La serie de domingos que en otro tiempo arrancaba de la
solemnidad de San Pedro o de los Apóstoles, nunca propasaba a este domingo. La
fiesta de San Lorenzo daba su nombre a los que siguen, como ocurría desde el
Domingo nono después de Pentecostés, en los años en que la Pascua se
distanciaba más del equinoccio de primavera. Cuando la fecha de Pascua caía muy
próxima a su punto extremo se empezaban a contar desde este Domingo las semanas
del séptimo mes (septiembre).
Las Témporas de otoño pueden caer ya en esta semana, pero
también puede ocurrir que no lleguen hasta el decimoctavo Domingo. En nuestra
explicación seguiremos el orden adoptado en el misal, que las pone a
continuación del décimoséptimo Domingo después de Pentecostés.
En Occidente el decimotercer Domingo toma hoy su nombre del
Evangelio de los diez leprosos que se lee en la misa; por el contrario, los
griegos, para quienes es el Domingo trece de San Mateo, leen en él la parábola
de la viña, cuyos obreros llamados a diversas horas del día, reciben todos
idéntica recompensa.
M I S A
EL RECUERDO DE LOS TIEMPOS PASADOS.—La Iglesia, en posesión
de las promesas que el mundo esperó tanto tiempo, gusta mucho de recordar una y
otra vez los sentimientos que llenaron el alma de los justos durante los siglos
angustiosos en que el género humano vegetaba en las sombras de la muerte.
Tiembla a vista del peligro en que sus hijos se encuentran de olvidar en la
prosperidad la situación desastrosa que la Sabiduría eterna les ha evitado,
llamándolos a vivir en los tiempos que han sucedido al cumplimiento de los
misterios de la Redención. De un olvido así tendría que nacer naturalmente la ingratitud
que el Evangelio del día justamente condena. Por eso la Epístola y, antes que
ella el Introito, nos transportan al tiempo en que el hombre vivía sólo de esperanza
bien que se le hubiese hecho promesa de una alianza sublime. Esta debía
consumarse en los siglos posteriores; mas entretanto el hombre en espera de
volver a encontrar el amor se hallaba en una gran miseria, a merced de la
perfidia de Satanás y expuesto a las represalias de la justicia divina.
INTROITO
Mira a tu alianza, Señor, no desampares por siempre las
almas de tus pobres: levántate, Señor, y defiende tu causa y no olvides las
voces de los que te buscan. — Salmo: ¿Por qué, oh Dios, nos has rechazado para
siempre? ¿Por qué se ha encendido tu furor contra las ovejas de tus pastos? V.
Gloria al Padre.
LAS VIRTUDES TEOLOGALES. — Hace ocho días vimos el papel que
desempeña la fe y la importancia de la caridad en el cristiano que vive en la
ley de la gracia. La esperanza le es necesaria también porque, aunque
sustancialmente posea los bienes que le harán feliz por toda la eternidad, la
oscuridad de este mundo de destierro se los oculta a la vista; además, la vida
presente, como tiempo de prueba en que debe cada uno merecer su corona hace que
hasta el final de la misma sientan aun los mejores la incertidumbre y las
amarguras de la lucha. Por eso debemos implorar con la Iglesia en la Colecta el
aumento en nosotros de las tres virtudes fundamentales de fe, esperanza y
cardad; mas, para llegar a gozar en el cielo del pleno cumplimiento de todos
los bienes que Dios nos ha prometido, nos es necesaria desde ahora la gracia de
amar de todo corazón sus mandamientos, que son el camino que lleva allá y se
resumen, según el Evangelio del Domingo pasado, en el amor.
COLECTA
Omnipotente y sempiterno Dios, danos aumento de fe,
esperanza y caridad: y, para que merezcamos alcanzar lo que prometes, haznos
amar lo que mandas. Por Nuestro Señor Jesucristo.
EPÍSTOLA
Lección de la Epístola del Ap. San Pablo a los Gálatas
(Gal., III, 16-22).
Hermanos: Las promesas fueron hechas a Abraham y a su
descendiente. No dice: Y a sus descendientes, como si fuesen muchos; sino, como
si fuese uno sólo: Y a tu descendiente, que es Cristo. Y yo digo esto: Que el
pacto confirmado por Dios no fue abrogado por la Ley, publicada cuatrocientos
treinta años después, ni la promesa fue anulada. Porqué, si la herencia viniese
por la Ley, ya no vendría por la promesa. Pero Dios hizo la donación a Abraham
por promesa. ¿Para qué sirve, pues, la Ley? Fue puesta por causa de las
transgresiones, hasta que viniese el descendiente a quien había sido hecha la
promesa, y fue promulgada por ángeles y por mano de un mediador. Pero el
mediador no es de uno solo; Dios, en cambio, es Uno solo. ¿Luego la Ley va
contra las promesas de Dios? De ningún modo. Porque, si se hubiese dado una ley
que pudiese vivificar, entonces la justicia vendría verdaderamente de la Ley.
Pero la Escritura lo encerró todo bajo del pecado, para que la promesa fuese
dada a los creyentes por la fe en Jesucristo.
LA LIBERTAD DEL CRISTIANO.— A lo largo de este dilatado
período del Tiempo que sigue a Pentecostés, dedicado a glorificar la acción del
Espíritu Santo como santificador del mundo, la Iglesia se complace en recordar
con frecuencia en la Liturgia los acontecimientos memorables que libertaron al
hombre del yugo de la ley del temor para someterle al suave y ligero de la ley
del amor. La Epístola de este Domingo décimo - tercero nos recuerda que la obra
divina de nuestra liberación se fue preparando muy lentamente. Como los judíos
continuaban teniéndose por un pueblo privilegiado y sostenían por eso que la
salvación sólo se podía conseguir por la observancia de la Ley mosaica, ley de
esclavitud, San Pablo les recuerda al instante que la salvación se prometió
mucho antes de Moisés y que la promesa va vinculada no a la Ley mosaica, sino a
la fe en el que algún día había de venir al mundo para redimir a los hombres.
Al cumplirse esta promesa, la Ley antigua quedó para siempre anulada.
LA PROMESA MESIÁNICA. — Ahora bien, los judíos conocen mejor
que nadie esta promesa y sus particulares condiciones. La hizo Dios en la
antigüedad a Abraham, la renovó a los Patriarcas y la confirmó con juramento.
Esa promesa, en la posteridad de Abraham, siempre tiene en vista al que es la
fuente y origen de la bendición. Por eso no dice el texto sagrado que las
promesas vayan dirigidas a Abraham y a sus hijos, sino a su hijo, a su vástago,
al único de quien históricamente se puede afirmar que es la bendición del
mundo.
Cuando un hombre promete, su promesa puede cambiar, y sólo
es definitiva después de su muerte; pero, como Dios no puede morir, la firmeza
de la promesa divina queda asegurada de otra manera: por su solemnidad, por su
reiteración, con un juramento. Siendo así de firmes los designios de Dios, no
se puede admitir que la Ley mosaica, que llegó cuatrocientos treinta años más
tarde que la promesa, la pudiese anular, como no pudo tampoco romper el pacto hecho
por Dios. Por tanto, una de dos: la justificación, filiación divina, herencia
del cielo y todo cuanto nos une con el orden sobrenatural, o lo debemos a la
ley dada a Moisés o a la promesa que hizo el Señor a Abraham. Más no cabe duda:
todo ha venido a nosotros en atención a la promesa hecha a Abraham y no en
atención a la ley que dio Dios a Moisés.
LA LEY Y LA PROMESA. — Pero entonces, ¿cuál fue el objeto,
la función de la Ley? ¿Es una institución divina sin por qué? De ninguna
manera, pero la distancia entre la promesa y la Ley es inmensa. Así como la
promesa proviene de la bondad de Dios, la Ley fue ocasionada por el pecado: es
una medida higiénica y provisional. El mundo, cada vez más depravado, olvidaba
los preceptos de la ley natural. Dios los promulgó nuevamente y, queriendo
venir al mundo, se escogió un pueblo que separó de los otros pueblos y
constituyó guardián de la promesa hasta el día en que se cumpliese, es decir,
hasta que viniese el retoño en quien debían ser bendecidas todas las naciones.
Y este carácter de la ley, en cuanto es distinta de la
promesa, se echa de ver hasta en el modo de su promulgación. La Ley es una
institución motivada por las circunstancias, en vez de ser, como la promesa,
una disposición espontánea y derivada totalmente del Corazón de Dios. Además se
sirvió de los ángeles como intermediarios para instituirla, porque Dios
reservaba para sí una intervención personal para más tarde. Finalmente, dicha
ley se confió a manos de un mediador, Moisés. Al nacer la Ley, hay un mediador
porque hay dualidad, porque hay dos partes qué contratan, pues se trata, dé un
pacto entre Dios y su pueblo. Por esto, precisamente la Ley es caduca: por ser
un pacto, la Ley está subordinada a la fidelidad de las partes. Si la una se
retira, la otra queda libre. Al contrario, en el día de la promesa, frente a
Abraham sólo vemos a Dios; de parte de Dios es un compromiso totalmente
gracioso; no ha habido intermediario ni condición; la promesa es absoluta y
eterna.
LA LEY Y LA FE. — ¿Hay aquí por ventura antagonismo entre la
Ley y la promesa, y acaso la Ley, después de muchos siglos, pudo desmentir y
anular las promesas de Dios? Nunca jamás. Ciertamente, el Señor es Soberano:
podría haber dado a la Ley el poder de conferir la gracia y la justicia. Pero,
mientras la Ley sea exterior a nosotros, es impotente y sólo descubre el pecado
que nos prohíbe. Para ser eficaz y justificante, se precisaría meterla en
nuestra vida y grabarla en nuestro corazón, y no cabe duda que Dios podría
haber otorgado a la Ley este privilegio de justificar. Pero la Escritura, que
nos revela el pensamiento de Dios, nos enseña que hubo una promesa y que, hasta
el día de su cumplimiento, Dios quiso que toda la humanidad permaneciese
cautiva bajo el yugo del pecado, para que tuviese ocasión y tiempo de
reconocer, en medio de su impotencia, que la justicia es manifiestamente el
fruto de la promesa y no de la Ley, fruto obtenido por la fe en Jesucristo.
GRADUAL
Mira a tu alianza, Señor, y no olvides para siempre las
almas de tus pobres. V. Levántate, Señor, y defiende tu causa: acuérdate del
oprobio de tus siervos.
Aleluya, aleluya. V. Señor, tú has sido nuestro refugio de
generación en generación. Aleluya.
EVANGELIO
Continuación del santo Evangelio según San Lucas (Le., XVII,
11-19).
En aquel tiempo, yendo Jesús a Jerusalén, pasaba por medio
de Samaría y de Galilea. Y, al entrar en cierta aldea, le salieron al encuentro
diez leprosos, los cuales se pararon de lejos; y alzaron la voz, diciendo: Jesús,
Maestro, ten piedad de nosotros. Cuando los vio, dijo: Id, mostraos a los
sacerdotes. Y sucedió que, mientras
iban, quedaron limpios. Y uno de ellos, cuando se vio limpio, se volvió,
glorificando a Dios a grandes voces, y se prosternó ante sus pies, dando
gracias: y éste era un samaritano. Y, respondiendo Jesús, dijo: ¿No han sido
diez los curados? Y los nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quién volviese y
diese gloria a Dios sino este extranjero? Y le dijo: Levántate, vete: que tu fe
te ha salvado.
LOS DOS PUEBLOS. — El leproso samaritano, curado de su
horrible enfermedad, figura del pecado, representa, en compañía de nueve
leprosos de nacionalidad judía, la raza desacreditada de los gentiles, admitida
al principio por misericordia a participar de las gracias destinadas a las
ovejas perdidas de la casa de Israel. La diferente conducta de estos diez
hombres con ocasión del milagro obrado en ellos, corresponde a la actitud de
los dos pueblos de que son figura, ante la salvación que el Hijo de Dios trajo
al mundo. Esa conducta demuestra una vez más el principio establecido por el
Apóstol: "No todos los que han nacido en Israel son israelitas, ni todos
los descendientes de Abraham son hijos suyos; sino que por Isaac, dijo Dios a
Abraham se contará tu descendencia. Esto es, no los hijos de la carne son hijos
de Dios, sino los hijos de la promesa son tenidos por descendencia".
La Santa Iglesia no se cansa de recordar una y muchas veces
esta comparación de los dos Testamentos y el contraste que los dos pueblos ofrecen.
Por tanto, antes de continuar, debemos responder a la extrañeza que tal
insistencia tiene que despertar en ciertas almas no habituadas a la sagrada
Liturgia. La clase de espiritualidad que hoy reemplaza en muchos a la antigua
vida litúrgica de nuestros padres, no los dispone más que a medias para entrar
en este orden de ideas. Están únicamente acostumbrados a vivir frente a sí
mismos, y frente a la verdad tal como ellos se la imaginan, ponen la perfección
en el olvido de todo lo demás; y de esta manera no es de admirar que a tales
cristianos les resulte totalmente incomprensible el continuo recordar un pasado
que, según ellos, terminó hace ya siglos. Pero la vida interior verdaderamente
digna de este nombre no es lo que esos cristianos se imaginan; nunca hubo
escuela de espiritualidad, ni ahora ni antes, que colocase el ideal de la
virtud en el olvido de los grandes hechos de la historia, de tanto interés para
Ja Iglesia y para Dios mismo. Además, ¿qué es lo que sucede con demasiada
frecuencia a los hijos que en esto se apartan de la Madre común? Sencillamente,
que en el aislamiento voluntario de sus oraciones privadas, pierden de vista,
por justo castigo de Dios, el fin supremo de la oración, que es la unión y el
amor. A la meditación la despojan del carácter de conversación íntima con Dios
que la reconocen todos los maestros de la vida espiritual; por lo que pronto no
será más que un ejercicio estéril de análisis y razonamientos en que predomine
la abstracción.
Después de la gran obra de la Encarnación del Verbo, que
vino a la tierra para manifestar a través de los siglos en Cristo y sus
miembros a Dios, no hay hecho más importante ni en el que Dios haya mostrado ni
muestre tanto interés como el de la elección de los dos pueblos llamados por El
sucesivamente al beneficio de su alianza. "Son sin arrepentimiento los
dones y la vocación de Dios", nos dice el Apóstol; los judíos, enemigos
hoy porque rechazan el Evangelio, no dejan de ser amados y-aún muy amados, carísimo,
en atención a sus padres. Por eso, llegará un tiempo, esperado por el mundo, en
que la negación de Judá se retractará, sus iniquidades se borrarán, y las
promesas hechas a Abraham, Isaac y Jacob tendrán cumplimiento literal. Entonces
se verá la divina unidad de ambos Testamentos; los dos pueblos sólo harán uno
con Cristo su Cabeza. Entonces, plenamente consumada la alianza de Dios con el
hombre, tal como Dios mismo la quiso en sus designios eternos, una vez que la
tierra habrá dado su fruto y el mundo cumplido su fin, las tumbas devolverán a
sus muertos y la historia terminará en la tierra para dejar a la humanidad
glorificada explayarse en la plenitud de la vida a los ojos de Dios.
LECCIÓN DEL MILAGRO. — Volvamos brevemente a la explicación
literal del Evangelio. El Señor, más bien que mostrarnos su poder, lo que
pretende es instruirnos simbólicamente. Por eso no les otorga a los enfermos la
salud con una sola palabra como lo hizo en otro caso parecido: "Lo quiero,
queda curado", había dicho un día a un pobrecito leproso que imploraba su socorro
en los comienzos de su vida pública, y la lepra desapareció al instante. Los
leprosos del Evangelio de hoy quedan sanos tan sólo al ir a presentarse a los
sacerdotes. Jesús los envía a ellos, como lo hizo con el primero, dando de ese
modo ejemplo a todos, desde el principio hasta el último día de su vida mortal,
del respeto que se debe a la antigua ley mientras no sea abrogada; en efecto,
esta ley concedía a los hijos de Aarón el poder, no de curar la lepra, sino de
distinguirla y fallar sobre su curación.
Pero ha llegado el tiempo de una ley más augusta que la del
Sinaí, de un sacerdocio cuyos juicios no tendrán ya por objeto el averiguar el
estado del cuerpo, sino el raer eficazmente, mediante la pronunciación de su
sentencia de absolución, la lepra de las almas. La curación que en los diez
leprosos se obró antes de llegar a presentarse a los sacerdotes que buscaban,
debería bastar para hacerlos ver en el Hombre-Dios el poder del nuevo
sacerdocio anunciado por los profetas.
Hagamos nosotros con vivas ansias se acelere el momento, tan
glorioso para el cielo, en el que reunidos ambos pueblos en idéntica fe
mediante el conocimiento de las mismas esperanzas realizadas, clamarán, como en
el Ofertorio, diciendo a Jesús: ¡En ti he esperado, Señor; Tú eres mi Dios!
OFERTORIO
En ti he esperado, Señor; dije: Tú eres mi Dios, en tus
manos están mis días.
La oblación, colocada en el altar, nos debe alcanzar de Dios
el perdón de la vida pasada y las gracias para la que está por venir. En la
Secreta le rogamos que acepte para el Sacrificio los dones que la Iglesia le
ofrece en nombre de todos nosotros.
SECRETA
Mira, Señor, propicio a tu pueblo, mira propicio estos
dones: para que, aplacado con esta oblación, nos otorgues el perdón, y nos
concedas lo pedido. Por Nuestro Señor Jesucristo.
¿Cuándo querrán venir los judíos a probar por fin la
superioridad del pan de la nueva alianza sobre el maná del Antiguo Testamento?
Nosotros, los gentiles, cantamos en la Comunión las divinas suavidades del
verdadero pan del cielo con tanto júbilo cuanto pide el hecho de que, a pesar
de haber venido después que ellos, hayamos sido preferidos a nuestros
antepasados en el banquete del amor.
COMUNIÓN
Nos has dado, Señor, pan del cielo, que encierra en sí todo
deleite, y todo sabor de suavidad.
La obra de nuestro rescate por Jesucristo, como lo expresa
la Poscomunión, se consolida y crece en nosotros tantas veces cuantas
recurrimos a. los sagrados misterios. La Iglesia pide para sus hijos la gracia
de frecuentar provechosamente estos misterios de salvación.
POSCOMUNION
Recibidos, Señor, estos celestiales misterios, te suplicamos
hagas que adelantemos en el camino de la redención eterna. Por Nuestro Señor
Jesucristo.
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