil es el más famoso y, durante muchos siglos, uno de los más populares. Se le nombra entre los "Catorce Santos Auxiliadores" (el único entre ellos que no fue mártir) y su tumba, en el monasterio, fue centro de peregrinaciones de primerísima importancia que contribuyó a la prosperidad de la ciudad de Saint Gilíes durante la Edad Media, hasta el siglo XIII, cuando quedó convertida en ruinas, durante la cruzada contra los albigenses. Otros cruzados bautizaron con el nombre de Saint Gilíes a una ciudad (la actual Sinjil) que fundaron en los límites de las regiones de Benjamín y Efraín, de manera que su culto se extendió por todo el occidente de Europa. En Inglaterra había 160 parroquias dedicadas a él. Se le invoca como protector de los tullidos, mendigos y herreros. Juan Lydgate, un monje poeta de Bury, le invocaba así en el siglo quince:
Gil, santo protector de pobres y lisiados,
consuelo de los enfermos en su mala suerte,
refugio y escudo de los necesitados,
patrocinio de los que miran a la muerte.
Por ti, los moribundos vuelven a la vida . . .

El texto en latín sobre la vida de San Gil, se encuentra en Acta Sanctorum, septiembre, vol. I y, una versión semejante, en Analecta Bollandiana, vol. vm (1889), pp. 103-120. También hay una biografía de versos rimados y una adaptación al francés antiguo. Para estas últimas, consultar el cuidadoso estudio de la Srita. E. C. Jones, Saint Gilíes (1914). En cuanto a las tradiciones populares reunidas en torno a San Gil, véase a Báchtold- Stáubli en Handivórterbuch des deutschen Aberglaubens, vol. i, pp. 212 y ss.; sobre el tratamiento del tema en el arte, véase a Künstle en Ikonographie, vol. H, pp. 32-34; el emblema distintivo del santo, naturalmente, es una cierva con una flecha clavada. Para los lectores ingleses, se recomienda el Saint Gilíes de F. Brittain (1928). Véase también a F. Boulard, en Saint Gilíes (1933) y a A. Fliche, en Aigues-Mortes et Saint-Gilíes (1950). Una moción del Papa Benedicto XIV proyectaba eliminar la fiesta de San Gil del calendario general.

miércoles, 30 de agosto de 2017

31 de agosto SANTO DOMINGUITO DEL VAL, MONAGUILLO Y MÁRTIR Marcos Martínez de Vadillo

Dominguito del Val nació en Zaragoza, la ciudad de la Virgen y de los Innumerables Mártires, el año 1243. Era rey de Aragón Jaime el Conquistador, vicario de Cristo en Roma, Inocencio IV, y obispo de Zaragoza, Arnaldo de Peralta. Media España estaba bajo el dominio de los moros y en cada pecho español se albergaba un cruzado.
Los padres de Dominguito se llamaban Sancho del Val e Isabel Sancho. Su madre era de pura cepa zaragozana, y su padre, de origen francés. El abuelo paterno había sido un esforzado guerrero a las órdenes del rey don Alfonso el Batallador. A su lado estuvo en el asedio de Zaragoza, que fue duro y prolongado. Todos los cruzados franceses se marcharon a sus casas; todos, menos uno. 'Fue nuestro antepasado —decía Sancho del Val a su hijo, siempre que le contaba la historia—. El señor del Val, hijo de la fuerte Bretaña, sufrió inquebrantable el hambre y la sed, los hielos del invierno y los fuegos del verano, las vigilias prolongadas y los golpes de las armas enemigas. Y al rendirse la ciudad, el rey le hizo rico y noble, igualándole con los españoles más ilustres'.
Sancho del Val no siguió a su padre por el camino de las armas. Prefirió las letras. Fue tabelión o notario y su firma quedó estampada en las actas de las Cortes de Aragón, al lado de las firmas de condes y obispos.
Dios bendijo la unión de Sancho e Isabel dándoles un hijo que iba a ser mártir y modelo de todos los niños y, de un modo especial, de los monaguillos. Porque Santo Dominguito del Val es el patrono de los monaguillos y niños de coro. El fue infantico de la catedral de Zaragoza, vistió con garbo la sotanilla roja y repiqueteó con gusto la campanilla en los días de fiesta grande. La imagen que todos hemos visto de este tierno niño nos lo representa con las vestiduras de monaguillo. Clavado en la pared con su hermosa sotana y amplio roquete. La mirada hacia el cielo y unos surcos de sangre goteando de sus pies y manos. Una estampa de dolor ciertamente, pero, también, de valentía superior a las fuerzas de un niño de pocos años. Las nobles condiciones, especialmente su piedad, que se advertían en el niño según crecía, indujeron a los padres a dedicarlo al santuario, al sacerdocio. Cuando fue mayorcito lo enviaron a la catedral. Entonces la catedral era la casa de Dios y, al mismo tiempo, escuela. Todas las mañanas, al salir el sol, hacía Dominguito el camino que separaba el barrio de San Miguel de la Seo. Una vez allí, lo primero que hacía era ayudar a misa y cantar en el coro las alabanzas de Dios y a la Virgen.
Cumplido fielmente su oficio de monaguillo, bajaba al claustro de la catedral a empezar la tarea escolar. Con el capiscol o maestro de canto ensayaban los himnos, salmos y antífonas del oficio divino. La historia y la tradición nos presentan a nuestro Santo especialmente aficionado y dotado para el canto. Por algo es el patrono de los niños de coro y seises.
La tarea escolar incluía más cosas. Había que aprender a leer, a contar, a escribir. Los pequeños dedos se iban acostumbrando a hacer garabatos sobre las tablillas apoyadas en las rodillas. La voz del maestro se oía potente y, al acabar, las cabecitas de los pequeños escolares se inclinaban rápidamente para escribir en los viejos pergaminos lo que acababan de oír. Así un día y otro día. Al atardecer volvía a casa. Un beso a los padres, y luego a contarles lo que había aprendido aquel día y las peripecias de los compañeros.
Uno se resiste a creer la historia que voy a contar. Es increíble que haya hombres tan malos. Sin embargo, parece que la substancia del hecho es verdad.
Los judíos solían amasar los alimentos de su cena pascual con sangre de niños cristianos. La historia nos ha conservado los nombres de estas víctimas inocentes: Simón de Livolés, Ricardo de Norwick, el Niño de la Guardia y Santo Dominguito del Val. 'Oyemos decir —escribía el rey Alfonso el Sabio, en aquellos mismos días de Santo Dominguito del Val— que los judíos ficieron, et facem el día de Viernes Santo remembranza de la pasión de Nuestro Señor, furtando los niños et poniéndolos en la cruz, et faciendo imágenes de cera et crucificándolas, cuando los niños no pueden haber.'
Los judíos eran por entonces muchos y poderosos en Zaragoza. En la sinagoga se había recordado 'que al que presentase un niño cristiano sería eximido de penas y tributos'. Y un sábado al terminar de explicar la Ley el rabino, dijo: 'Necesitamos sangre cristiana. Si celebramos sin ella la fiesta de la Pascua, Jehová podrá echarnos en cara nuestra negligencia'.
Estas palabras fueron bien recogidas por Mosé Albayucet, un usurero de cara apergaminada y nariz ganchuda. Por su frente arrugada pasó una idea negra. Pensó en aquel niño que todos los días al oscurecer pasaba delante de su tienda. Este niño era Dominguito del Val, que volvía de la catedral a casa. A veces solo y otras con un grupo de compañeros. Con frecuencia, al cruzar el barrio judío, de tiendas obscuras y estrechas callejuelas, cantaban himnos en honor del Señor y su Santísima Madre. Seguramente los que acababan de ensayar con el capiscol de la catedral.
Más de una vez los había oído Mosé Albayucet y, desde la puerta de su tienda, los había amenazado con su mano. Le pareció la ocasión oportuna y prometió a sus compañeros de secta que aquel año iban a tener sangre de niño cristiano para la Pascua y bien reciente.
Era el miércoles 31 de agosto de 1250. El atardecer se hacía más obscuro en las estrechas callejuelas del barrio judío por donde pasaba Dominguito camino de su casa. De repente, y antes de pensarlo o poder lanzar un grito, nota que algo se le echa encima. Son las manos de Mosé Albayucet que le cubren el rostro con un manto. Le amordaza bien la boca para que no pueda gritar y le mete de momento en su casa. Las garras de la maldad acaban de hacer su presa.
Aquella misma noche es trasladado el inocente niño a la casa de uno de los rabinos principales. Allí están los príncipes de la sinagoga. Dominguito tiembla de miedo ante aquellos rostros astutos y malvados. Sus manos aprietan la cruz que pende de su pecho.
—Querido niño —le dice una voz zalamera—, no queremos hacerte mal ninguno; pero si quieres salir de aquí tienes que pisar ese Cristo.
—Eso nunca —dice el niño—. Es mi Dios. No, no y mil veces no.
—Acabemos pronto —dicen aquellos malvados ante la firmeza del niño.
Va a repetirse la escena del Calvario. Uno acerca las escaleras que apoya sobre la pared; otro presenta el martillo y los clavos, y no falta quien coloca en la rubia cabellera del niño una corona de zarzas, así el parecido con la crucifixión de Cristo será mayor.
Con gran sobriedad de palabras refieren las Actas del martirio lo que sucedió:
'Arrimáronle a una pared, renovando furiosos en él la pasión del divino Redentor; crucificáronle, horadando con algunos clavos sus manos y pies; abriéronle el costado con una lanza, y cuando hubo expirado, para que no se descubriese tan enorme maldad, lo envolvieron y ataron en un lío y lo enterraron en la orilla del Ebro en el silencio de la noche.'
Todos nos imaginamos fácilmente los espasmos de dolor que estremecerían aquellos músculos delicados de niño. Abrieron sus venas para recoger en unos vasos preparados su sangre. Sangre inocente que iba a ser el jugo con que amasasen los panes ácimos de la Pascua.
Una vez muerto cortaron sus manos y cabeza, que arrojaron a un pozo de la casa donde había tenido lugar el horrendo crimen. Su cuerpo mutilado fue llevado, como dicen las Actas, a orillas del Ebro. Allí sería más difícil encontrarlo.
Los judíos se retiraron a sus casas contentos de haber hecho un gran servicio a Dios. La Seo había perdido a su mejor monaguillo y el cielo había ganado un ángel más. Todo esto ocurría la noche del 31 de agosto de 1250.
Dios tenía preparado su día de triunfo, su mañana de resurrección, para Dominguito del Val.
Mientras en la casa del notario Sancho del Val se oían gemidos de dolor, una extraña aureola aparecía en la ribera del Ebro. Los guardas del puente de barcas echado sobre el río habían visto con asombro durante varios días el mismo acontecimiento. La noticia recorre toda Zaragoza.
Algunas autoridades y un grupo de clérigos se dirigen hacia el lugar de la luz misteriosa. Allí hay un pequeño trozo de tierra recientemente removida. Se escarba y, metido en un saco, aparece un bulto sanguinolento. Se comprueba que es el cuerpo mutilado de Dominguito. Una ola de dolor e indignación invade la ciudad de punta a punta.
La cabeza y las manos aparecen, también, de una manera milagrosa. Aunque aquí la leyenda no concuerda. Según una versión, un perrazo negro gime lastimeramente, y sin que nadie le pueda espantar, al borde del pozo a que fueron arrojados los miembros del niño mártir. Es el perro del notario Sancho del Val. Se agota el agua y en el fondo aparecen las manos y cabeza de Dominguito. Otra versión dice que las aguas del pozo se llenaron de resplandeciente luz, que crecieron y desbordadas mostraron el tesoro que guardaban en el fondo. Pronto se supo toda la verdad del hecho. El mismo Albayucet lo iba diciendo: 'Sí, yo he sido. Matadme, me es igual; la mirada del muerto me persigue, y el sueño ha huido de mis ojos'. El santo niño había de conseguir el arrepentimiento para su asesino. Bautizado y arrepentido, Albayucet subirá tranquilo a la horca.
'Divulgado el suceso —escribe fray Lamberto de Zaragoza—, y obrados por el divino poder muchos milagros, el obispo Arnaldo dispuso una procesión general, a la que asistió con todo el clero la ciudad, la nobleza, la tropa y la plebe, todos con velas blancas, y llevaron el santo cuerpo por todas las iglesias y calles de la ciudad, hasta por la puerta Cineja, mostrándolo a todos y haciendo ver en él las llagas de las manos y pies y costado.'
Hoy mismo es muy viva la devoción que Zaragoza siente por su glorioso mártir. Su fiesta está incluida entre las de primera clase y los niños de coro de La Seo y del Pilar le festejan como Santo patrono. Desde los días del martirio existe la cofradía de Santo Dominguito. El rey Jaime I de Aragón tuvo a honor ser inscrito en ella.
Sus restos mortales se conservan en una capilla de la catedral en hermosa urna de alabastro. Sobre la urna un ángel sostiene esta leyenda: 'Aquí yace el bienaventurado niño Domingo del Val, mártir por el nombre de Cristo'.

martes, 29 de agosto de 2017

30 de agosto SANTA ROSA DE LIMA, PATRONA PRINCIPAL DE IBEROAMÉRICA

Rosa de Santa María, conocida en la Iglesia Universal como Santa Rosa de Lima, nace en la capital de Perú, denominada "Ciudad de los Reyes", el 30 de Abril de 1586 y fallece en la misma el 24 de agosto de 1617.
“Es la primera santa que antes de ser canonizada -sólo 54 años después de su muerte, en 1671- sería proclamada -cosa excepcional- patrona del Perú (1669), del Nuevo Mundo y de Filipinas (1670)”1.
Ella es la primera rosa que el continente americano ofreció al Altísimo, el primer fruto de nuestra Iglesia que, nacida en Oriente, y extendida hacia Europa, recién llegaba a un territorio que le había permanecido oculto, pero que ya encerraba una riquísima historia y cultura que hasta hoy asombra al mundo entero.
En Lima se vivía la denominada “época dorada de la santidad”. Una constelación de santos tuvieron como escenario de vida esta ciudad: Rosa conoció a san Martín de Porres, y san Juan Masías, dominicos, fue confirmada en 1597 en Quives, Canta, por el segundo arzobispo de Lima, Santo Toribio de Mogrovejo y oyó las predicaciones de san Francisco Solano y san Juan Masías. 
Ya el poético nombre de Rosa nos habla de su singular belleza.
Nuestra santa era hermosa espiritual y físicamente. Era de rostro ovalado, cabello rubio, tez blanca y sonrosada como una rosa, estatura mas bien alta.
Su carácter fue apacible, desde niña fue mansísima, y mantenía como prioritario todo aquello que concernía a la fe católica.
Debido a su belleza fue pretendida por varios mozos de la aristocracia española y limeña, pero ella rechazaba la idea del matrimonio pues sabía que Dios la llamaba toda para sí.
Fue hija de Gaspar Flores, natural de San Juan de Puerto Rico, arcabucero e hidalgo de segundo rango; y de la limeña María de Oliva.
Este matrimonio tuvo 13 hijos: 
Hernando (1584), quien declaró abundantemente en el proceso de canonización de su hermana; Bernardina (1581), otra que muere a los 14 años; Francisco (1590), Juana (1592), Andrés, Gaspar, Antonio y Matías. 
Rosa nació a las 4 de la tarde aproximadamente y testifica su madre que su parto fue bueno y sin trabajo. 
A los pocos años de la muerte de su bienaventurada hija, María de Oliva ingresaría al monasterio que Rosa había predicho. Tuvo el cargo de portera y murió santamente.
Fue bautizada con el nombre de Isabel Herrera, como su abuela (así consta en el registro de bautizos de la parroquia de San Sebastián, realizado por don Antonio Polanco: "En Domingo día de Pascua del Espíritu Santo, 25 de Mayo de 1586, bauticé a Isabel, hija de Gaspar Flores y María de Oliva, fueron padrinos Hernández de Valdez y María Orosco".
Pero un hecho singular provoca que su madre la empiece a llamar Rosa.

A los tres meses- dice su madre en el testimonio de beatificación - estándola meciendo una india criada en la cuna, teniendo cubierto el rostro, la dicha india se le descubrió por ver si había tomado sueño y lo vio tan hermoso, que llamó a unas niñas que estaban labrando para que la viesen. Y haciendo todas admiración; esta testigo desde el aposento donde estaba la vio hacer extremos y sin decirlas cosa alguna se fue derecha donde estaba la niña; y como la vio tan linda y hermosa y que le parecía que todo su rostro estaba hecha una rosa muy linda y en medio de ella veía las facciones de sus ojos, boca , nariz y orejas como si hubiese puesto su cabecita en una rosa grande de un color muy encendido...aquello fue en un repente sin pensar, y luego se desapareció aquella rosa, quedando el rostro muy hermoso y más lindo de lo que otras veces le había visto ...quedó admirada de ver aquel prodigioso suceso; la tomó en las manos y empezó a hacer con ella mil alegrías y mostrar sumo gozo y contento diciendo con estas demostraciones: "Yo te prometo, hija y alma mía, que mientras viviré, de mi boca no has de oír otro nombre sino Rosa"[1]
Pero, según atestigua uno de sus confesores y prior de Santo Domingo en Lima, Fray Alonso Velásquez, Rosa “entristecíase de ver que la llamasen Rosa, por ser nombre célebre y de mucha hermosura y belleza”[2], ya que “en esa época no era usual ese nombre”[3].
“La santa tenía 25 años y vistiendo ya el hábito de terciaria dominica, aún seguía prefiriendo el nombre de bautizo. Pero un día, cuenta su madre, llegó a casa Rosa radiante y le decía: “Madre mía, de aquí en adelante no hay sino llamarme Rosa de Santa María
Esto le extrañó a su madre conociendo su repugnancia anterior a dicho nombre y quiso saber el motivo del cambio.
Resultaba que Fray Alonso Velásquez le había señalado “que no se desconsolase (entristeciese) de eso, sino que entendiese que su alma era una Rosa de Nuestra Señora, que la había depositado y puesto en su cuerpo como en un vaso o maceta, para que la guardase, y que así la procurase guardar y conservar con la frescura y hermosura de la gracia”[4].
Y entonces, puesta de rodillas delante de la imagen de Nuestra Señora del Rosario en la Basílica de Santo domingo le ofreció el nombre de Rosa y se consagró a ella, determinándose a llamar así en adelante, siendo este el nombre que usó y con el que Dios había dispuesto desde la eternidad que sea elevada a los altares y reconocida en el mundo entero.
Con lo que concluimos que fue la intervención divina la que guió las circunstancias históricas para dar a conocer cuál era su voluntad respecto al nombre de su hija predilecta.
“Pasados algunos años, el contador Gonzalo de la Maza halló en el convento de San Francisco la vida de Santa Rosa de Viterbo, y se la dio a leer a la sierva de Dios; la cual “mostró alegría en confirmación de que había santa de su nombre”[5].
Santa Rosa fue laica (no fue monja de clausura como a veces se cree).
Vivió en casa de sus padres como terciaria dominica (usando el hábito dominico). Dedicaba la mitad de las horas del día al trabajo manual, tejiendo, bordando y cultivando flores en su jardín para aliviar en algo los gastos de su familia. Además auxiliaba a los pobres y más necesitados de Lima, acondicionando para ello una habitación de su hogar como enfermería. Vivió pues su anhelo de ser toda de Dios en la vida ordinaria. Ya en vida tuvo fama de santidad debido a esta incansable labor para con los menesterosos y olvidados de Lima y a la limpieza de su alma que irradiaba en todo el que le conocía. Esto explica que a su muerte fuese aclamada y llorada por toda la ciudad como "nuestra santa, la Madre de los pobres de Lima".
Su santidad en medio del mundo fue fruto de su intensa Vida espiritual. Si Rosa llegó a la perfección en la caridad hacia el prójimo fue porque su vida espiritual fue muy intensa: la otra mitad de su jornada estaba destinaba a la vida de piedad, llegando por gracia de Dios a las cumbres de la contemplación y unión con Dios (matrimonio espiritual) dejándonos un legado de vida espiritual de la altura de los grandes doctores de nuestra Iglesia. Su escala espiritual la podemos apreciar en sus escritos. Su trato con la Iglesia celeste fue continuo, como veremos más adelante. Pero todo esto vino precedido de un período de 15 años de aridez espiritual (conocida en teología mística como la “noche oscura del alma”). Sus penitencias, ayunos y mortificaciones continuadas aún hoy siguen asombrando al mundo pues nos preguntamos cómo una doncella tan frágil pudo tomar para si tales ofrecimientos, y nos respondemos que ella fue llevada por el encendido amor a Dios que le impulsaba a pedir perdón por sus hermanos.
Muchísimas anécdotas hacen ver que, cuando los medios materiales o humanos no eran suficientes, Dios intervenía en la vida ordinaria de su rosa para confirmarle su amor y ayuda.
El Atlas del Perú nos refiere con maestría un ejemplo del profundo amor de Rosa a la presencia de Cristo en el Santísimo Sacramento.
Rosa fue favorecida con repetidas visitas de la Reina de los ángeles. Tan familiar fue su trato con ella que como buena madre la despertaba en la mañana para ir a la oración. Los imágenes ante las cuales Rosa oraba fueron: Nuestra Señora de la Evangelización (Basílica Catedral de Lima), Nuestra Señora del Rosario (Basílica del Rosario o de los dominicos) y Nuestra Señora de los Remedios (Iglesia de San Pedro, centro histórico de Lima).
Deseaba adornar a nuestra madre ofreciéndole preciosas prendas pero realizó un regalo mayor al componer a la Madre de Dios unos “vestidos espirituales” consistentes en un ofrecimiento de decenas de rosarios, oraciones y visitas al Santísimo Sacramento y otras prácticas de piedad. El amor de Rosa bien puede decirse era originalmente delicado.
No es de maravillar en los amigos de Dios tener amistad y confianza. Rosa la tuvo con Santo Domingo de Guzmán y Santa Catalina de Sena, con su ángel custodio e incluso los ángeles de otras personas.  
Dios también la favoreció al concederle el don de leer en el interior de las personas. Muchas veces ponía en aviso de quien se confiaba a sus oraciones que conocía lo que pedía. Predijo la fundación del Monasterio de Santa Catalina de Siena, llegando a vaticinar incluso el día de su fundación, las medidas del terreno, el número de monjas que lo conformarían y hasta el sacerdote que oficiaría la primera misa en el santo lugar (fray Luis de Bilbao, uno de sus confesores)
Su santidad fue reconocida en vida: “... Como le sucedería a Santa Teresa de Jesús (m. 1582) en España, Santa Rosa de Lima también fue interrogada por la Inquisición. Dos de sus inquisidores, el padre Juan de Lorenzana y fray Luis de Bilbao -ambos catedráticos de Prima en la Universidad de San Marcos- quedaron pasmados ante la solidez doctrinal y la madurez espiritual de Santa Rosa. Se trataba de un ingenio que por medio de la oración había alcanzado mayores conocimientos de la Divina Esencia que el más docto y pulido de los teólogos... Sea como fuere, la Lima del siglo XVI vio en Santa Rosa un emblema acabado de todas las virtudes de la perfección cristiana.[6]”
Al saberse la noticia de su muerte, toda Lima se conmocionó y quería ver a la que ya aclamaban como "su santa". Transcurrieron días sin poder sepultar el sagrado cuerpo como consecuencia de las interminables visitas de toda la población, y su cuerpo, lejos de manifestar señales de corrupción permanecía lozano y sereno como en el mismo instante de su partida al cielo. Desde el Virrey, la Real Audiencia, el arzobispo, el clero, el cabildo, todas las familias religiosas y autoridades hasta el último de los limeños se hicieron presentes en las pompas fúnebres.
Entonces según consta en los archivos de su proceso de canonización, se sucedieron incontables curaciones milagrosas al sólo contacto con su bendito cuerpo o con sólo invocar su nombre. Milagros de todo tipo se sucedieron. Era la canonización anticipada.
Testifica fray Antonio Rodríguez: 
Si el sumo Pontífice se hallara en la muerte de la dicha sierva de Dios... y viera el innumerable concurso de gente que iba a ver el cuerpo y venerarle por santa, sin más averiguación la canonizara, y que en esta opinión de santa está hoy y ha estado siempre” [7]
Recién el día 4 de setiembre se pudieron realizar las honras. Al coincidir este día con el de santa rosa de Viterbo, la gente se admiró y tomó este gesto como señal divina y anticipada de su elevación a los altares.

“Concluidos en 1632 los procesos ordinarios y apostólicos para la beatificación y canonización de la sierva de Dios ... [y] con dispensa del tiempo que aún faltaba, concedida por Alejandro VII el 24 de setiembre de 1664, corrieron los despachos. Como que llegó el decreto de virtudes heroicas firmado por la Sagrada Congregación de Ritos el 03 de marzo de 1665;Clemente IX suscribió el de beatificación en Santa Sabina de Roma el 12 de marzo de 1668;y dos años después, el 11 de agosto de 1670, Clemente X la declaró patrona de América, Indias y Filipinas, al paso que le otorgaba los honores de la canonización el 12 de Abril de 1671”[8]
Muy pronto la fama de su santidad sería mundial y su testimonio de vida impulsaría a la santos como san Antonio María Claret, la beata ecuatoriana Narcisa y la santa Marianita de Quito. Aunque su figura tuvo una gran influencia para la identidad americana, desvirtuaríamos su portentosa huella y mensaje si intentamos poner hincapié en cuestiones sociales o políticas.
Hay algunos datos interesantes respecto a esta santa:
“Es la primera santa que antes de ser canonizada (167l) sería proclamada -cosa excepcional- patrona del Perú (1669), del Nuevo Mundo y de Filipinas (1670)”[9] . Sólo en Perú hay mas de 72 pueblos con su nombre.
Se han escrito mas de 400 biografías sobre ella (y se siguen escribiendo nuevas). La primera fue realizada por uno de “los padres de su alma”, el p. Hansen. Dicha biografía fue culminada tan sólo 2 años después de fallecida.
Rápido ascenso a los altares: su proceso de canonización fue inmediato y en menos de 50 años fue declarada santa para la Iglesia Universal. Pero ya sus fastuosas pompas fúnebres y la aclamación de la población entera al conocer su fallecimiento hicieron que a los 08 días se abriera el proceso de canonización. El Cabildo entero envió una carta al Papa Urbano VIII y el virrey hizo lo propio a la Corona de España.
Varios autores, llevados por el significado poético de su nombre o por su cariño hacia Rosa le han creado relatos fantasiosos y muy hermosos, pero que no son ciertos.
Por ejemplo, no es verdad que:
Que fuera analfabeta. Se conservan varios de sus escritos de puño y letra..
Que supiera tocar el arpa. Sólo tañía algunas cuerdas de la guitarra con la cual elevaba su canto a Dios.
No usó una corona de espinas: lo que usó fue una vincha de plata con 3 hileras de 33 puntas de clavos a modo de silicio llevó perpetuamente y que sólo se quitó cuando tuvo que guardar reposo por la enfermedad que la llevaría al paraíso.
Que haya vestido traje de color pardo. Vestía el hábito propio de la familia dominica: capa y velo negro y túnica blanca. Algunas representaciones pictóricas o esculturas la representan con hábito franciscano, de color pardo, o con velo blanco, esto sólo lo uso un tiempo antes de que Dios le hiciese ver su voluntad.
Que haya hecho profecías apocalípticas o políticas. Su único gran vaticinio fue la fundación del Monasterio de Santa Catalina de Siena.
La casa de Santa Rosa de Lima, conserva aún los lineamientos que tuvieron en el siglo XVI, época en que vivió Rosa. Es visitada anualmente por miles de devotos, peregrinos y turistas quienes recorren los ambientes que estuvieron ligados a su vida.

Aún se conservan como reliquias una ermita donde ella rezaba y un pozo de veinte metros de profundidad, donde sus devotos depositan sus deseos escritos.

La Basílica-Santuario, fue empezada luego de su canonización, con posteriores restauraciones durante los siglos XVII - XX hubo de ser remodelada e inaugurada finalmente el 24 de agosto de 1992, Este lugar es principal punto de peregrinación de todo el Perú y su arraigo popular es comparable a la Virgen de Guadalupe en México.

La figura de Santa Rosa de Lima se mantiene en el corazón del pueblo peruano como un símbolo de integración nacional.

Es Patrona de institutos policiales y armadas: Policía Nacional de la República del Perú y de las Fuerzas Armadas de Argentina, de América y de las Filipinas.
ORACIÓN

Oh esclarecida Virgen, Rosa celestial, que con el buen olor de vuestras virtudes habéis llenado de fragancia a toda la Iglesia de Dios y merecido en la gloria una corona inmarcesible; a vuestra protección acudimos para que nos alcances de vuestro celestial Esposo un corazón desprendido de las vanidades del mundo y lleno de amor divino.
¡Oh flor la más hermosa y delicada que ha producido la tierra americana!, portento de la gracia y modelo de las almas que desean seguir de cerca las huellas del Divino Maestro, obtened para nosotros las bendiciones del Señor. Proteged a la Iglesia, sostened a las almas buenas y apartad del pueblo cristiano las tinieblas de los errores para que brille siempre majestuosa la luz de la Fe y para que Jesús, vida nuestra, reine en las inteligencias de todos los hombres y nos admita algún día en su eterna y dichosa mansión. Amén.


[1] Proceso de beatificación, folio 254.
[2] Proceso de beatificación, folio 143.
[3] Ibid. Folio 321v. 
[4] Ibid, folio 143
[5] Rosa de Santa María. Cayetano Bruno. p.16. 
[6] Del catálogo "Santa Rosa de Lima y su tiempo". Edición Banco de Crédito del Perú. Fondo Pro Recuperación del Patrimonio Cultural de la Nación. Set. -Oct. 1995. ibidem. 
[7] Rosa de Santa María. La sin igual historia de Santa Rosa de Lima, narrada por los testigos oculares del proceso de beatificación y canonización. Cayetano Bruno SDB. p.174.
[8] Ibid. p. 186. 

lunes, 28 de agosto de 2017

29 de agosto LA DEGOLLACIÓN DE SAN JUAN BAUTISTA Vidas de los Santos de A. Butler

Herodes, enviando un alabardero, ordenó
traer la cabeza de Juan en una bandeja
.
(Marcos, 6, 27).
(30 p. C.) - En nuestro artículo del 24 de junio referimos la preparación de San Juan Bautista para su misión exclusiva de predecesor del Mesías. El santo empezó a desempeñarla en el desierto de Judea, sobre las riberas del Jordán, a la altura de Jerícó. Cubierto con pieles, predicó a todos los hombres la obligación de lavar sus pecados con las lágrimas de la penitencia y proclamó la próxima venida del Mesías. Igualmente exhortó a las multitudes a la caridad y la reforma de vida y bautizó en el Jordán a cuantos se hallaban en las debidas disposiciones. Los judíos solían lavarse como símbolo de la purificación interior, pero hasta entonces, el bautismo no había tenido la alta significación mística que le atribuía San Juan. El bautismo representaba para él la purificación del pecado, la preparación para que los hombres participaran en el Reino del Mesías. En otras palabras, era un símbolo sensible de la purificación interior y un tipo del sacramento que Cristo iba a instituir. Ese rito ocupaba un sitio tan prominente en la predicación de Juan, que las gentes empezaron a llamarle "el Bautista", es decir, "el que bautiza". Cuando Juan llevaba ya algún tiempo de predicar y bautizar, el Salvador fue de Nazaret al Jordán y se presentó para ser bautizado. Juan le reconoció por divina revelación y trató de excusarse, pero al fin accedió a bautizarle, por obediencia. El Redentor quiso recibir el bautismo entre los pecadores, no para purificarse, sino para santificar las aguas, según dice San Ambrosio, es decir, para conferirles la virtud de lavar los pecados de los hombres.

La ardiente predicación del Bautista y su santidad y milagros, atrajeron la atención de los judíos sobre él y algunos empezaron a considerarle como el Mesías prometido. Pero Juan declaró que él no hacía más que bautizar en el agua a los pecadores para confirmarlos en el arrepentimiento y prepararlos a una nueva vida, pero que había Otro, que pronto se manifestaría entre ellos, que los bautizaría en la virtud del Espíritu Santo y cuya dignidad era tan grande, que él no era digno de desatar las correas de sus sandalias. No obstante eso, el Bautista había causado tal impresión entre los judíos, que los sacerdotes y levitas de Jerusalén fueron a preguntarle si él era el Mesías esperado. Y San Juan confesó y no negó y dijo: "Yo no soy el Cristo", ni Elias, ni uno de los profetas. Aunque no era Elias, poseía el espíritu de Elias y le superaba en dignidad, pues el profeta había sido el tipo del Bautista. Juan era un profeta y más que un profeta, puesto que su oficio consistía no en anunciar a Cristo a distancia, sino en señalarle a sus contemporáneos. Así pues, como no era Elias en persona, ni un profeta en el sentido estricto de la palabra, respondió negativamente a las preguntas de los judíos y se proclamó simplemente "la voz del que clama en el desierto". En vez de atraer sobre sí las miradas de los hombres, las desviaba hacia las palabras que Dios pronunciaba por su boca. Juan proclamó la mesianidad de Cristo en el bautismo y, precisamente al día siguiente de aquél en que los judíos habían ido a interrogarle, llamó a Jesús "el Cordero de Dios". El Bautista, "como un ángel del Señor, permanecía indiferente a las alabanzas y detracciones", atento únicamente a la voluntad de Dios. No se predicaba a sí mismo sino a Cristo. Y Cristo declaró que Juan era más grande que todos los santos de la antigua ley y el más grande de los nacidos de mujer.
Herodes Antipas, el tetrarca de Galilea, había repudiado a su esposa y vivía con Herodías, quien era juntamente su sobrina y la esposa de su medio hermano Filipo. San Juan Bautista reprendió valientemente al tetrarca y a su cómplice por su conducta escandalosa y dijo a Herodes: "No te es lícito vivir con la mujer de tu hermano". Herodes temía y respetaba a Juan, pues sabía que era un hombre de Dios, pero se sintió muy ofendido por sus palabras. Aunque le respetaba como santo, le odiaba como censor y fue presa de una violenta lucha entre su respeto por la santidad del profeta y su odio por la libertad con que le había reprendido. Finalmente, la cólera del tetrarca, azuzada por Herodías, triunfó sobre el respeto. Para satisfacer a Herodías y tal vez también por temor de la influencia que Juan ejercía sobre el pueblo, Herodes le encarceló en la fortaleza de Maqueronte, cerca del Mar Muerto. Cuando el Bautista se hallaba en la prisión, Cristo dijo de él: "¿A quién fuisteis a ver? ¿A un profeta? En verdad os digo, a un profeta y más que un profeta. De él es de quien está escrito: He aquí que envío a mi ángel delante de ti para que te prepare el camino. En verdad os digo, no hay entre los nacidos de mujer ninguno más grande que Juan el Bautista".
Pero Herodías no perdía la ocasión de azuzar a Herodes contra Juan y de buscar la oportunidad de perderle. La ocasión se presentó con motivo de una fiesta que dio Herodes el día de su cumpleaños a los principales señores de Galilea. Salomé la hija de Herodías y de Filipo, danzó ante los comensales con tal arte, que Herodes juró concederle cuanto le pidiera, aunque fuese la mitad de sus dominios. Herodías aconsejó a su hija que pidiese la cabeza del Bautista y, para impedir que el tetrarca tuviese tiempo de arrepentirse, sugirió a Salomé que exigiese que la cabeza del santo fuese inmediatamente traída en una fuente. Esa extraña petición sorprendió a Herodes. Alban Butler comenta: "Aun aquel hombre de ferocidad poco común se asustó al oír hablar en esa forma a la damisela en aquella fiesta de alegría y regocijo". Pero no pudo negarse por no faltar a su palabra. Sin embargo, como explica San Agustín, con ello cometió el doble pecado de hacer un juramento precipitado y cumplirlo criminalmente. Sin preocuparse de juzgar al Bautista, el tirano dio inmediatamente la orden de que le decapitasen en la prisión y de que trajesen en una fuente su cabeza a Salomé. La joven no tuvo reparo en tomar el plato en sus manos y ofrecérselo a su madre. Así murió el gran precursor del Salvador, el profeta más grande "de cuantos han nacido de mujer". En cuanto se enteraron de la noticia, los discípulos del Bautista recogieron su cuerpo, le dieron sepultura y fueron a contarlo a Jesús. "Y habiéndolo oído, Jesús se retiró a un sitio del desierto". En su obra "Antigüedades Judías", Josefo da un testimonio notable de la santidad de San Juan Bautista: "Era un hombre dotado de todas las virtudes, que exhortaba a los judíos a practicar la justicia con los hombres y la piedad con Dios. También predicaba el bautismo, anunciándoles que serían aceptables a Dios si renunciaban a sus pecados y añadían la pureza de alma a la limpieza del cuerpo". El historiador añade que los judíos atribuyeron al asesinato del Bautista las desgracias que cayeron sobre Herodes.
La fiesta de la degollación de San Juan Bautista empezó a celebrarse en Roma en fecha relativamente tardía. No así en otras ciudades del occidente, ya que la mencionan el Hieronymianum, los dos sacramentarios Gelasianos y el "Liber Comicus" de Toledo (siglo VII). Además, dicha fiesta ya se celebraba probablemente desde antes en Monte Cassino. Como esta conmemoración es distinta a la del Nacimiento del Bautista, de la que los Sinaxarios de Constantinopla hacen mención el mismo día (29 de agosto), podemos suponer que se originó en Palestina. En el Hieronymianum aparece relacionada con la conmemoración del profeta Elíseo. Ello se debe a que en tiempos de San Jerónimo se creía que ambos profetas habían sido sepultados en Sebaste, a una jornada de Jerusalén. El libro de los evangelios de Wurzburgo que data aproximadamente del año 700, conmemora la "Deposición de Elíseo y de San Juan Bautista"; también otros libros de los evangelios conmemoran en la misma fecha a ambos personajes.
Véase la nota bibliográfica sobre San Juan Bautista (24 de junio). Acerca de la fiesta de hoy, cf. Morin, en Revue Bénédictine (1891), p. 487; 1893, p. 120; y 1908, p. 494; F. Cabrol en DAC, vol. v, c. 1431; y L. Duchesne, Christian Worship (1931), p. 270.

domingo, 27 de agosto de 2017

28 de agosto SAN AGUSTÍN, OBISPO DE HIPONA Y DOCTOR DE LA IGLESIA Vidas de los Santos de A. Butler

(430 p. C.) - San Agustín nació el 13 de noviembre del año 354 en Tagaste. Esa pequeña población del norte de África estaba bastante cerca de Numidia, pero relativamente alejada del mar, de suerte que Agustín no lo conoció sino hasta mucho después. Sus padres eran de cierta posición, pero no ricos. El padre de Agustín, Patricio, era un pagano de temperamento violento; pero, gracias al ejemplo y a la prudente conducta de su esposa, Mónica, se bautizó poco antes de morir. Agustín tenía varios hermanos; él mismo habla de Navigio, quien dejó varios hijos al morir y de una hermana que consagró su virginidad al Señor. Aunque Agustín ingresó en el catecumenado desde la infancia, no recibió por entonces el bautismo, de acuerdo con la costumbre de la época. En su juventud se dejó arrastrar por los malos ejemplos y, hasta los treinta y dos años, llevó una vida licenciosa, aferrado a la herejía maniquea. De ello habla largamente en sus «Confesiones», que comprenden la descripción de su conversión y la muerte de Mónica. Dicha obra, que hace las delicias de «las gentes ansiosas de conocer las vidas ajenas, pero poco solícitas de enmendar la propia», no fue escrita para satisfacer esa curiosidad malsana, sino para mostrar la misericordia de que Dios había usado con un pecador y para que los contemporáneos del autor no le estimasen en más de lo que valía. Mónica había enseñado a orar a su hijo desde niño y le había instruido en la fe, de modo que el mismo Agustín, que cayó gravemente enfermo, pidió que le fuese conferido el bautismo y Mónica hizo todos los preparativos para que lo recibiera; pero la salud del joven mejoró y el bautismo fue diferido. El santo condenó más tarde, con mucha razón, la costumbre de diferir el bautismo por miedo de pecar después de haberlo recibido. Pero no es menos lamentable la naturalidad con que, en nuestros días, vemos los pecados cometidos después del bautismo que son una verdadera profanación de ese sacramento.
«Mis padres me pusieron en la escuela para que aprendiese cosas que en la infancia me parecían totalmente inútiles y, si me mostraba yo negligente en los estudios, me azotaban. Tal era el método ordinario de mis padres y, los que antes que nosotros habían andado ese camino nos habían legado esa pesada herencia». Agustín daba gracias a Dios porque, si bien las personas que le obligaban a aprender, sólo pensaban en las «riquezas que pasan» y en la «gloria perecedera», la Divina Providencia se valió de su error para hacerle aprender cosas que le serían muy útiles y provechosas en la vida. El santo se reprochaba por haber estudiado frecuentemente sólo por temor del castigo y por no haber escrito, leído y aprendido las lecciones como debía hacerlo, desobedeciendo así a sus padres y maestros. Algunas veces pedía a Dios con gran fervor que le librase del castigo en la escuela; sus padres y maestros se reían de su miedo. Agustín comenta: «Nos castigaban porque jugábamos; sin embargo, ellos hacían exactamente lo mismo que nosotros, aunque sus juegos recibían el nombre de 'negocios...' Reflexionando bien, es imposible justificar los castigos que me imponían por jugar, alegando que el juego me impedía aprender rápidamente las artes que, más tarde, solo me servirían para jugar juegos peores». El santo añade: «Nadie hace bien lo que hace contra su voluntad» y observa que el mismo maestro que le castigaba por una falta sin importancia, «se mostraba en las disputas con los otros profesores menos dueño de sí y más envidioso que un niño al que otro vence en el juego». Agustín estudiaba con gusto el latín, que había aprendido en conversaciones con las sirvientas de su casa y con otras personas; no el latín «que enseñan los profesores de las clases inferiores, sino el que enseñan los gramáticos». Desde niño detestaba el griego y nunca llegó a gustar a Homero, porque jamás logró entenderlo bien. En cambio, muy pronto tomó gusto por los poetas latinos.
Agustín fue a Cartago a fines del año 370, cuando acababa de cumplir diecisiete años. Pronto se distinguió en la escuela de retórica y se entregó ardientemente al estudio, aunque lo hacía sobre todo por vanidad y ambición. Poco a poco se dejó arrastrar a una vida licenciosa, pero aun entonces conservaba cierta decencia de alma, como lo reconocían sus propios compañeros. No tardó en entablar relaciones amorosas con una mujer y, aunque eran relaciones ilegales, supo permanecerle fiel hasta que la mandó a Milán, en 385. Con ella tuvo un hijo, llamado Adeodato, el año 372. El padre de Agustín murió en 371. Agustín prosiguió sus estudios en Cartago. La lectura del «Hortensius» de Cicerón le desvió de la retórica a la filosofía. También leyó las obras de los escritores cristianos, pero la sencillez de su estilo le impidió comprender su humildad y penetrar su espíritu. Por entonces cayó Agustín en el maniqueísmo. Aquello fue, por decirlo así, una enfermedad de un alma noble, angustiada por el «problema del mal», que trataba de resolver por un dualismo metafísico y religioso, afirmando que Dios era el principio de todo bien y la materia el principio de todo mal. La mala vida lleva siempre consigo cierta oscuridad del entendimiento y cierta torpeza de la voluntad; esos males, unidos al del orgullo, hicieron que Agustín profesara el maniqueísmo hasta los veintiocho años. El santo confiesa: «Buscaba yo por el orgullo lo que sólo podía encontrar por la humildad. Henchido de vanidad, abandoné el nido, creyéndome capaz de volar y sólo conseguí caer por tierra».
San Agustín dirigió durante nueve años su propia escuela de gramática y retórica en Tagaste y Cartago. Entre tanto, Mónica, confiada en las palabras de un santo obispo que, le había anunciado que «el hijo de tantas lágrimas no podía perderse», no cesaba de tratar de convertirle por la oración y la persuasión. Después de una discusión con Fausto, el jefe de los maniqueos, Agustín empezó a desilusionarse de la secta. El año 383, partió furtivamente a Roma, a impulsos del temor de que su madre tratase de retenerle en África. En la Ciudad Eterna abrió una escuela, pero, descontento por la perversa costumbre de los estudiantes, que cambiaban frecuente de maestro para no pagar sus servicios, decidió emigrar a Milán, donde obtuvo el puesto de profesor de retórica. Ahí fue muy bien acogido y el obispo de la ciudad, san Ambrosio, le dio ciertas muestras de respeto. Por su parte, Agustín tenía curiosidad por conocer a fondo al obispo, no tanto porque predicase la verdad, cuanto porque era un hombre famoso por su erudición. Así pues, asistía frecuentemente a los sermones de san Ambrosio, para satisfacer su curiosidad y deleitarse con su elocuencia. Los sermones del santo obispo eran más inteligentes que los discursos del hereje Fausto y empezaron a producir impresión en la mente y el corazón de Agustín, quien, al mismo tiempo, leía las obras de Platón y Plotino. «Platón me llevó al conocimiento del verdadero Dios y Jesucristo me mostró el camino». Santa Mónica, que le había seguido a Milán, quería que Agustín se casara; por otra parte, la madre de Adeodato retornó al África y dejó al niño con su padre. Pero nada de aquello consiguió mover a Agustín a casarse o a observar la continencia, y la lucha moral, espiritual e intelectual continuó sin cambios.
Agustín comprendía la excelencia de la castidad predicada por la Iglesia católica, pero la dificultad de practicarla le hacía vacilar en abrazar definitivamente el cristianismo. Por otra parte, los sermones de san Ambrosio y la lectura de la Biblia le habían convencido de que la verdad estaba en la Iglesia, pero se resistía todavía a cooperar con la gracia de Dios. El santo lo expresa así: «Deseaba y ansiaba la liberación; sin embargo, seguía atado al suelo, no por cadenas exteriores, sino por los hierros de mi propia voluntad. El Enemigo se había posesionado de mi voluntad y la había convertido en una cadena que me impedía todo movimiento, porque de la perversión de la voluntad había nacido la lujuria y de la lujuria la costumbre y, la costumbre a la que yo no había resistido, había creado en mí una especia de necesidad cuyos eslabones, unidos unos a otros, me mantenían en cruel esclavitud. Y ya no tenía la excusa de dilatar mi entrega a Ti alegando que aún no había descubierto plenamente tu verdad, porque ahora ya la conocía y, sin embargo, seguía encadenado... Nada podía responderte cuando me decías: 'Levántate del sueño y resucita de los muertos y Cristo te iluminará...' Nada podía responderte, repito, a pesar de que estaba ya convencido de la verdad de la fe, sino palabras vanas y perezosas. Así pues, te decía: 'Lo haré pronto, poco a poco; dame más tiempo.' Pero ese 'pronto' no llegaba nunca, las dilaciones se prolongaban, y el 'poco tiempo' se convertía en mucho tiempo».
El relato que san Simpliciano le había hecho de la conversión de Victorino, el profesor romano neoplatónico, le impresionó profundamente. Poco después, Agustín y su amigo Alipio recibieron la visita de Ponticiano, un africano. Viendo las epístolas de san Pablo sobre la mesa de Agustín, Ponticiano les habló de la vida de san Antonio, y quedó muy sorprendido al enterarse de que no conocían al santo. Después les refirió la historia de dos hombres que se habían convertido por la lectura de la vida de san Antonio. Las palabras de Ponticiano conmovieron mucho a Agustín, quien vio con perfecta claridad las deformidades y manchas de su alma. En sus precedentes intentos de conversión Agustín había pedido a Dios la gracia de la continencia, pero con cierto temor de que se la concediese demasiado pronto: «En la aurora de mi juventud, te había yo pedido la castidad, pero sólo a medias, porque soy un miserable. Te decía yo, pues: 'Concédeme la gracia de la castidad, pero todavía no'; porque tenía yo miedo de que me escuchases demasiado pronto y me librases de esa enfermedad y lo que yo quería era que mi lujuria se viese satisfecha y no extinguida.» Avergonzado de haber sido tan débil hasta entonces, Agustín dijo a Alipio en cuanto partió Ponticiano: «¿Qué estamos haciendo? Los ignorantes arrebatan el Reino de los Cielos y nosotros, con toda nuestra ciencia, nos quedamos atrás cobardemente, revolcándonos en el pecado. Tenemos vergüenza de seguir el camino por el que los ignorantes nos han precedido, cuando por el contrario, deberíamos avergonzarnos de no avanzar por él.»
Agustín se levantó y salió al jardín. Alipio le siguió, sorprendido de sus palabras y de su conducta. Ambos se sentaron en el rincón más alejado de la casa. Agustín era presa de un violento conflicto interior, desgarrado entre el llamado del Espíritu Santo a la castidad y el deleitable recuerdo de sus excesos. Levantándose del sitio en que se hallaba sentado, fue a tenderse bajo un árbol, clamando: «¿Hasta cuándo, Señor? ¿Vas a estar siempre airado? ¡Olvida mis antiguos pecados!» Y se repetía con gran aflicción: «¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo? ¿Hasta mañana? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no voy a poner fin a mis iniquidades en este momento?» En tanto que se repetía esto y lloraba amargamente, oyó la voz de un niño que cantaba en la casa vecina una canción que decía: «Tolle lege, tolle lege» (Toma y lee, toma y lee). Agustín empezó a preguntarse si los niños acostumbraban repetir esas palabras en algún juego, pero no pudo recordar ninguno en el que esto sucediese. Entonces le vino a la memoria que san Antonio se había convertido al oír la lectura de un pasaje del Evangelio. Interpretó pues, las palabras del niño como una señal del cielo, dejó de llorar y se dirigió al sitio en que se hallaba Alipio con el libro de las Epístolas de san Pablo. Inmediatamente lo abrió y leyó en silencio las primeras palabras que cayeron bajo sus ojos: «No en las riñas y en la embriaguez, no en la lujuria y la impureza, no en la ambición y en la envidia: poneos en manos del Señor Jesucristo y abandonad la carne y la concupiscencia.» (Rom 13,13-14) Ese texto hizo desaparecer las últimas dudas de Agustín, que cerró el libro y relató serenamente a Alipio todo lo sucedido. Alipio leyó entonces el siguiente versículo de san Pablo: «Tomad con vosotros a los que son débiles en la fe» (Rom 14,1). Aplicándose el texto a sí mismo, siguió a Agustín en la conversión. Ambos se dirigieron al punto a narrar lo sucedido a santa Mónica, la cual alabó a Dios «que es capaz de colmar nuestros deseos en una forma que supera todo lo imaginable». La escena que acabamos de referir tuvo lugar en septiembre de 386, cuando Agustín tenía treinta y dos años.
El santo renunció inmediatamente al profesorado y se trasladó a una casa de campo en Casiciaco, cerca de Milán, que le había prestado su amigo Verecundo. Santa Mónica, su hermano Navigio, su hijo Adeodato, san Alipio y algunos otros amigos, le siguieron a ese retiro, donde vivieron en una especie de comunidad. Agustín se consagró a la oración y el estudio y, aun éste era una forma de oración, por la devoción que ponía en él. Entregado a la penitencia, a la vigilancia diligente de su corazón y sus sentidos, dedicado a orar con gran humildad, el santo se preparó a recibir la gracia del bautismo, que había de convertirle en una nueva criatura, resucitada con Cristo. «Demasiado tarde, demasiado tarde empecé a amarte. ¡Hermosura siempre antigua y siempre nueva, demasiado tarde empecé a amarte! Tú estabas conmigo y yo no estaba contigo. Yo estaba lejos, corriendo detrás de la hermosura por Ti creada; las cosas que habían recibido de Ti el ser, me mantenían lejos de Ti. Pero tú me llamaste, me llamaste a gritos, y acabaste por vencer mi sordera. Tú me iluminaste y tu luz acabó por penetrar en mis tinieblas. Ahora que he gustado de tu suavidad estoy hambriento de Ti. Me has tocado y mi corazón desea ardientemente tus abrazos.» (Confesiones X,27) Los tres diálogos «Contra los Académicos», «Sobre la vida feliz» y «Sobre el orden», se basan en las conversaciones que Agustín tuvo con sus amigos en esos siete meses.
La víspera de la Pascua del año 387, san Agustín recibió el bautismo, junto con Alipio y su querido hijo Adeodato, quien tenía entonces quince años y murió poco después. En el otoño de ese año, Agustín resolvió retornar a África y fue a embarcarse en Ostia con su madre y algunos amigos. Santa Mónica murió ahí en noviembre de 387. Agustín consagra seis conmovedores capítulos de las Confesiones a la vida de su madre. Viajó a Roma unos cuantos meses después y, en septiembre de 388, se embarcó para África. En Tagaste vivió casi tres años con sus amigos, olvidado del mundo y al servicio de Dios con el ayuno, la oración y las buenas obras. Además de meditar sobre la ley de Dios, Agustín instruía a sus prójimos con sus discursos y escritos. El santo y sus amigos habían puesto todas sus propiedades en común y cada uno las utilizaba según sus necesidades. Aunque Agustín no pensaba en el sacerdocio, fue ordenado el año 391 por el obispo de Hipona, Valerio, quien le tomó por asistente. Así pues, el santo se trasladó a dicha ciudad y estableció una especie de monasterio en una casa próxima a la iglesia, como lo había hecho en Tagaste. San Alipio, Evodio, san Posidio y otros, formaban parte de la comunidad y vivían «según la regla de los santos Apóstoles». El obispo, que era griego y tenía además cierto impedimento de la lengua, nombró predicador a Agustín. En el Oriente era muy común la costumbre de que los obispos tuviesen un predicador, a cuyos sermones asistían; pero en el Occidente eso constituía una novedad. Más todavía, Agustín obtuvo permiso de predicar aun en ausencia del obispo, lo cual era inusitado. Desde entonces, el santo no dejó de predicar hasta el fin de su vida. Se conservan casi cuatrocientos sermones del santo, la mayoría de los cuales no fueron escritos directamente por él, sino tomados por sus oyentes. En la primera época de su predicación, Agustín se dedicó a combatir el maniqueísmo y los comienzos del donatismo y consiguió extirpar la costumbre de efectuar festejos en las capillas de los mártires. El santo predicaba siempre en latín, a pesar de que los campesinos de ciertos distritos de la diócesis sólo hablaban el púnico y era difícil encontrar sacerdotes que les predicasen en su lengua.
El año 395, San Agustín fue consagrado obispo coadjutor de Valerio. Poco después murió este último y el santo le sucedió en la sede de Hipona. Procedió inmediatamente a establecer la vida común regular en su propia casa y exigió que todos los sacerdotes, diáconos y subdiáconos que vivían con él renunciasen a sus propiedades y se atuviesen a las reglas. Por otra parte, no admitía a las órdenes sino a aquellos que aceptaban esa forma de vida. San Posidio, su biógrafo, cuenta que los vestidos y los muebles eran modestos pero decentes y limpios. Los únicos objetos de plata que había en la casa eran las cucharas; los platos eran de barro o de madera. El santo era muy hospitalario, pero la comida que ofrecía era frugal; el uso mesurado del vino no estaba prohibido. Durante las comidas, se leía algún libro para evitar las conversaciones ligeras. Todos los clérigos comían en común y se vestían del fondo común. Como lo dijo el papa Pascual II, «San Agustín adoptó con fervor y contribuyó a regularizar la forma de vida común que la primitiva Iglesia había aprobado como instituida por los Apóstoles». El santo fundó también una comunidad femenina. A la muerte de su hermana, que fue la primera «abadesa», escribió una carta sobre los primeros principios ascéticos de la vida religiosa. En esa epístola y en dos sermones se halla comprendida la llamada «Regla de San Agustín», que constituye la base de las constituciones de tantos canónigos y canonesas regulares. El santo obispo empleaba las rentas de su diócesis, como lo había hecho antes con su patrimonio, en el socorro de los pobres. Posidio refiere que, en varias ocasiones, mandó fundir los vasos sagrados para rescatar cautivos, como antes lo había hecho san Ambrosio. San Agustín menciona en varias de sus cartas y sermones la costumbre que había impuesto a sus fieles de vestir una vez al año a los pobres de cada parroquia y, algunas veces, llegaba hasta a contraer deudas para ayudar a los necesitados. Su caridad y celo por el bien espiritual de sus prójimos era ilimitado. Así, decía a su pueblo -como un nuevo Moisés o un nuevo San Pablo-: «No quiero salvarme sin vosotros». «¿Cuál es mi deseo? ¿Para qué soy obispo? ¿Para qué he venido al mundo? Sólo para vivir en Jesucristo, para vivir en Él con vosotros. Ésa es mi pasión, mi honor, mi gloria, mi gozo y mi riqueza».
Pocos hombres han poseído un corazón tan afectuoso y fraternal como el de san Agustín. Se mostraba amable con los infieles y frecuentemente los invitaba a comer con él; en cambio, se rehusaba a comer con los cristianos de conducta públicamente escandalosa y les imponía con severidad las penitencias canónicas y las censuras eclesiásticas. Aunque jamás olvidaba la caridad, la mansedumbre y las buenas maneras, se oponía a todas las injusticias sin acepción de personas. San Agustín se quejaba de que la costumbre había hecho tan comunes ciertos pecados que, en caso de oponerse abiertamente a ellos, haría más mal que bien y seguía fielmente las tres reglas de san Ambrosio: no meterse a hacer matrimonios, no incitar a nadie a entrar en la carrera militar y no aceptar invitaciones en su propia ciudad para no verse obligado a salir demasiado. Generalmente, la correspondencia de los grandes hombres es muy interesante por la luz que arroja sobre su vida y su pensamiento íntimos. Así sucede, particularmente con la correspondencia de san Agustín. En la carta quincuagésima cuarta, dirigida a Januario, alaba la comunión diría, con tal de que se la reciba dignamente, con la humildad con que Zaqueo recibió a Cristo en su casa; pero también alaba la costumbre de los que, siguiendo el ejemplo del humilde centurión, sólo comulgan los sábados, los domingos y los días de fiesta, para hacerlo con mayor devoción. En la carta a Ecdicia explica las obligaciones de la mujer respecto de su esposo, diciéndole que no se vista de negro, puesto que eso desagrada a su marido y que practique la humildad y la alegría cristianas vistiéndose ricamente por complacer a su esposo. También la exhorta a seguir el parecer de su marido en todas las cosas razonables, particularmente en la educación de su hijo, en la que debe dejarle la iniciativa. En otras cartas, el santo habla del respeto, el afecto y la consideración que el marido debe a la mujer. La modestia y humildad de san Agustín se muestran en su discusión con san Jerónimo sobre la interpretación de la epístola a los Gálatas. A consecuencia de la pérdida de una carta, san Jerónimo, que no era muy paciente, se dio por ofendido. San Agustín le escribió: «Os ruego que no dejéis de corregirme con toda confianza siempre que creáis que lo necesito; porque, aunque la dignidad del episcopado supera a la del sacerdocio, Agustín es inferior en muchos aspectos a Jerónimo». El santo obispo lamentaba la acritud de la controversia que sostuvieron san Jerónimo y Rufino, pues temía en esos casos que los adversarios sostuviesen su opinión más por vanidad que por amor de la verdad. Como él mismo escribía, «sostienen su opinión porque es la propia, no porque sea la verdadera; no buscan la verdad, sino el triunfo».
Durante los treinta y cinco años de su episcopado, San Agustín tuvo que defender la fe católica contra muchas herejías. Una de las principales fue la de los donatistas, quienes sostenían que la Iglesia católica había dejado de ser la Iglesia de Cristo por mantener la comunión con los pecadores y que los herejes no podían conferir válidamente ningún sacramento. Los donatistas eran muy numerosos en África, donde no retrocedieron ante el asesinato de los católicos y todas las otras formas de la violencia. Sin embargo, gracias a la ciencia y el infatigable celo de san Agustín y a su santidad de vida, los católicos ganaron terreno paulatinamente. Ello exasperó tanto a los donatistas, que algunos de ellos afirmaban públicamente que quien asesinara al santo prestaría un servicio insigne a la religión y alcanzaría gran mérito ante Dios. El año 405, San Agustín tuvo que recurrir a la autoridad pública para defender a los católicos contra los excesos de los donatistas y, en el mismo año, el emperador Honorio publicó severos decretos contra ellos. El santo desaprobó al principio esas medidas, aunque más tarde cambió de opinión, excepto en cuanto a la pena de muerte, de la que no era partidario. En 411, se llevó a cabo en Cartago una conferencia entre los católicos y los donatistas que fue el principio de la decadencia del donatismo. Pero, por la misma época, empezó la gran controversia pelagiana.
Pelagio era originario de la Gran Bretaña. San Jerónimo le describía como «un hombre alto y gordo, repleto de avena de Escocia». Algunos historiadores afirman que era irlandés. En todo caso, lo cierto es que había rechazado la doctrina del pecado original y. afirmaba que la gracia no era necesaria para salvarse; como consecuencia de su opinión sobre el pecado original, sostenía que el bautismo era un mero título de admisión en el cielo. Pelagio pasó de Roma a África el año 411, junto con su amigo Celestio y aquel mismo año, el sínodo de Cartago condenó por primera vez su doctrina. San Agustín no asistió al concilio, pero desde ese momento empezó a hacer la guerra al pelagianismo en sus cartas y sermones. A fines del mismo año, el tribuno san Marcelino le convenció de que escribiese su primer tratado contra los pelagianos. Sin embargo, el santo no nombró en él a los autores de la herejía, con la esperanza de así ganárselos y aun tributó ciertas alabanzas a Pelagio: «Según he oído decir, es un hombre santo, muy ejercitado en la virtud cristiana, un hombre bueno y digno de alabanza». Desgraciadamente Pelagio se obstinó en sus errores. San Agustín le acosó implacablemente en toda la serie de disputas, subterfugios y condenaciones que siguieron. Después de a Dios, la Iglesia debe a san Agustín el triunfo sobre el pelagianismo. A raíz del saqueo de Roma por Alarico, el año 410, los paganos renovaron sus ataques contra el cristianismo, atribuyéndole todas las calamidades del Imperio. Para responder a esos ataques, san Agustín empezó a escribir su gran obra, «La Ciudad de Dios», en el año de 413 y no la terminó hasta el año 426. «La Ciudad de Dios» es, después de las «Confesiones», la obra más conocida del santo. No se trata simplemente de una respuesta a los paganos, sino de toda una filosofía de la historia providencial del mundo.
En las Confesiones san Agustín había expuesto con la más sincera humildad y contrición los excesos de su conducta. A los setenta y dos años, en las Retractaciones, expuso con la misma sinceridad los errores que había cometido en sus juicios. En dicha obra revisó todos sus numerosísimos escritos Y corrigió leal y severamente los errores que había cometido, sin tratar de buscarles excusas. A fin de disponer de más tiempo para terminar ése y otros escritos y para evitar los peligros de la elección de su sucesor después de su muerte, el santo propuso al clero y al pueblo que eligiesen a Heraclio, el más joven de sus diáconos, quien fue efectivamente elegido por aclamación, el año 426. A pesar de esa precaución, los últimos días de san Agustín fueron muy borrascosos. El conde Bonifacio, que había sido general imperial en África, cayó injustamente en desgracia de la regente Placidia, e incitó a Genserico, rey de los vándalos, a invadir África. Agustín escribió una carta maravillosa a Bonifacio para recordarle su deber, y el conde trató de reconciliarse con Placidia. Pero era demasiado tarde para impedir la invasión de los vándalos. San Posidio, por entonces obispo de Calama, describe los horribles excesos que cometieron y la desolación que causaron a su paso. Las ciudades quedaban en ruinas, las casas de campo eran arrasadas y los habitantes que no lograban huir, morían asesinados. Las alabanzas a Dios no se oían ya en las iglesias, muchas de las cuales habían sido destruidas. La misa se celebraba en las casas particulares, cuando llegaba a celebrarse, porque en muchos sitios no había alma viviente a quien dar los sacramentos; por otra parte, los pocos cristianos que sobrevivían no encontraban un solo sacerdote a quien pedírselos. Los obispos y clérigos que sobrevivieron habían perdido todos sus bienes y se veían reducidos a pedir limosna. De las numerosas diócesis de África, las únicas que quedaban en pie eran Cartago, Hipona y Cirta, gracias a que dichas ciudades no habían sucumbido aún.
El conde Bonifacio huyó a Hipona. Ahí se refugiaron también san Posidio y varios obispos de los alrededores. Los vándalos sitiaron la ciudad en mayo de 430. El sitio se prolongó durante catorce meses. Tres meses después de establecido, san Agustín cayó presa de la fiebre y desde el primer momento, comprendió que se acercaba la hora de su muerte. Desde que había abandonado el mundo, la muerte había sido uno de los temas constantes de su meditación. En su última enfermedad, el santo habló de ella con gozo: «¡Dios es inmensamente misericordioso!» Con frecuencia recordaba la alegría con que san Ambrosio recibió la muerte y mencionaba las palabras que Cristo había dicho a un obispo que agonizaba, según cuenta san Cipriano: «Si tienes miedo de sufrir en la tierra y de ir al cielo, no puedo hacer nada por ti». El santo escribió entonces: «Quien ama a Cristo no puede tener miedo de encontrarse con Él. Hermanos míos, si decimos que amamos a Cristo y tenemos miedo de encontrarnos con Él, deberíamos cubrirnos de vergüenza». Durante su última enfermedad, pidió a sus discípulos que escribiesen los salmos penitenciales en las paredes de su habitación y los cantasen en su presencia y no se cansaba de leerlos con lágrimas de gozo. San Agustín conservó todas sus facultades hasta el último momento, en tanto que la vida se iba escapando lentamente de sus miembros. Por fin, el 28 de agosto de 430, exhaló apaciblemente el último suspiro, a los setenta y dos años de edad, de los cuales había pasado casi cuarenta consagrado al servicio de Dios. San Posidio comenta: «Los presentes ofrecimos a Dios el santo sacrificio por su alma y le dimos sepultura». Con palabras muy semejantes había comentado Agustín la muerte de su madre. Durante su enfermedad, el santo había curado a un enfermo, sólo con imponerle las manos. Posidio afirma: «Yo sé de cierto que, tanto como sacerdote que como obispo, Agustín había pedido a Dios que librase a ciertos posesos por quienes se le había encomendado que rogase y los malos espíritus los dejaron libres».
Las principales fuentes sobre la vida y carácter de san Agustín son sus propios escritos, especialmente las Confesiones, el De Civitate Dei, la correspondencia y los sermones. Existen numerosas ediciones y traducciones de dichas obras. El texto del Corpus scriptorum ecclesiasticorum latinorum de Viena, es bueno aunque difícil de encontrar. Para las Confesiones recomendamos el texto y la traducción francesa publicados en 1926 por Pierre de Labriolle. Probablemente la mejor traducción inglesa de las Confesiones es la de Gibb y Montgomery (1927); más reciente es la de F. J. Sheed (1944). Welldon publicó en 1924 una edición aceptable del De Civitate Dei, con notas en inglés. La traducción de las cartas (Letters), de W. J. Sparrow Simpson (1919) es buena; el mismo autor publicó un interesante estudio titulado St Augustine's Conversión (1920). La más importante contribución moderna al estudio de San Agustín es la publicación de una colección revisada y enriquecida de los sermones del santo, debida sobre todo a Dom Germain Morin. Dicha colección constituye el primer volumen de Miscellanea Augustiniana (1931), obra publicada con motivo del décimo quinto centenario de la muerte del santo. Adolfo Harnack reeditó y tradujo al alemán la biografía escrita por San Posidio (1930). Es imposible recorrer aquí toda la bibliografía agustiniana; simplemente la mención de las obras publicadas en los últimos veinte años ocuparía veinte páginas. Contentémonos con mencionar algunas obras más importantes: A Monument to St Augustine (1930), volumen escrito por varios autores ingleses; H. Pope,St Augustine of Hippo (ensayos; 1937) ; G. Bardy, S. Augustin, l'homme et l'oeuvre (1940); E. Gilson, lntroduction á l' étude de S. Agustín (1930); y una biografía en francés de J. D. Burger (1948). En el artículo del P. Portalié en DTC. vol. I, cc. 2208-2472, hay un buen resumen de la vida y las obras de San Agustín, así como en Bardenhewer, Geschichte der altkirch. Literatur, vol. IV, pp. 435-511. Más populares son las biografías de Bertrand y Hatzfeld. Mary Allies publicó dos o tres volúmenes de párrafos selectos de las obras del santo. En la obra de F. R. Hoare, The Western Fathers (1954), hay una traducción de la biografía de Posidio; cf. J. J. O’Meara, The Young Augustine (1954).