jueves, 2 de febrero de 2017

MEDITACIONES SOBRE LOS MISTERIOS DE LA PURIFICACIÓN DE LA SANTISIMA VIRGEN Y LA PRESENTACIÓN DE JESÚS EN EL TEMPLO

Han pasado por fin los cuarenta días de la Purificación de María y ha llegado el momento de subir al Templo del Señor para presentar en él a Jesús. Antes de seguir al Hijo y a la Madre en este viaje a Jerusalén, detengámonos todavía un momento en Belén, y meditemos con amor y docilidad los misterios que van a realizarse.


LA LEY DE MOISÉS. — La Ley del Señor mandaba que las mujeres de Israel, después de su alumbramiento, permaneciesen cuarenta días sin acercarse al templo; terminado este plazo, debían ofrecer un sacrificio para quedar purificadas. Consistía éste en un cordero, destinado a ser consumido en holocausto; a él debía juntarse una tórtola o una paloma, ofrecidas por el pecado. Y si la madre era tan pobre que no podía disponer de un cordero, había permitido el Señor que lo reemplazase por otra tórtola u otra paloma. Otro precepto divino declaraba propiedad del Señor a todos los primogénitos, y ordenaba la manera de rescatarlos. El precio del rescate eran cinco siclos, que en el peso del santuario, representaban cada uno veinte óbolos. 



OBEDIENCIA DE JESÚS Y DE MARÍA. — María, hija de Israel, había dado a luz; Jesús era su primogénito, ¿Permitiría que cumpliese la Ley, el respeto debido a tal nacimiento y a tal primogénito? Si consideraba María las razones que habían movido al Señor a obligar a las madres a purificarse, podía ver claramente que aquella ley no rezaba con ella, ¿qué relación podía tener con las esposas de los hombres la que era santuario purísimo del Espíritu Santo, Virgen al concebir a su Hijo, Virgen en su inefable alumbramiento, siempre pura, pero más pura aún después de haber llevado en su seno y haber dado al mundo al Dios de la santidad? 


Si miraba la condición de su Hijo, aquella majestad del Creador y del soberano Señor de todas las cosas, que se había dignado nacer de ella, ¿cómo había de pensar que semejante Hijo pudiera estar sujeto a la humillación del rescate, como un esclavo que no se pertenece a sí mismo? Con todo eso, el Espíritu que moraba en María, le revela que debe cumplir con este doble precepto. Es necesario, a pesar de su dignidad de Madre de Dios, que se mezcle con la multitud de las madres ordinarias que acuden al Templo, para recobrar en él, con un sacrificio, la pureza perdida. Además el Hijo de Dios e Hijo del hombre debe ser considerado en todo como un siervo; es preciso que sea rescatado a este título, como el título de los hijos de Israel. 

María adora profundamente esta soberana voluntad y se somete a ella de todo corazón. Los designios del Altísimo habían determinado que el Hijo de Dios no se revelara a su pueblo sino por grados. Después de treinta años de vida oculta en Nazaret, donde como dice el Evangelista, era tenido como hijo de José, un gran Profeta debía anunciarle a los Judíos llegados al Jordán para recibir en él el bautismo de penitencia. Pronto sus obras y milagros darían testimonio de El. Después de las afrentas de su Pasión, resucitaría glorioso, confirmando de este modo la verdad de sus profecías, la eficacia de su Sacrificio, y también su propia divinidad. Hasta entonces casi todos los hombres ignoraban que la tierra poseía a su Salvador y a su Dios. 

Los pastores de Belén no habían recibido orden, como más tarde los pescadores de Genesaret, de llevar la Buena Nueva hasta las extremidades de la tierra; los Magos habían vuelto a Oriente, sin pasar por Jerusalén, conmovida un momento con su llegada. Semejantes prodigios, que tanta trascendencia tuvieron para la Iglesia después de realizada la misión de su Divino Jefe, no habían hallado eco, ni fiel recuerdo, sino en el corazón del algunos verdaderos Israelitas que esperaban la salvación por medio de un Mesías pobre y humilde; el Nacimiento de Jesús en Belén debía permanecer ignorado de la mayor parte de los Judíos, pues los Profetas habían anunciado que se le llamaría Nazareno. 

El plan divino había exigido que María fuese la Esposa de José, como amparo de su virginidad a los ojos del pueblo; exigía también que esta purísima Madre acudiese como las demás mujeres de Israel a ofrecer el sacrificio de la purificación, por el nacimiento del Hijo, que debía ser presentado en el templo como hijo de María, la esposa de José. De este modo se complace la divina Sabiduría en manifestar que sus pensamientos no son nuestros pensamientos, y echa por tierra nuestros vanos prejuicios, en espera del día en que descorra el velo y se muestre a las claras a nuestros maravillados ojos. 

María acató amorosamente la voluntad divina en ésta como en las demás circunstancias de su vida. No pensó la Santísima Virgen que obraba contra la honra de su hijo, ni contra el mérito de su propia integridad, al acudir en busca de una externa purificación que no necesitaba. En el Templo, fue la esclava del Señor, como lo había sido en su casita de Nazaret, cuando la visita del Angel. Obedece a la Ley, porque las apariencias la declaran sujeta a ella. Su Dios y su Hijo sometíase al rescate como el último de los hombres; había obedecido ya al edicto de Augusto para el censo universal; debía ser "obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" la Madre y el Niño humilláronse al mismo tiempo; y el orgullo del hombre recibió este día una de las más grandes lecciones que se le han dado. 

EL VIAJE.— ¡Admirable viaje el de María y José, desde Belén a Jerusalén! Va el divino Niño en brazos de su Madre, quien le aprieta contra su corazón a través de todo el trayecto. El cielo, la tierra, la naturaleza entera quedan santificados por la dulce presencia de su Creador. 


Los hombres por entre quienes pasa aquella madre cargada con tan tierno fruto, la consideran unos con indiferencia, otros con simpatía, pero ninguno sospecha siquiera, el misterio que ha de salvarlos a todos. José lleva el don que debe ofrecer la madre al sacerdote. Su pobreza no les ha permitido comprar un cordero; por lo demás, ¿no es Jesús el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo? 

La Ley señala la tórtola o la paloma para suplir la ofrenda que no podía presentar una madre pobre. Lleva también José los cinco sidos, precio del rescate del primogénito; porque realmente es el Primogénito, el Hijo único de María, el que se dignó hacernos hermanos suyos, y participantes de la naturaleza divina al asumir la nuestra. 
 
JERUSALÉN. — Por fin entra la sagrada familia en Jerusalén. Visión de paz significa el nombre de esta ciudad; el Salvador va a ofrecerla la paz con su presencia. Admiremos qué magnífica progresión existe en los nombres de las tres ciudades que se relacionan con la vida mortal del Redentor. Es concebido en Nazaret, que significa la flor, porque como dice el Cantar de los Cantares, El es la flor de los campos y el lirio de los valles; su divino aroma nos encanta. Nace en Belén, la casa del pan, para ser alimento de nuestras almas. En Jerusalén se ofrece sobre la cruz en sacrificio, y con su sangre, restablece la paz entre el cielo y la tierra, la paz entre los hombres, la paz en nuestras almas. Hoy, como veremos en seguida, nos va a dar las arras de esta paz. 

EL TEMPLO. — Prestemos atención, mientras sube María las gradas del Templo, llevando consigo cual Arca viva, su divina carga; porque va a realizarse una de las más célebres profecías, una de las que mejor manifiestan uno de los principales caracteres del Mesías. Al traspasar el umbral del Templo, Jesús, concebido de una Virgen, nacido en Belén conforme estaba anunciado, adquiere un nuevo título a nuestra adoración. 


Este Templo no es ya el célebre de Salomón, que fue presa de las llamas en tiempo de la cautividad de Judá. Es el segundo Templo construído a la vuelta de Babilonia; su esplendor no ha llegado a la magnificencia del antiguo. Por segunda vez será derruido antes de finalizar el siglo; y se comprometerá la palabra del Señor, para que no quede piedra sobre piedra. Ahora bien, el Profeta Ageo, para consolar a los Judíos vueltos del destierro, que se lamentaban de no poder elevar al Señor una casa semejante a la edificada por Salomón, les dijo las siguientes palabras que debían servir para fijar la época de la venida del Mesías: "Anímate, Zorobabel, dice el Señor; anímate, Jesús, hijo de Josedec Sacerdote supremo; anímate pueblo de la región, porque mira lo que dice el Señor: Un poco más de tiempo y conmoveré el cielo y la tierra, y conmoveré todas las naciones, y vendrá el Deseado de todos los pueblos, y llenaré de gloria esta casa. Y la gloria de esta segunda casa será mayor que la de la primera, y en este lugar daré la paz, dice el Señor de los ejércitos." Ha llegado ya la hora de la realización de esta profecía. 

El Emmanuel ha salido de su descanso de Belén, se ha manifestado en público y ha venido a tomar posesión de su casa en la tierra; con su sola presencia en el recinto del segundo Templo, ha sobrepasado con mucho la gloria del Templo de Salomón. Aún ha de visitarlo varias veces; pero, para el cumplimiento de la profecía es suficiente la entrada que hace hoy en brazos de su Madre; desde este momento comienzan a desvanecerse las sombras y las figuras que envolvían a este templo, al calor de los rayos del Sol de la verdad y de la justicia. La sangre de las víctimas, teñirá aún algunos años, los cuernos del altar; pero el Niño que lleva en sus venas la sangre de la Redención del mundo se adelanta ya en medio de todas esas víctimas degolladas, hostias impotentes. 

Entre la multitud de sacrificadores, en medio de aquella turba de hijos de Israel que se aglomera en los diversos apartados del Templo, algunos aguardan al Libertador, y saben que la hora de la libertad está próxima; pero ninguno de ellos se ha dado cuenta de que en aquel preciso momento ha entrado en la casa de Dios el Mesías. No obstante eso, no debía cumplirse un acontecimiento tan extraordinario sin que obrase el Eterno un nuevo prodigio. Los pastores habían sido llamados por el Angel, la estrella había atraído a Belén a los Magos del Oriente; ahora el mismo Espíritu Santo va a proporcionarnos un testimonio nuevo e inesperado. 

EL SANTO ANCIANO. — Vivía en Jerusalén un anciano, y su vida tocaba ya a su fin; mas, este varón de deseos, llamado Simeón, había sabido mantener viva en su corazón la esperanza del Mesías. Presumía que se acercaba ya su tiempo, y en premio a su esperanza, el Espíritu Santo le había hecho sentir que no se cerrarían sus ojos sin haber visto aparecer en el mundo la luz divina. Al tiempo que María y José subían las gradas del Templo, llevando al altar al Niño de la promesa, Simeón se siente movido interiormente por la fuerza del Espíritu divino; sale de su casa y se dirige hacia el Templo. 


Ante el umbral de la casa de Dios, sus ojos han reconocido a la Virgen profetizada por Isaías, y su corazón vuela hacia el Niño que tiene en sus brazos. María, advertida por el mismo Espíritu, deja acercarse al anciano; deposita en sus trémulos brazos el tierno objeto de su amor y la esperanza de la salvación de los hombres. ¡Feliz Simeón, símbolo del mundo antiguo, envejecido en la espera y próximo a fenecer! Apenas ha recibido el dulce fruto de la vida cuando se renueva su juventud como la del águila; realizase en él la transformación que debe también operarse en la raza humana. 

Ábrese su boca, resuena su voz, y da testimonio como los pastores en la región de Belén, como los Magos del lejano Oriente. "Oh Dios, dice, mis ojos han visto ya al Salvador que tenías preparado. Por fin luce la luz que ha de iluminar a los Gentiles, y que ha de ser la gloria de tu pueblo de Israel." 

LA PROFETISA ANA. — Mas, he aquí que se acerca también la piadosa Ana, hija de Fanuel, movida por el mismo Espíritu. Los dos ancianos, reprensentantes de la antigua sociedad unen sus voces y celebran la venida del Niño que va a renovar la faz de la tierra, y la misericordia de Dios que da por fin la paz al mundo. En esa paz tan deseada va a dormirse Simeón. Oh Señor, ya puedes dejar marchar en paz a tu siervo, según tu palabra, dice el anciano; y en seguida su alma, libre de los lazos corporales, va a llevar a los elegidos que descansan en el seno de Abrahán la noticia de la paz que ha aparecido en la tierra, y que pronto les abrirá los cielos. 


Ana sobrevirá todavía algún tiempo a esta grandiosa escena; según el Evangelista, es necesario que anuncie la realización de las promesas a los Judíos espirituales que esperaban la Redención de Israel. Había que entregar a la tierra una semilla; arrojáronla los pastores, los Magos, Simeón y Ana; a su tiempo germinará; y cuando hayan transcurrido los años oscuros que deberá pasar el Mesías en Nazaret, y venga ya para la recolección, podrá decir a sus discípulos: Mirad cómo blanquea en los campos el trigo ya maduro: rogad al Señor de la mies para que envíe operarios para la recolección. Devuelve, pues, el feliz anciano a los brazos de la purísima Madre, al Hijo que ésta va a ofrecer al Señor. 

Presentan las aves al sacerdote, quien las sacrifica en el altar, entregan el precio del rescate; han realizado una obediencia perfecta; después de tributar sus homenajes al Señor, baja María las gradas del Templo, estrechando contra su corazón al divino Emmanuel, acompañada por su fiel esposo.

LITURGIA. — Este es el misterio del día cuadragésimo, que cierra el Tiempo de Navidad con la fiesta de la Purificación de la Santísima Virgen. La Iglesia Griega y la de Milán colocan esta fiesta entre las de Nuestro Señor; pero la Iglesia Romana la considera como de la Santísima Virgen. Indudablemente el Niño Jesús es hoy ofrecido en el Templo y rescatado, pero es con ocasión de la Purificación de María; la ofrenda y el rescate son como una consecuencia. 


Los más antiguos Martirologios y Calendarios del Occidente señalan esta fiesta con el título que hoy tiene; lejos de oscurecerse la gloria del Hijo por los honores que la Iglesia concede a la Madre, más bien recibe un nuevo acrecentamiento, pues Él es el principio único de todas las grandezas que veneramos en ella. 


 Del año Litúrgico de Guéranger

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