sábado, 18 de febrero de 2017

18 de Febrero: SAN SIMEON, OBISPO Y MARTIR

PARIENTE Y DISCÍPULO DE CRISTO. — Hoy festejamos a un anciano venerable de ciento veinte años, a un obispo y a un mártir; Simeón es el obispo de Jerusalén, sucesor del Apóstol Santiago en aquella sede. Conoció a Cristo y fue su discípulo. Es su pariente según la carne, de la misma familia de David; hijo de Cleofás y de aquella María unida a la madre de Dios con vínculos de sangre tan estrechos que fue llamada su hermana. 



¡Cuántos títulos de gloria para este venerable Pontífice, que viene a aumentar el número de los mártires, cuya protección reanima a la Iglesia, en esta parte del año en que nos encontramos! Un discípulo tan contemporáneo a la vida mortal de Cristo, un pastor que ha repetido a los fieles las lecciones recibidas por él de la misma boca del Salvador, no debía unirse con su Maestro, sino con una vida tan noble como la suya. Está abrazado a la Cruz, y con su muerte acaecida el año 106, se acaba el primer período de la Historia cristiana, que se llama "Los tiempos apostólicos". Honremos a este santo que reúne en sí tantos recuerdos y pidámosle que extienda a nosotros esa Paternidad de que se honran los fieles de Jerusalén desde hace tanto tiempo.

Roguémosle que eche sobre nosotros una mirada desde el trono esplendoroso a que le condujo la Cruz, que nos obtenga la gracia de la conversión de que tanta necesidad tienen nuestras almas. 

Vida. — La santa Liturgia consagra a su memoria esta corta noticia. Simeón, hijo de Cleofás, fue ordenado Obispo de Jerusalén, inmediatamente después de Santiago. En el imperio de Trajano fue acusado ante Antíoco, personaje consular, de ser cristiano y pariente de Cristo. En esta época se perseguía a los descendientes de David. Después de haber pasado por numerosos tormentos. Simeón sufrió el mismo suplicio de nuestro Salvador; y todo el mundo se admiró de que un hombre, tan agotado por la edad (tenía ciento veinte años) pudiese soportar con tanto valor y constancia los dolores crueles de la Cruz. 

ALABANZA Y SÚPLICA. — Recibe el humilde homenaje de la cristiandad, ya que aventajas en grandeza a todos los títulos de los hombres. Tu sangre es la misma que la de Cristo; tu doctrina la recibiste de su boca; tu caridad para con los fieles la encendiste en su corazón y tu muerte no es más que una renovación de la suya. Nosotros no tenemos el honor de llamarnos hermanos de Cristo; pero haz que seamos consecuentes con esta promesa suya. "El que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano, mi hermana, mi madre..." (San Mateo, XII,50).

No hemos recibido como tú, de boca del Salvador su doctrina vivificadora; pero no la poseemos menos pura por medio de la Santa Tradición, de la que tú eres uno de los primeros eslabones. Obtén que seamos cada vez más dóciles a ella y que se nos perdonen nuestras infracciones. No se nos ha preparado una cruz para clavarnos en ella de pies y manos; pero este mundo está sembrado de pruebas a las que el mismo Señor ha llamado Cruces. Tenemos que arrostrarlas con constancia, si queremos tener parte con Jesús en su gloria. Pide a Dios que le seamos siempre fieles, que nuestro corazón no se rebele nunca contra él, que reparemos las faltas que cometemos tan frecuentemente, cuando no queremos cumplir su voluntad. 


Del Año Litúrgico de Guéranger

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