(c. 1012 d.C.).A pesar de que
las narraciones sobre este santo provienen de fuentes de información tardías y
no muy dignas de confianza y, además, han sido complementadas con relatos de
milagros edificantes pero muy sospechosos, es evidente que perteneció a esa
categoría de almas sencillas y calladas de trabajadores o peregrinos, como las
de San Alejo y San Isidro Labrador, en la antigüedad, hasta San Benito
José Labre y Matt Talbot, en nuestros tiempos.
San Guy (Guydon), llamado El Pobre Hombre de Anderlecht, nació en
el campo, cerca de Bruselas, de padres pobres pero muy virtuosos y, en
consecuencia, contentos con lo que tenían y satisfechos de la vida. Los
humildes campesinos no pudieron dar a su hijo educación en una escuela, aunque
eso no les preocupó demasiado, pero cuidaron en cambio de instruirle, desde su
más tierna edad, en la fe cristiana y las prácticas de la religión, sin dejar
de repetirle las palabras que Tobías dijo a su hijo: "Tendremos muchas
cosas buenas si tememos a Dios." San Agustín afirma que Dios cuenta entre
los réprobos no sólo a los que reciben todo su bienestar en esta
tierra, sino también a aquéllos que se lamentan por haberse visto privados
de él. Eso era lo que más temía el joven Guy. A fin de evitarse aquella
condenación, nunca cesó de rogar a Dios que le concediera la gracia de amar la
condición de pobreza en que lo había colocado la Divina Providencia, y que
le permitiera soportar con alegría todas las penurias. Asimismo, la caridad
ardiente de Guy no tardó en ponerse de manifiesto: desde pequeño, acostumbraba
a compartir su comida, bastante escasa por cierto, con los pobres y, a menudo,
se quedaba en ayunas para que ellos comieran.
Al convertirse en un joven ambicioso y emprendedor, Guy se fue de
su casa y anduvo errante durante algún tiempo, hasta que llegó a la iglesia de
Nuestra Señora, en Laeken, no lejos de Bruselas, y se detuvo ahí largo tiempo.
El sacerdote que atendía la iglesia, lo observó y quedó impresionado por el
fervor y la constancia del chico y le retuvo para que le ayudara como
sacristán. Guy acepto de buen grado aquel oficio y lo desempeñó con tan buena
voluntad que, bajo su dirección, todo aparecía limpio y ordenado; la iglesia
cambió de aspecto, y los fieles acudieron en mayor número. Guy, como tantas
otras gentes sencillas, se dejó convencer por un mercader de Bruselas para que
invirtiese sus pobres ahorros en una empresa comercial, pero con el poco común
objetivo de tener más dinero para distribuirlo entre los pobres. El mercader le
propuso multiplicar su capital, si entraba en sociedad con él; para Guy no era
fácil rebatir al traficante y, como creía obtener buenas ganancias, aceptó las
propuestas. Partió con el comerciante, pero apenas había zarpado el barco
cargado con las mercaderías de los nuevos socios, cuando naufragó frente a la
costa y todo se perdió. Guy trató de recuperar su puesto de sacristán en
la iglesia de Laeken, pero ya se lo habían dado a otro y, así, se encontró
destituido y sin un céntimo. Comprendió su error de dejarse llevar por su
primer impulso y se culpó a sí mismo por el paso en falso que había dado. A
manera de reparación por su locura, Guy hizo una peregrinación a pie hasta
Roma y de ahí a Jerusalén. Visitó las basílicas más célebres y los lugares más
santos del mundo cristiano. Al cabo de una ausencia de siete años, regresó a
Bélgica en un estado lamentable por la fatiga de su larga caminata, las
privaciones de innumerables jornadas en las que sólo comía lo que le daban de
limosna, por las enfermedades contraídas y muchos otros sufrimientos que debió
soportar. Materialmente a rastras, llegó a Anderlecht, donde fue admitido en
el hospital y, poco después, entregó el alma a Dios. Fue enterrado en el
cementerio local y, luego de que se realizaron algunos milagros en su tumba,
sus reliquias se trasladaron con toda solemnidad a un santuario. Entre los
cocheros, mozos de cuadra y otras gentes que trabajan con caballos, se
rinde hasta hoy un culto popular a este santo.
San Guy, a quien los flamencos conocen con el nombre de San Wye,
cuenta con una biografía bastante extensa y detallada que se halla impresa
en Acta Sanctorum, sept., vol. IV. A su culto se vinculan
muchas leyendas y tradiciones populares; sobre éstas ver a E. H. van Heurck,
en Les Drapelets dit pélérinage en Belgique a F. Mortier,
en Folklore Brabancon, vol. X, 1930, pp. 46-55 y a J.
Lavalleye, en Annales de la Soc. d´archéol. de Bruxelles, vol.
XXXVII (1934), pp. 231-248.
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