(1455
p. C.) - Lorenzo nació en Venecia en 1381. Su padre, Bernardo Giustiniani, era
de ilustre alcurnia entre la nobleza de la comunidad de repúblicas y su madre
no era menos noble. Bernardo murió pronto y dejó viuda a su esposa muy joven y
con muchos hijos pequeños. La valiente mujer no se acobardó y, desde entonces,
se dedicó por entero al cuidado y educación de sus hijos, a las obras de
caridad y al ejercicio de la virtud. En su hijo Lorenzo descubrió desde la cuna
una extraordinaria docilidad y generosidad de alma. Le dedicó cuidados
especiales pero, ante el temor de que surgiera algún vestigio de orgullo o de
ambición, a veces le amonestaba con dureza por desear cosas que estaban fuera
de su alcance. Pero en esas oportunidades el niño respondía sencillamente que
su único deseo era ser santo. A la edad de diecinueve años fue llamado por Dios
para consagrarse de manera especial a su servicio. Cierto día, le pareció
contemplar en una visión a la Eterna Sabiduría en la forma de una doncella
resplandeciente que le decía estas palabras: "¿Por qué buscas descanso
para tu mente en las cosas exteriores, a veces en esto y a veces en aquello? Lo
que tú quieres no podrás encontrarlo más que en mí: está en mis manos. Búscalo
en mí, que soy la ciencia de Dios. Al tomarme por compañía y única meta,
tendrás sus inagotables tesoros". En aquel instante, sintió su alma
traspasada por dardos de gracia divina y le animó un nuevo ardor para
entregarse enteramente a la búsqueda de la ciencia y el amor de Dios. Para
obtener consejo, se dirigió a su tío, un santo sacerdote llamado Marino
Quierini, canónigo del capítulo de San Jorge, establecido en un islote llamado
Alga, a un kilómetro escaso de Venecia. Don Quierini le aconsejó, ante todo,
que se pusiera a prueba en su casa frente a esta alternativa: por un lado, los
honores y riquezas y los placeres del mundo y, por el otro, la dureza de la
miseria, de los ayunos y de la renunciación. "Entonces te harás esta
pregunta: ¿Tengo el valor de despreciar estos deleites para aceptar una vida de
penitencia y mortificación?" Tras de permanecer algún tiempo en
meditación, Lorenzo levantó la vista hacia el crucifijo y dijo: "Tú, ¡Oh
Señor! eres mi esperanza. En Tí encontraré el árbol de la fortaleza y el
consuelo". La fuerza de su resolución para seguir el tortuoso camino de la
cruz, quedó demostrado en la rigurosa severidad con (pie trataba a su cuerpo y
la constante dedicación de su mente a los asuntos de la religión. Su madre,
temerosa de que sus mortificaciones le afectaran la salud, trató de distraerle
y le aconsejó que se casara. El no le dio ninguna contestación, pero
inmediatamente se retiró al capítulo de San Jorge, en Alga, y fue admitido en
la comunidad.
Ahí,
sus superiores juzgaron necesario mitigar los rigores de sus penitencias.
Recorría las calles con una bolsa al hombro para pedir limosna y, cuando se le
indicó que al aparecer así en público se exponía al ridículo, respondió:
"Hagamos frente a las burlas con valor. Nada habremos hecho, si
renunciamos al mundo sólo de palabra. Triunfemos sobre él con nuestras bolsas y
nuestras cruces". Con frecuencia Lorenzo llegaba a pedir a la casa en la
que había nacido, pero se quedaba a distancia en la calle, frente a la puerta y
repetía: "¡Una limosna, por amor de Dios!" Siempre acudía su madre
con abastecimientos suficientes para llenar su bolsa, pero él no tomaba más que
dos tortas de pan y, dando saludos y gracias a todos, partía como si no los conociese.
Cuando las bodegas en que se guardaban las provisiones de la comunidad fueron
presa de un incendio, y uno de los hermanos se lamentaba por la pérdida,
Lorenzo le dijo alegremente: "¿Qué acaso no hemos hecho voto de pobreza?
Ahora Dios nos concede la gracia de sentirla". Al principio, cuando
acababa de ingresar a la orden, sentía a menudo una violenta inclinación a
justificarse o disculparse, si se le reprendía injustamente; a fin de reprimir
aquel deseo, acostumbraba a morderse los labios hasta que, a la larga, se
dominó por completo. Experimentaba un desprecio tan absoluto por los atractivos
del mundo que, desde el día en que entró al monasterio, no volvió a poner los
pies en la casa de su padre, excepto para ayudar a bien morir a su madre y a sus
hermanos. Cierto noble caballero que había sido su amigo íntimo, regresó de un
largo viaje por el oriente y, al enterarse de la clase de vida que Lorenzo
había abrazado, pensó en hacer el intento de disuadirlo. Se trasladó a San
Jorge, pero ni siquiera pudo abrir la boca, ya que el aspecto de su antiguo
amigo, la modestia y gravedad de su porte, le impresionaron sobremanera y,
durante largo rato, no supo qué decir. Cuando al fin se decidió a hablar, lanzó
una débil tentativa para combatir la resolución del joven religioso. Lorenzo le
dejó que terminara y luego habló él, en forma tan convincente que, a fin de
cuentas, el noble caballero quedó desarmado y decidió él mismo abrazar la regla
contra la que había ido a luchar. En 1406, Lorenzo recibió la ordenación
sacerdotal. El fruto de su espíritu de plegaria y penitencia fue el
conocimiento profundo de las cosas espirituales y los caminos interiores de la
virtud, así como una gran destreza y una enorme prudencia en la dirección de
las almas. Las abundantes lágrimas que derramaba mientras oficiaba en el
sacrificio de la misa, conmovían fuertemente a todos los asistentes y
despertaban su piedad. Con mucha frecuencia se arrebataba en éxtasis durante la
plegaria, en especial cuando celebraba la misa en la noche de Navidad. Poco
después de su ordenación fue nombrado preboste de San Jorge y, para instruir a
sus discípulos, sólo trataba de inculcarles la más sincera humildad. Sus
enseñanzas no se limitaban a su escuela. Nunca cesó de predicar a los
magistrados y senadores en tiempos de guerra o de calamidades públicas que, a
fin de obtener el remedio a los males que sufrían debían en primer lugar
persuadirse de que individualmente no eran nada, porque sin esta disposición de
espíritu, nunca podrían merecer la ayuda divina.
En
1433, el Papa Eugenio IV nombró a San Lorenzo para la sede arzobispal de
Castello, una diócesis que incluía parte de Venecia. Hizo lo posible para
evitar esta dignidad y su correspondiente responsabilidad. Cuando tomó posesión
de su catedral lo hizo en forma tan privada, que ni sus más íntimos amigos lo
supieron hasta que terminó la ceremonia. Lo mismo como religioso que como
prelado, fue admirable su piedad sincera hacia Dios y la grandeza de su caridad
hacia los pobres. No disminuyó ninguna de las austeridades que había practicado
en el claustro y de sus plegarias obtenía luz, valor y energía que le movían en
todas sus obras; pacificó las desavenencias en el Estado y, en tiempos muy
difíciles, gobernó su diócesis con tanto cuidado, que toda ella llegó a parecer
un convento bien disciplinado. Para la administración de su casa, no recurría
más que a la piedad y a la humildad; cuando algunos de sus amigos le recordaban
que por su nacimiento, la dignidad de su iglesia y de la República, necesitaba
cierta pompa y ornamento, él replicaba que la virtud debía ser el único
ornamento del obispo, y que todos los pobres de la diócesis constituían su
familia. Todos los fieles amaban y respetaban a un pastor tan santo. Cuando
algún personaje se oponía a sus reformas religiosas, llegaba a vencerlo por
medio de la bondad y la paciencia. Cierto hombre que se indignó contra un
decreto del obispo sobre los entretenimientos en el teatro, le llamó
"viejo monje escrupuloso" y trató, en vano, de poner al público en
contra suya. En otra ocasión, se lanzaron gritos contra él en la calle para
acusarle de hipócrita. El obispo oyó los insultos serenamente, sin alterar el
paso. Tampoco le alteraban los halagos y, por cierto, que todos sus actos
demostraban un perfecto equilibrio, una paz constante y una serenidad absoluta.
Bajo su gobierno, cambió radicalmente el aspecto de la diócesis. A diario,
verdaderas multitudes se reunían frente a la casa del obispo para solicitar
consejo, consuelo y caridad; su puerta y su bolsa estaban siempre abiertas para
los pobres. Daba con más gusto sus limosnas en pan, ropa y alimentos que en
dinero, porque pensaba que podían gastarlo mal; cuando daba dinero, eran
cantidades muy pequeñas. Utilizó a las mujeres casadas para que buscasen a los
pobres vergonzantes o personas venidas a menos y los socorriesen, y para sus
limosnas no había privilegios. Cierta vez en que llegó un pobre, recomendado
por su hermano Leonardo, le dijo el obispo: "Vuelve con el que te envió y
dile de mi parte que él tiene lo suficiente para ayudarte". Tenía absoluto
desprecio por las cuestiones financieras; dejó a un criado a cargo de la
administración de sus bienes temporales y, muchas veces, se le oyó decir que
era indigno de un pastor de almas desperdiciar el tiempo en contar monedas.
Los
Papas de su tiempo tenían veneración por Lorenzo. Eugenio IV se reunió con él
en Bolonia y lo saludó con estas palabras: "¡Bienvenido, ornamento de los
obispos!" Su sucesor, Nicolás V, le estimaba igualmente y, en 1451,
reconoció en público su valer. Aquel mismo año, falleció Dominico Michelli,
patriarca de Grado,* el Papa suprimió la sede de Castello y transfirió la de
Grado a Venecia. Nombró a San Lorenzo como el nuevo patriarca.
El
senado de la república, siempre celoso de sus prerrogativas y libertades, puso
dificultades por temor a que su autoridad se viese invadida. Mientras el caso
se discutía en el senado, San Lorenzo pidió una audiencia a la asamblea y, una
vez ante ella, declaró su sincero deseo de renunciar a un cargo para el que no
estaba dotado y el que había desempeñado durante dieciocho años contra su
voluntad, antes que permitir un aumento a su carga por cualquier dignidad
adicional. Su porte y su elocuencia impresionaron al senado de tal manera, que
el "dogo" le pidió que no pensara en que se fuese a levantar un
obstáculo a los decretos del Papa, y todo el senado apoyó al obispo.
Desde
entonces, aceptó su nuevo cargo y toda su dignidad y, durante los pocos años
que aún vivió, administró su puesto de tal manera, que acrecentó su fama de caritativo
y bondadoso que se había ganado como obispo de Castello. Un ermitaño de Corfú,
con gran renombre de adivino, aseguró a un noble veneciano que la ciudad de
Venecia se había salvado de las calamidades que la amenazaban, gracias a las
plegarias del patriarca., Un sobrino de éste, Bernardo Giustiniani, quien
escribió la biografía del santo, narra diversos milagros y profecías de los que
él mismo fue testigo.
San
Lorenzo dejó algunos escritos ascéticos muy valiosos; tenía setenta y cuatro
años cuando escribió su último trabajo, titulado "Los Grados de
Perfección". Apenas le había puesto el punto final, cuando le atacó una
•aguda fiebre. Sus servidores se afanaron por prepararle un lecho cómodo y, al
ver aquello, el humilde patriarca se sintió molesto. "¿Disponéis ese lecho
de plumas para mí?", inquirió y, al recibir una respuesta afirmativa,
exclamó: "¡No! Eso no debe ser así . . . Mi Señor fue recostado sobre un
madero duro y basto. ¿No recordáis que San Martín, en sus últimos momentos,
afirmó que un cristiano debe morir envuelto en telas burdas y sobre un lecho de
cenizas?" Lorenzo no quiso ocupar la cama blanda y sólo accedió a tenderse
sobre la paja. Durante los dos días que aún vivió después de recibir los santos
óleos, la mayor parte de los ciudadanos llegaron por turno a su habitación,
según la calidad de su alcurnia, a recibir su bendición. Insistió para que
fuesen admitidos también los pobres y los mendigos; a cada grupo que entraba le
hacía sus recomendaciones especiales. Al ver que el noble Marcelo, su joven
discípulo favorito, lloraba amargamente, le dijo estas palabras proféticas:
"Yo me voy antes, pero tú me seguirás pronto. En la próxima Pascua nos
volveremos a ver". El joven Marcelo enfermó a principios de la Cuaresma y
fue sepultado en la semana de Pascua. San Lorenzo murió el 8 de enero de 1455,
pero su fiesta se celebra en este día, en el que recibió su consagración
episcopal. Fue canonizado en 1690.
Bernardo Gustiniani, sobrino del santo, escribió una biografía
en latín que se reprodujo en Acta Sanctorum, enero, vol. i, en el día ocho.
Existe más material informativo en la obra de D. Rosa, De B. Laurentii
Justiniani vita, sanctitate et miraculis, testimoniorum centuria (1914).
También hay varias biografías en italiano, como la de Maffei (1819), la de
Regazzi (1856), la de Cucito (1895), y la de La Fontaine (1928). Véase también
DTC, vol. ix, ce. 10-11 y a Eubel, en Hierarchia catholica medii aevi, vol. n,
pp. 130 y 290.
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