(258
d.C.). San
Cipriano desempeñó un papel importantísimo en la historia de la Iglesia de
occidente y en el desarrollo y progreso del pensamiento cristiano durante el
siglo tercero, particularmente en África, donde su influencia fue
preponderante. Por su prestigio personal más que por el de su sede, llegó a ser
reconocido, de hecho, como el primado de la iglesia africana y en el canon de
la misa romana se le menciona a diario. Su nombre completo era el de Cecilio
Cipriano, sus íntimos le llamaban Tascio y vino al mundo alrededor del año
200, posiblemente en Cartago. Seguramente que era nativo del África
proconsular, puesto que así lo afirma San Jerónimo. Es muy poco lo que se sabe
de su vida antes de su conversión al cristianismo: era un orador público,
profesor de retórica, defensor de oficio en los tribunales y participaba de
lleno en la vida pública y social de Cartago. El instrumento de Dios en su
conversión, cuando ya había pasado de la juventud, fue un anciano sacerdote
llamado Cecilio, a quien el santo respetó y veneró siempre como a su padre y a
su ángel guardián. Cecilio, a su vez, confiaba enteramente en la virtud de su
discípulo y, cuando el anciano sacerdote se hallaba en su lecho de muerte,
encomendó al cuidado y la protección de Cipriano a su mujer y a sus hijos. Al abrazar
el cristianismo, la vida de Cipriano cambió radicalmente. Antes de recibir el
bautismo, hizo el voto de mantener perfecta castidad, lo cual dejó asombrados a
los cartagineses y aun sorprendió a su biógrafo, San Poncio, que exclama:
"¡Quién vio jamás un milagro semejante!"
Al
estudio detenido de las Sagradas Escrituras, agregó Cipriano el de sus mejores
expositores y comentaristas de manera que, en un tiempo relativamente corto, se
familiarizó con los trabajos de los mejores escritores religiosos de su época.
Le deleitaban particularmente los escritos de su compatriota Tertuliano; casi a
diario leía alguno de sus pasajes y, cuando sentía el deseo de consultarlo,
solía decir: "Veamos lo que dice mi maestro." No fue el menor de sus
sacrificios renunciar a toda literatura profana, y en ninguno de sus numerosos
escritos hay una sola cita de cualquier autor pagano. Poco después de haberse
convertido, recibió Cipriano las órdenes sacerdotales y, en 248, fue designado
para ocupar la sede episcopal de Cartago. Al principio, se negó a aceptar
el cargo con tanta vehemencia, que incluso intentó huir, pero al fin y al cabo
comprendió que sería inútil toda resistencia y consintió en que le
consagraran obispo. Algunos de los sacerdotes y buena parte del pueblo se
opusieron a su elección que, sin embargo, se llevó a cabo con toda validez,
"de acuerdo con el juicio divino, la voz del pueblo y el consentimiento
del episcopado." Cipriano administró su puesto con caridad, bondad y
valor, virtudes éstas que mezcló hábilmente con la energía y una prudente
serenidad. Sobre su aspecto físico nos dice Poncio que era majestuoso y
atractivo hasta el punto de inspirar confianza a primera vista y que nadie
podía mirarle a la cara sin sentir admiración por él; en su porte se advertía
un extraño equilibrio entre la alegría y la gravedad, de suerte que todo aquél
que le trataba, no sabía si debía quererlo o respetarlo más; pero lo cierto es
que merecía el máximo respeto y el más grande amor.
Desde
la elevación de Cipriano a la sede de Cartago hasta que hubo transcurrido poco
más de un año, la Iglesia gozó de una paz perfecta, pero el emperador Decio, al
tomar el poder, inició su reinado con una persecución. La época de quietud y de
prosperidad había causado un efecto de debilitamiento entre los cristianos, de
manera que, al anunciarse en Cartago el edicto persecutorio, éstos se
apresuraron a presentarse en el capitolio para dejar registro de su apostasía
ante los magistrados y sumarse a los grupos de paganos que recorrían las calles
al grito de: "¡Cipriano a los leones!" El obispo fue proscrito, y se
ordenó la confiscación de sus bienes, pero ya para entonces él se había
retirado a un escondite y se hallaba a buen recaudo, mientras su proceder
suscitaba críticas adversas tanto en Roma como en África. Cipriano creyó
prudente defenderse y expuso las razones que le justificaban en una serie de
cartas dirigidas al clero. Y no hay duda de que al esconderse, en medio de las
circunstancias adversas, obró cuerdamente. Desde su refugio, reemplazó su presencia
personal ante los fieles con sus frecuentes epístolas para exhortarles a la
continua plegaria. "Pedid y recibiréis", les decía. "Que cada
uno de nosotros ruegue a Dios no sólo por sí mismo y para sus propias
necesidades, sino por todos los hermanos, según el modelo que nos dejó el
Señor, por el cual se nos enseña a orar en común, como una hermandad, por todos
en conjunto y no como individuos, ni tan sólo por nosotros. Cuando el Señor nos
vea humildes, pacíficos, unidos entre nosotros, con el propósito de
mejorar por nuestros actuales sufrimientos, nos salvará de manos de nuestros
perseguidores." Les aseguraba que aquella tormenta había sido revelada por
Dios, antes de que se produjera, a una devota persona de Cartago por medio de
una visión del enemigo bajo la figura de un retarius [El retiarius era
un gladiador armado con una espada y una red (rete) con la que trataba
de atrapar al oponente para matarlo.] que se disponía a matar a los
fieles, ya que éstos no estaban en guardia. En la misma carta mencionaba otra
revelación de Dios que él mismo había tenido, sobre el fin de la persecución y
el restablecimiento de la paz para la Iglesia. Con aquellas cartas desde su
escondite, el obispo advertía y alentaba a su grey, fortalecía a los
confesores prisioneros y recomendaba a los sacerdotes que los visitaran
por turnos y se las arreglaran para darles la comunión en sus calabozos.
Durante
la ausencia de San Cipriano, uno de los sacerdotes que se habían opuesto a su
elección episcopal, llamado Novato, se declaró abiertamente en cisma. Algunos
de los apóstatas y también de los confesores que se hallaban en contra de la
disciplina adoptada por San Cipriano contra los renegados, se adhirieron al
cismático, puesto que Novato recibía, sin ningún requisito ni previa penitencia
canónica, a todos los apóstatas que quisieran reintegrarse a la comunión de la
Iglesia. San Cipriano denunció a Novato y, durante un consejo convocado en
Cartago cuando se alivió un poco el rigor de la persecución, leyó el tratado
que había escrito sobre la unidad de la Iglesia. "Hay", decía en
él, "un solo Dios, un solo Cristo y solamente una silla episcopal,
originalmente fundada sobre Pedro por la autoridad del Señor. Por consiguiente,
no podrá establecerse otro altar ni otro sacerdocio. Y si un hombre cualquiera,
impulsado por su cólera o su temeridad, establece otra en abierto desafío a la
institución divina, su ordenanza será espuria, profana y sacrílega." Vale
decir que así como Pedro es el fundamento terrenal de la Iglesia entera, lo
es también el obispo legítimo de cada diócesis. En aquel consejo se excomulgó a
todos los jefes cismáticos, y Novato partió hacia Roma, donde Novaciano se
había constituido como antipapa, con el objeto de crear disturbios en la
capital del imperio. Cipriano reconoció a Cornelio, el que ocupaba por entonces
la sede de San Pedro, como el único Papa, y desplegó una gran actividad para
apoyarlo durante todo el cisma, lo mismo en Italia que en África. Con la ayuda
de San Dionisio, obispo de Alejandría, conquistó la adhesión de los obispos de
oriente para Cornelio y les advirtió que su unión con cualquier falso obispo de
Roma era lo mismo que apartarse de la comunión de la Iglesia. En relación con
aquellas perturbaciones, Cipriano agregó a su tratado sobre la unidad, un
capítulo sobre la cuestión de los apóstatas.
En
varios pasajes de sus escritos San Cipriano se queja de que la paz de que gozó
la Iglesia debilitó la vigilancia y el espíritu de algunos cristianos y abrió
las puertas de la Iglesia a muchos convertidos que carecían de la verdadera fe,
de suerte que sobrevino un gran relajamiento y, al ponerse a prueba la virtud
de los cristianos en la persecución desatada por Decio, a muchos les faltó el
valor para hacerle frente. Aquéllos fueron los renegados que ofrecieron
sacrificios a los ídolos o bien los libellatici, es decir los
que, sin haber sacrificado, adquirieron mediante grandes sumas de dinero,
certificados donde se hacía constar que ya habían ofrecido sacrificios; a ésos
se les llamó relapsos (lapsi) y, a causa de ellos y del tratamiento
que debía dárseles, surgió una amarga y extensa controversia durante la
persecución de Decio y varios años después: por una parte, el cismático Novato
predicaba una excesiva indulgencia hacia los relapsos y, por la otra, la severidad
de Novaciano se tradujo en la herejía de privar a la Iglesia del poder de
absolver y perdonar a un apóstata. Fue por entonces cuando los culpables de
algún pecado abominable, aparte del de apostasía, estaban en la imposibilidad
de asistir a los sagrados misterios, sin haber pasado antes por una severa
prueba de penitencia pública que comprendía cuatro grados y continuaba durante
varios años. Sólo en ocasiones extraordinarias se concedía una disminución de
aquellas penitencias y también se acostumbraba conceder
"indulgencias" a los penitentes que recibían una bendición o una
recomendación de alguno de los mártires en marcha al sitio de su ejecución o de
algún confesor de la fe que estuviese en prisión y aun en esos casos, se
requería una solicitud del mártir o del confesor en favor del penitente,
solicitud ésta que el obispo y su clero examinaban antes de dar su
ratificación. [Los períodos de tiempo (300 días, 7 años, etc.) en que hoy
se conceden las indulgencias, es una práctica que sobrevive desde los tiempos
en que la disciplina de las penitencias públicas estaba en vigor en la
Iglesia.] En los tiempos de San Cipriano, esta costumbre, adoptada en
África, degeneró en un abuso por el gran número de los libelli
martyrum, porque a menudo se otorgaba la solicitud de conmutación en
términos muy vagos o bien perentorios y porque se otorgaban sin discernimiento
y sin examen previo.
Cipriano
condenó esos abusos con toda severidad y, no obstante que en apariencia podría
pensarse que él se inclinaba por el rigorismo, en realidad seguía el término
medio y, en la práctica, era considerado e indulgente. Para hacer frente a la
situación que se le planteaba, recurrió a la prudencia y, luego de consultar
con el clero romano, insistió para que se obedecieran sin discusión las medidas
y ordenanzas que había tomado, hasta que se presentara la oportunidad de
estudiar la cuestión en conjunto, entre todos los obispos y sacerdotes del
África. La ocasión se presentó en el año de 251, durante el concilio de
Cartago, mencionado antes, donde se decidió que los libellaticii podían
ser readmitidos tras un período de penitencia más o menos largo, según el caso,
mientras que los sacrificati sólo podrían recibir la comunión
en caso de muerte. Pero al año siguiente, se desató la persecución de Gallo y
Volusiano, y un nuevo concilio de los obispos africanos decretó que "todos
los penitentes que manifestasen nuevamente su disposición de entrar a la
Iglesia y sumarse a las listas para ir a la lucha, combatir valerosamente por
el nombre del Señor y por su propia salvación, recibiesen la paz de la
Iglesia." El obispo dijo que tal medida era necesaria y recomendable,
"a fin de citar en forma general y colectiva a los soldados de Cristo en
el campo de Cristo y, así, los que verdaderamente están ansiosos de tomar las
armas en sus manos y de lanzarse a la lucha, que lo hagan en buena hora.
Mientras gozábamos de tiempos pacíficos, había razones de peso para mantener
durante más tiempo a los penitentes en un estado de mortificación que
sólo se modificaría en caso de enfermedad o de peligro. Pero ahora, los
vivos tienen tanta necesidad de comunión, como los moribundos la tenían
entonces, de lo contrario, sería como dejar sin armadura y sin defensa
precisamente a aquéllos a quienes exhortamos y alentamos para que luchen
en la batalla del Señor: a ésos son a los que debemos apoyar y fortalecer con
la Sangre y el Cuerpo de Cristo. Si el objeto de la Eucaristía es dar una
defensa y una seguridad a los que participan de ella, debemos fortificar a
aquéllos por cuya seguridad nos preocupamos, con la armadura del banquete del
Señor. ¿Cómo podrán tener la capacidad de morir por Cristo, si les negamos la
Sangre de Cristo? ¿Cómo les prepararemos para que apuren la copa del martirio,
si no les damos a beber antes el cáliz del Señor?"
Entre
los años de 252 y 254, Cartago estuvo flagelado por una
terrible epidemia de cuyas devastaciones San Poncio nos ha dejado una
vivaz descripción. En aquellos tiempos de horror y desolación, San Cipriano
reunió y organizó a los cristianos de la ciudad, les habló severamente
sobre sus deberes de misericordia y caridad y los instruyó para que prodigaran
sus cuidados no sólo a sus propias gentes, sino también a sus perseguidores y a
sus enemigos. Los fieles le ofrecieron seguir fielmente sus directivas y
cumplieron con su palabra. Los servicios de los cristianos fueron muy diversos:
los ricos contribuyeron con muy cuantiosas sumas de dinero, los pobres dieron
su trabajo y su atención personal. Los pobres y los necesitados, no solamente
durante la peste, sino en todo tiempo, fueron el principal objeto de la
preocupación de San Cipriano, como lo prueban sus continuas recomendaciones
para que no se les desamparara y las ordenanzas que daba con frecuencia
para suministrarles ayuda. Uno de sus dichos preferidos era éste: "No
dejéis que duerma en vuestros cofres lo que puede ser de provecho para los
pobres. Todo aquello de lo que el hombre tenga que desprenderse necesariamente
tarde o temprano, es bueno que lo distribuya voluntariamente antes de su
muerte, para que Dios pueda recompensarlo en la eternidad." Para consuelo
y fortalecimiento de su grey durante la epidemia de peste, el santo obispo
escribió su tratado De Mortalitate.
Si
bien San Cipriano respaldó siempre al Papa San Cornelio, en los últimos años de
su vida se opuso con igual energía al Papa San Esteban I en el asunto del
bautismo conferido por herejes o cismáticos. El y otros obispos africanos se
negaron a reconocer la validez de esos bautismos. El desacuerdo se refiere con
detalles en el artículo dedicado a San Esteban I, el 2 de agosto. A pesar de
que en el curso de la disputa San Cipriano publicó un tratado sobre la virtud
de la paciencia, durante las discusiones, hizo un despliegue de apasionamiento
y de vehemencia, un exceso que, según dice San Agustín, compensó con creces por
su glorioso martirio.
En
el mes de agosto de 257, se promulgó el primer edicto de la persecución de
Valeriano para prohibir toda asamblea de cristianos y para exigir a los
obispos, sacerdotes y diáconos, que tomasen parte en el culto oficial, bajo
pena de exilio. El día 30 del mismo mes, el obispo de Cartago fue llevado ante
el procónsul. El relato de su proceso y sus interrogatorios ha sido tomado de
tres documentos distintos: un informe de fuentes oficiales sobre su juicio en
el año de 257, que culminó con una condena al destierro; otro informe oficial
sobre el segundo proceso, en el año 258, del que salió condenado a muerte; un
breve relato sobre su pasión. El compilador de estos documentos agrega algunas
palabras para vincular las tres narraciones. Dice como sigue:
"Cuando
el emperador Valeriano fue cónsul por cuarta vez y Galieno por tercera, el 30
de agosto (257 d.C.), el procónsul Paterno dijo a Cipriano, el
obispo, en la cámara de las audiencias: "Los muy sagrados emperadores
Valeriano y Galieno se han dignado darme cartas en las que me mandan vigilar
que, de ahora en adelante, observen estrictamente el ceremonial de nuestra
religión los que no profesan el culto de los romanos. Por esa razón, te hice
comparecer ante mí. ¿Qué me respondes?
Cipriano: Soy
cristiano y soy obispo. No conozco a otros dioses más que al único y verdadero
Dios que hizo el cielo y la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos. A ese
Dios servimos nosotros los cristianos; a él elevamos nuestras oraciones de día
y de noche, por nosotros mismos, por todos los hombres y por la salvación de
los mismos emperadores.
Paterno: ¿Persistes
en mantener esas intenciones?
Cipriano: Una
buena intención que reconoce a Dios no puede cambiar.
Paterno: En ese
caso y de acuerdo con el edicto de Valeriano y Galieno, irás al exilio en
Curubis.
Cipriano:
Iré.
Paterno: Los
emperadores se han dignado escribirme no sólo respecto a los obispos, sino
también a los sacerdotes. Por lo tanto, deseo saber por ti quiénes son los
sacerdotes que viven en esta ciudad.
Cipriano: Por
vuestras leyes y con sabiduría, habéis prohibido que un hombre se vuelva
informador, de manera que yo no puedo revelar esos nombres. Pero se les puede
encontrar en sus ciudades respectivas.
Paterno: Desde
hoy los buscaré en ésta.
Cipriano: Nuestra
disciplina prohíbe que alguien se entregue voluntariamente y semejante actitud
es contraria a nuestros principios; pero si los buscas, los encontrarás.
Paterno: Los
encontraré. Los emperadores han prohibido también que se realicen asambleas en
cualquier lugar, así como el acceso a los cementerios. Si alguno de ellos no ha
obedecido este saludable decreto, ha incurrido en la pena de muerte.
Cipriano: Cumple
con lo que se te ha ordenado.
"Entonces Paterno,
el procónsul, ordenó que el bendito Cipriano fuese exilado y cuando ya había
pasado algún tiempo en el destierro, el procónsul Galerio Máximo sucedió a
Aspasio Paterno. El nombrado en primer lugar mandó que el santo obispo Cipriano
fuese llamado del exilio para que compareciese ante él (agosto de 258).
Cuando Cipriano, el venerable mártir elegido de Dios, hubo regresado de la
ciudad de Curubis [Curubis era una pequeña ciudad a unos ciento ochenta
kilómetros de Cartago, en una península de la costa del mar de Libia, no lejos
de Pentápolis. El lugar era agradable y saludable, no obstante hallarse en
tierras desérticas, puesto que la brisa marítima hacía reverdecer los campos y
el agua era abundante. A San Cipriano lo acompañaban en el
exilio su diácono San Poncio y otros. Su destierro fue aliviado con
las consideraciones que siempre le dispensaron las autoridades.] a donde
había sido exilado de acuerdo con el decreto del entonces procónsul Aspasio
Paterno, permaneció vigilado en sus propios jardines, según el mandato de los
emperadores. Ahí esperaba todos los días que fueran a buscarle como le había
sido revelado en un sueño. [A Cipriano se le hizo regresar del destierro
en obediencia a otro edicto donde se ordenaba la sentencia de muerte para los
obispos, sacerdotes y diáconos (el Papa San Sixto II fue uno de los
primeros en sufrir el martirio) y, por ésta y otras causas, se agravó la
persecución.] Y de pronto, mientras estaba ahí, durante el consulado de
Tusco y Basso, el día 13 de septiembre, llegaron dos oficiales a buscarle: uno
era el jefe de carceleros del procónsul Galerio Máximo y el otro era mariscal
de la guardia del mismo procónsul. Lo colocaron entre ellos en un carro y se lo
llevaron a Villa Sexti, adonde se había retirado el procónsul para recuperar
su salud. El mismo ordenó que el juicio fuese diferido para el día siguiente y,
mientras tanto, se llevaron al bendito Cipriano a la casa del jefe de
carceleros como huésped suyo, en el barrio llamado de Saturno, entre el templo
de Venus y el templo de Bienestar público. Y hasta ahí llegaron a reunirse
todos los hermanos. Cuando el santo Cipriano se enteró de esto, mandó que todas
las mujeres jóvenes fueran protegidas, ya que todos los que habían venido
permanecían allí, en el barrio, frente a las puertas de la casa del
oficial. Al día siguiente 14 de septiembre, por la mañana, una gran muchedumbre
se congregó en Villa Sexti, en espera de que se cumpliera lo que había ordenado
Galerio Máximo. El mismo día, éste mandó que Cipriano compareciese
ante él, en la corte llamada de Sauciolum. Cuando hubo llegado, Galerio
Máximo, el procónsul, dijo a Cipriano, el obispo: "¿Eres tú Tascio
Cipriano?
Cipriano: Yo
soy.
Máximo: ¿Eres
el padre (Papa) de esos hombres sacrílegos?
Cipriano:
Sí.
Máximo: Los
más santos emperadores te ordenan que sacrifiques.
Cipriano: No
sacrificaré.
Máximo: Piénsalo
bien.
Cipriano: Haz
lo que tengas que hacer. No hay lugar para reflexión en un asunto tan claro.
"Galerio
Máximo consultó a sus asesores y luego, de mala gana, dictó la sentencia como
sigue: "Has vivido largo tiempo en el sacrilegio; has reunido en torno
tuyo a muchos cómplices en asociación ilegal; te has convertido en un enemigo
de los dioses romanos y de su religión. Nuestros muy piadosos y sagrados
príncipes, Valeriano y Galieno, Valeriano el Augusto y Galieno el
nobilísimo César, no han podido devolverte a la práctica de nuestros ritos. Por
lo tanto y en vista de que sabemos que eres el autor y el principal organizador
de repugnantes crímenes, en ti haremos un ejemplo para todos aquéllos que se
han unido a ti en tus perversidades: tu sangre será la confirmación de las
leyes" ". Una vez dichas estas palabras, leyó el decreto en una tablilla:
"A Tascio Cipriano se le dará muerte por la espada." Cipriano
respondió: "¡Gracias sean dadas a Dios!"
"Cuando
fue dictada la sentencia, los hermanos ahí reunidos dijeron: "¡Que seamos
decapitados con él!" La multitud siguió al condenado tumultuosamente hasta
el lugar de la ejecución, un sitio rodeado por árboles a los que algunos se
treparon para ver mejor. Así fue conducido Cipriano hasta la llanura de Sextus.
Allí se le despojó de su manto y él se arrodilló para orar a Dios. Cuando se
hubo quitado la dalmática [Especie de túnica que originalmente se usó en
Dalmacia. Por entonces no era todavía una vestidura eclesiástica.] y la
había entregado a sus diáconos, quedó de pie, cubierto con sus blancas ropas
interiores, en espera del verdugo. Al llegar éste, Cipriano pidió a sus amigos
que le diesen veinticinco piezas de oro. Los fieles tendieron frente a Cipriano
paños y lienzos. El mismo se vendó los ojos con sus manos y, como no pudiese
atar los extremos del pañuelo, Julián el sacerdote y Julián el subdiácono lo hicieron
en su lugar. Así sufrió el bendito Cipriano; su cuerpo fue tendido en un
lugar cercano para satisfacer la curiosidad de los paganos. Después, en horas
de la noche, los cristianos le trasportaron, con velas y antorchas, entre
plegarias y en procesión triunfal, hasta el cementerio de Macrobius
Candidianus, el procurador, que se encuentra en el camino a Mappalia,
cerca de los estanques. Pocos días más tarde, murió Galerio Máximo, el
procónsul."
Las
cartas de San Cipriano, una breve nota del De Viris Illustribus de
San Jerónimo, la pasión del santo y el esbozo biográfico
atribuido a su diácono San Poncio, son nuestras principales fuentes de
información. La pasión y la biografía han sido muy discutidas. En el vol. XXXIX
del Texte und Untersuchungen, Harnack dedica unas páginas
a Das Leben Cyprianis von Pontius y la describe como la
primera biografía cristiana de cuantas existen. Reizenstein, en la Sitzungsberichte Fil.
e Hist. de Heidelberg (1913), da un punto de vista menos favorable y dice que
no tiene importancia como fuente histórica. Delehaye discute el asunto
en Les Passions des Martyr et les genres littéraires (1921). Si
Delehaye tiene razón, no se puede decir que las Actas
Proconsulares de San Cipriano sean "un registro único sobre el
proceso y muerte de un mártir con toda su autenticidad y pureza." Por muy
dignos de confianza que sean los documentos, no son copia fiel de las actas
oficiales. El mismo escritor en Analecta Bollandiana, vol.
XXXIX (1921), pp. 314-332, observa la singular confusión que se ha hecho entre
la historia de San Cipriano de Cartago y la leyenda ficticia de San Cipriano de
Antioquía. Ver también el Acta Sanctorum, sept. vol. IV:
al S. Cyprient de P. Monceaux en la serie Les Saints y
a S. Cedí Cyprian de Fischer (1942). La literatura
en torno a los escritos de San Cipriano es muy extensa y muy contradictoria. En
relación con la conocida obra del arzobispo Benson St. Cyprian, consultar
los artículos del padre J. Chapman en De Unitate Ecclesiae y
en la Revue Bénédictine de 1902 a 1903. Una bibliografía más
completa se encontrará en el DTC., de Bardenhewer y en el Lexikon
für Theologie und Kirche, vol. III, pp. 99-102.
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