(c. 687 d.C.). Se dice que, desde la edad de siete
años, Aicardo fue llevado a un monasterio de Poitiers para que se educara. Ahí
permaneció hasta que su padre creyó llegado el tiempo de tenerlo en casa e
iniciarlo en la vida de la corte y los trabajos del campo; pero su madre tenía
vivos deseos de que su hijo fuera santo y pensaba que no debía preocuparle otra
cosa que la conducta de su vida y la salvación de su alma. Esta diferencia de
puntos de vista provocó agrias disputas entre los esposos y, para poner fin a
la discrepancia, se mandó traer a Aicardo para que diera su opinión. Así lo hizo
el joven, ante sus padres, de manera tan resuelta y firme, que no hubo más
remedio que darle el consentimiento inmediatamente. Aicardo ingresó sin demora
a la abadía de Saint Jouin en Ansion, en el Poitou.
Hacía
ya treinta y nueve años que Aicardo era monje en Ansion, cuando San Filiberto
fundó el priorato de San Benito, en Quincay, con quince monjes traídos de
Jumiéges y nombró superior a Aicardo. Bajo su dirección, la nueva casa prosperó
grandemente y aumentó el número de monjes. Poco después, San Filiberto se
retiró definitivamente de Jumiéges y renunció al cargo de abad en favor de
Aicardo. El nombramiento de éste fue aceptado por toda la comunidad, como
consecuencia de una visión que le fue concedida a uno de los monjes. No fue esa
la única ocasión en la vida de Aicardo, en que, de acuerdo con la
tradición, se produjo una visión o señal celeste en un momento oportuno. Ya
había en Jumiéges novecientos monjes, entre los cuales el abad incitaba a la
perfección con su ejemplo, y por cierto que algunos de ellos trataron de
alcanzarla; pero hubo otros que no se dejaban conducir tan fácilmente y se
mostraban rebeldes, hasta el día en que Aicardo tuvo un sueño sobre la próxima
muerte y juicio de cuatrocientos cuarenta y dos de ellos. Aquella visión del
abad causó profundo efecto entre los monjes y los indujo a la obediencia de la
regla.
San
Aicardo tuvo una premonición sobre la muerte de San Filiberto, que ocurrió poco
antes de la suya. Cuando le llegó la hora, pidió que le recostaran sobre un
lecho de cenizas y le cubrieran con una tela burda. Una vez cumplidos sus
deseos, dijo a sus monjes: "Muy amados hijos: no olvidéis jamás la última
recomendación y testamento de este vuestro padre que tanto os ama. Os imploro,
en el nombre de nuestro divino Salvador, que os améis siempre unos a otros y
que no toleréis nunca que se albergue en vuestro pecho el más leve sentimiento
de rencor o de frialdad hacia cualquiera de vuestros hermanos, ni permitáis
ninguna cosa por la cual pueda sufrir algún daño la perfecta caridad en vuestras almas.
Será en vano que hayáis soportado el yugo de la penitencia y que hayáis
envejecido en el ejercicio de los deberes religiosos, si no os amáis
sinceramente unos a otros. Sin ese amor, ni siquiera el martirio os hará
aceptables a Dios. La caridad fraterna es el alma de una casa religiosa."
Después de haber hablado de esta manera, entregó pacíficamente el alma al
Señor.
En este mismo día la
menología del Cister conmemora a un Beato Aicardo que, evidentemente, fue un
hombre de dotes y virtudes por encima de lo común, puesto que fue maestro de
novicios en Claraval y el propio San Bernardo lo utilizó en sus trabajos de
fundaciones. Este segundo Aicardo murió alrededor del año 1170.
En el Acta
Sanctorum, sept. vol. V aparece un extenso relato sobre la vida
de San Aicardo. En las otras biografías publicadas no se debe poner mucha
confianza.
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