El
sapientísimo y humildísimo san Alberto Magno fué natural de Lingino, que es una
población de la Suevia (hoy Germania). Llegado a la edad de diez y seis años
llamóle la Virgen santísima a la sagrada orden de Predicadores, recientemente
fundada por el glorioso santo Domingo; y fué a Venecia para aprender las letras
humanas en la famosa escuela de Jordano: mas como desconfiase de su
aprovechamiento, determinaba ya dejar el estudio y el propósito que tenía de
entrar en aquella religión. En esta perplejidad, acudió a su único y celestial
refugio, que era la santísima Virgen, la cual le consoló sobremanera, y le
alentó a seguir la carrera comenzada. Con esto se dio el santo mancebo muy de
veras al estudio, viniendo a salir en todas las letras y ciencias tan consumado,
que le llamaron por excelencia el Filósofo, y le dieron el renombre de Magno.
Resplandeció su sabiduría en las cátedras de Colonia, Ratisbona, y
singularmente en la de París, que era a la sazón la más célebre de toda las
universidades; y eran tantos los discípulos que concurrían a las lecciones de
aquel nuevo Salomón, que se vio obligado a 1er en la plaza pública, la cual se
llamó después por mucho tiempo la plaza de san Alberto-Colonia. Tuvo en la
universidad de Colonia por discípulo a santo Tomás de Aquino, digno alumno de
tan gran maestro, el cual abiertamente profetizó que santo Tomás había de
alumbrar el mundo como sol de la Iglesia de Dios. Eligiéronle después
provincial, y el santo Maestro visitó siempre a pie los conventos de la orden,
y cuando Urbano IV le mandó aceptar la silla episcopal de Ratisbona, entró san
Alberto de noche en la ciudad; mas no pudo evitar los aplausos de todo el
pueblo cuando salió el día siguiente a celebrar la misa. Hacía en el palacio
una vida austerísima como en su convento, y creyendo que era poco el fruto que
hacía en su obispado no paró hasta renunciar a la mitra para volver a su retiro
del claustro. Y después de haber sido como el oráculo del concilio de Lión, y
recibido con humildes lágrimas las honras del pontífice y de toda la corte
romana, entendiendo que se acercaba e] fin de su vida, comenzó a darse del todo
a la oración, y a rezar cada día el oficio de difuntos sobre la sepultura en
que se había de enterrar su cadáver, y a los ochenta y siete años de su vida
entregó su alma al Creador.
Reflexión:
Quien leyere el solo catálogo de los libros que escribió el glorioso Alberto
Magno, se llenará de maravilla y asombro, viendo que trató con maestría de
todas las. Ciencias; porque no solamente fué gran filósofo, teólogo, moralista
e intérprete sagrado, mas también orador, médico y matemático, abarcando en su
ingenio universal los tesoros de la humana sabiduría. Dime pues, ahora: si
varones tan sabios y santos, como Alberto Magno, han consagrado sus portentosos
talentos a la fe de nuestro Señor Jesucristo y de su Iglesia, ¿no es suma
desvergüenza la de los modernos impíos, cuando dicen que la religión católica
ha sido siempre la herencia de los ignorantes? Harto ignorantes y malvados son
los que se atreven a hablar así. ¡Cuánto mejor hicieran si en lugar de
gobernarse por las luces de su menguado ingenio, se fiaran de la doctrina de
Cristo, confirmada con tantos y tan divinos milagros, y profesada por todos los
hombres más sabios y santos de veinte siglos! ¡Parece imposible que en negocio
de tanta importancia como es el de la eterna salvación, obren con tanta
imprudencia!
Oración:
¡Oh! Dios que cada año nos alegras con la solemnidad de tu bienaventurado
confesor Alberto, concédenos propicio que imitemos las buenas obras de aquel
santo, cuyo nacimiento para la gloria celebramos. Por Jesucristo, nuestro
Señor. Amén.
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