sábado, 11 de febrero de 2017

11 de Febrero: LA APARICIÓN DE LA INMACULADA VIRGEN MARÍA, EL MENSAJE DE LOURDES

Mi arco iris aparecerá de nuevo por encima de las nubes y me acordaré de mi alianza (Gén., X, 14, 15).  En el oficio del once de febrero del año de 1858 (Jueves de Sexagésima.), las lecturas litúrgicas recordaban esta promesa a la tierra; y pronto supo el mundo que este mismo día María se había aparecido, más hermosa que aquel signo de esperanza, que en tiempo del diluvio había proyectado su figura gentil. Era la hora en que se multiplicarían para la Iglesia los indicios precursores de un porvenir que al presente todos conocemos. 



La humanidad envejecida amenazaba quedar pronto sumergida en diluvio peor que el antiguo. 

Soy la Inmaculada Concepción, declaraba la Madre de la divina gracia a la humilde niña elegida para pregonar en estas circunstancias decisivas, su mensaje a los guías del arca de salvación. A las tinieblas que subían del abismo, ella oponía como un faro, el augusto privilegio, que tres años antes, el supremo piloto había proclamado como dogma para gloria suya.

Si, en efecto, como dice San Juan, el discípulo amado, nuestra fe posee aquí abajo la promesa del triunfo (I, B. Juan, V, 4); si, por otra parte, la fe se alimenta de la luz; ¿qué dogma ilumina también como este a todos los demás con un resplandor tan suave suponiéndoles y recordándoles a todos a un mismo tiempo? En la frente de la temida del infierno, es verdaderamente real la corona en que se dan cita todos los diversos resplandores de los cielos, como en el arco triunfador de las tempestades. 

Pero, por eso precisamente, era necesario abrir los ojos de los ciegos a estas bellezas, dar ánimos a los corazones angustiados por la audacia de las negaciones del infierno, sacar de su impotencia a tantas inteligencias debilitadas por la educación de las escuelas de nuestros días e incapaces de formular un acto de fe. Al convocar las multitudes en los lugares de su bendita aparición, la Inmaculada socorría enérgica pero suavemente la debilidad de las almas, curando los cuerpos; y mientras sonreía a la muchedumbre atrayendo a todos así, confirmaba con la autoridad del milagro permanente de su propia palabra la definición proclamada por el Vicario de su Hijo. 

Del mismo modo que el Salmista cantaba las obras de Dios que pregonan en toda lengua la gloria de su autor (Salmo, XVIII, 2, 5); lo mismo que San Pablo tachaba de locura no menos que de impiedad al que no se rendía a su testimonio (Rom., I, 18, 22): se puede decir de los hombres de nuestro tiempo que no tienen escusa si no se convencen ante las obras de la Santísima Virgen. Ojalá multiplique sus beneficios y tenga compasión de enfermedades todavía peores de almas enfermas que, por vergonzoso temor de llegar a conclusiones importunas, rehusan ver; o los que luchando frente a frente contra la verdad, obligan a su pensamiento acusar de extrañas paradojas, entenebrecen su corazón, como dice el Apóstol, y harían temer que el sentido reprobo que los paganos llevaban como castigo en la carne ( Rom.. I. 21) haya obcecado su razón. 

LLAMADA A LA PENITENCIA. — "¡Oh María concebida sin pecado, ruega por nosotros que recurrimos a ti! Esta es la oración que en el año 1830, nos enseñaste Tú misma ante las amenazas del futuro. En 1846, los dos pastorcitos de la Salette nos recordaban tus exhortaciones y tus lágrimas. "Ruega por los pobres pecadores y por el mundo tan agitado", nos vuelve a repetir de tu parte, hoy, la vidente de las grutas de Massabielle: ¡Penitencia! ¡Penitencia! ¡Penitencia! ¡Virgen bendita queremos obedecerte!, combatir en nosotros y en todo el mundo al único enemigo, el pecado, mal supremo de donde nacen todos los males. ¡Alabanza al Todo Poderoso que se dignó conservarte sin mancilla y rehabilitar en Ti una raza humillada! ¡Alabanza a Ti que, libre de deudas, has saldado las nuestras con la sangre de tu Hijo y con las lágrimas de su Madre, reconciliando a la tierra con el cielo, y aplastando la cabeza de la serpiente (
Gen., III, 15)

ORACIÓN-EXPIACIÓN. — ¿No es esta desde hace mucho tiempo, desde los tiempos apostólicos, la más frecuente recomendación de la Iglesia, para estos días más o menos inmediatos a la Cuaresma? Madre nuestra del cielo, bendita seas por haber venido tan oportunamente a juntar tu voz a la de nuestra Madre de la tierra. El mundo ya no quería, ni comprendía tampoco el remedio infalible pero indispensable, ofrecido a su miseria por la misericordia y la justicia de Dios. Parecía haber olvidado ya aquel oráculo: Si no hacéis penitencia, pereceréis todos. ¡Oh María, tu bondad nos despertó de nuestro letargo! Al conocer nuestra flaqueza, acompañas de mil suavidades la amarga corrección. Para atraer al hombre a implorar tus beneficios espirituales, le prodigas los naturales. No seremos como aquellos niños que reciben a gusto las caricias maternales pero descuidan las instrucciones y no quieren aceptar las correcciones, que la ternura endulza, para que sean bien recibidas. Sino que por el contrario estaremos dispuestos a rezar y a sufrir contigo y con Jesús. Durante la Santa Cuaresma nos convertiremos y haremos penitencia con tu ayuda. 


Del Año Litúrgico de Guéranger

 







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