viernes, 9 de junio de 2017

10 de Junio: SÁBADO DE PENTECOSTÉS. Del Año Litúrgico de Dom Guéranger. DON DE SABIDURÍA.

EL ESPÍRITU SANTO Y LA SANTIDAD 
 
Hemos contemplado admirados la adhesión inefable y la constancia, divina con que el Espíritu Santo ejerce su misión en las almas; nos quedan por añadir todavía algunos rasgos para completar la idea de las maravillas de poder y de amor que ejecuta este, divino huésped en el hombre que no cierra las puertas de su corazón a su influencia. Pero antes de ir más lejos, experimentamos la necesidad de tranquilizar a aquellos que, al oír los prodigios de bondad que realiza en nuestro favor y el misterio de su presencia continua en medio de nosotros, temiesen que el que ha descendido para consolarnos de la ausencia de nuestro Redentor, suplante nuestro amor a expensas de aquel que, "siendo de la sustancia de Dios, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios, antes se anonadó tomando la forma de siervo y haciéndose semejante á los hombres (Filip., II, 6-7). 

La falta de instrucción cristiana en muchos de los fieles de la actualidad es causa de que el dogma del Espíritu Santo sea conocido de una manera vaga, y aún podríamos decir que se desconozca su acción especial en la Iglesia y en las almas. Por otra parte, estos fieles conocen y honran con laudable devoción los Misterios de la Encarnación y Redención de Nuestro Señor Jesucristo, pero se diría que aguardan la eternidad para aprender en qué son deudores al Espíritu Santo. 

Así, pues, les diremos que la misión del Espíritu Santo está tan lejos de hacernos olvidar lo que debemos a nuestro Salvador, que su presencia entre nosotros y con nosotros es el don supremo de la ternura del que se dignó ser clavado en la cruz. El recuerdo que conservamos de estos misterios, ¿quién lo produce y conserva en nuestros corazones sino el Espíritu Santo? Y el fin de sus solicitudes en nuestra alma, ¿no es formar en nosotros a Cristo, el hombre nuevo para poder ser incorporados con él eternamente como miembros suyos? El amor que tenemos a Jesús es inseparable del que debemos al Espíritu Santo, así como el culto ferviente de este Espíritu nos une estrechamente al Hijo de Dios del que procede y quien nos lo donó. Nos conmueve y enternece el pensamiento de los dolores de Jesús, y es natural; pero sería indigno permanecer insensibles a las resistencias, a los desprecios y a las traiciones contínuas de que es objeto el Espíritu Santo en las almas, Somos todos hijos del Padre Celestial: pero ¡ojalá comprendiéramos desde este mundo que somos deudores de ello a la abnegación de las dos divinas personas que han hecho que lo fuésemos a costa de su gloria! 

FORMA EN NOSOTROS A CRISTO. — Después de esta digresión, que nos ha parecido oportuna, continuemos describiendo las operaciones del Espíritu Santo en el alma del hombre. Como acabamos de decir, su fin es formar en nosotros a Jesucristo por medio de la imitación de sus sentimientos y de sus actos. ¿Quién conoce mejor que este divino Espíritu las disposiciones de Jesús, cuya humanidad santísima produjo en las entrañas de María, de Jesús, de quien se posesionó y con quien habitó plenamente, a quien asistió y dirigió en todo por medio de una gracia proporcionada a la dignidad de esta naturaleza humana unida personalmente a la divinidad? Su deseo es reproducir una copia fiel de él, en cuanto que la debilidad y exigüidad de nuestra humilde personalidad, herida por el pecado original, se lo permitiere. 

PURIFICA LA NATURALEZA. — Sin embargo, de eso el Espíritu Santo obtiene en esta obra digna de Dios nobles y felices resultados. Le hemos visto disputando con el pecado y con Satanás la herencia rescatada por el Hijo de Dios; considerémosle trabajando con éxito en la "consumación de los santos", según expresión del Apóstol (Efésios, IV, 12). Se posesiona de ellos en un estado de degradación general, les aplica en seguida los medios ordinarios de santificación; pero resuelto a hacerles alcanzar el límite posible a sus fuerzas del bien y de la virtud, desarrolla su obra con ardor divino, La naturaleza está en su presencia: naturaleza caída, infestada con el virus de la muerte; pero naturaleza que conserva todavía cierta semejanza con su Criador, del que conserva señales en su ruina. El Espíritu viene, pues, a destruir la naturaleza impura y enferma y al mismo tiempo a elevar, purificando, a la que el veneno no contaminó mortalmente. Es necesario, en obra tan delicada y trabajosa, emplear hierro y fuego como hábil médico, y ¡cosa admirable!, saca el socorro del enfermo mismo para aplicarle el remedio que sólo puede curarle. Así como no salva al pecador sin él, así no santifica al santo sin ser ayudado con su cooperación. Pero anima y sostiene su valor por medio de mil cuidados de su gracia y la naturaleza corrompida va insensiblemente perdiendo terreno en esta alma, lo que permanecía intacto va transformándose en Cristo y la gracia logra reinar en el hombre entero. 

DESARROLLA LAS VIRTUDES.—Las virtudes no están ya inertas o débilmente desarrolladas en este cristiano; se las ve adquirir nuevo vigor de día en día. El Espíritu no consiente que una sola, quede rezagada; muestra constantemente a su discípulo a Jesús, tipo ideal, que posee la virtud plena y perfecta. Algunas veces hace sentir al alma su impotencia para que ésta se humille; la deja expuesta a las repugnancias y a la tentación; pero entonces es cuando la asiste con más esmero. Es necesario que luche, como es necesario que sufra; sin embargo de eso, el Espíritu la ama con ternura y tiene consideración con sus fuerzas aún cúando la prueba. ¡Qué cosa tan magnífica ver que un ser limitado y caído reproduzca el sumo de la santidad! Con frecuencia desfallece el ánimo en tal obra y puede darse un traspiés; pero el pecado o la imperfección no pueden resistir al amor que el Espíritu divino alimenta con particular cuidado en este corazón, que consumirá pronto estas escorias y cuya llama no apagándose nunca. 

COMUNICA LA VIDA DIVINA. — La vida humana desaparece; mas Cristo vive en este hombre nuevo como este hombre vive en Cristo (Psal., II, 20). La oración llega a ser su elemento, porque en ella siente el lazo que le estrecha con Jesús y que este lazo se estrecha cada vez más. El Espíritu muestra al alma nuevas sendas para que encuentre a su bien soberano en la oración. Para ello, prepara los grados como en una escala que comienza en la tierra y cuya cima se oculta en lo alto de los cielos. ¿Quién podrá contar los favores divinos hacia aquel que, habiéndose librado de la estima y del amor de sí mismo no aspira a otra cosa, en la unidad y sencillez de su vida, que contemplar y gozar de Dios, que engolfarse en él eternamente? Toda la Santísima Trinidad toma parte en la obra del Espíritu Santo. El Padre deja sentir en esta alma los abrazos de su ternura paternal; el Hijo no puede contener el ímpetu de su amor hacia ella, y el Espíritu Santo la inunda cada vez más de luces y consuelos. 

ES EL INTRODUCTOR EN LA FAMILIA DEL CIELO. — La corte celestial que contempla todo lo que se relaciona con el hombre, que exulta de alegría por un solo pecador que hace penitenciaha visto este hermoso espectáculo, le sigue con indecible amor y alaba al Espíritu que sabe obrar tales prodigios en una naturaleza corruptible. María, en su alegría maternal, hace acto de presencia algunas veces en el nuevo hijo que la ha nacido; los ángeles se muestran a las miradas de este hermano, digno ahora de su sociedad, y los santos que estuvieron sujetos al cuerpo, traban estrecha amistad con aquel a quien esperan que llegará dentro de poco a la mansión de la gloria. ¿Qué de extraño tiene que este hijo del Espíritu divino no haga más que extender la mano para suspender con frecuencia las leyes de la naturaleza y consolar a sus hermanos del mundo en sus sufrimientos o necesidades? ¿Acaso no les ama con amor que procede de la fuente infinita del amor, con amor que no está sujeto al egoísmo y a las tristes recaídas a las que está sujeto aquel en quien Dios no reina? 

COMPLETA LA SANTIDAD. — Pero no perdamos de vista el punto culminante de esta vida maravillosa, más frecuente de lo que piensan los hombres mundanos y disipados. Aquí aparece el valor de los méritos de Jesús y el amor hacia la criatura a la vez que la energía divina del Espíritu Santo. Esta alma está llamada a las nupcias y estas nupcias no se reservarán para la eternidad. En esta vida, bajo el horizonte estrecho del mundo pasajero deben realizarse. Jesús desea unirse a la Esposa que conquistó con su sangre y su Esposa no es solamente su amada Iglesia, sino también esta alma que hace algunos años no existía, esta alma que permanece oculta a los ojos de los hombres, pero cuya "hermosura codició él" (Psal, XLIV). Es autor de esta belleza que, al mismo tiempo, es obra del Espíritu Santo; no reposará hasta que no se haya unido con ella. Entonces se realizará en un alma lo que hemos visto obrar en la misma Iglesia. El la prepara, la asienta en la unidad, la consolida en la verdad, consuma en la santidad; entonces el "Espíritu y la Esposa dicen: Ven"  (Apocal., XXII, 17)

Se necesitaría todo un volumen para describir la acción del Espíritu divino en los santos y nosotros no hemos podido trazar más que un corto y tosco esbozo. Sin embargo de eso, este ensayo tan incompleto, además de ser necesario para terminar de describir, aunque sea brevemente el carácter completo de la misión del Espíritu Santo sobre la tierra conforme a las enseñanzas de las Escrituras y a la doctrina de la Teología dogmática y mística, podrá servir para dirigir al lector en el estudio e inteligencia de la vida de los Santos. En el curso de este "año Litúrgico", en el que los nombres y las obras de los amigos de Dios son evocados y celebrados tan frecuentemente por la misma Iglesia, no se podía dejar de proclamar la gloria de este Espíritu santificador. 

El ESPÍRITU SANTO EN MARÍA.— No daremos fin a este último día del tiempo pascual, a la vez que punto final de la octava de Pentecostés, si no ofreciésemos a la reina de los ángeles el homenaje debido y si no glorificásemos al Espíritu Santo por todas las grandes obras que realizó en ella. Adornada por él, después de la humanidad de nuestro. Redentor, de todos los dones que podían acercarla, cuanto era posible a una criatura, a la naturaleza divina a la que la Encarnación la había unido, el alma, la persona toda de María fue favorecida en el orden de la gracia más que todas las creaturas juntas. No podía ser de otro modo, y se concebirá por poco que se pretenda sondear por medio del pensamiento el abismo de grandezas y de santidad que representa la Madre de Dios. María forma ella sola un mundo aparte en el orden de la gracia. Hubo un tiempo en que ella sola fue la Iglesia de Jesús. Primeramente fue enviado el Espíritu para ella sola, y la llenó de gracia en el mismo instante de su inmaculada concepción. Esta gracia se desarrolló en ella por la acción continua del Espíritu hasta hacerla digna, en cuanto era posible, a una criatura, de concebir y dar a luz al mismo Hijo de Dios que se hizo también suyo. En estos días de Pentecostés hemos visto al Espíritu Santo enriquecerla con nuevos dones, prepararla para una nueva misión; al ver tantas maravillas, nuestro corazón no puede contener el ardor de su admiración ni el de su reconocimiento hacia el Paráclito que se dignó portarse con tanta magnificencia con la Madre de los hombres. 

Pero tampoco podemos menos de celebrar, con verdadero entusiasmo, la fidelidad absoluta de la amada del Espíritu a todas las gracias que derramó sobré ella. Ni una sola se ha perdido, ni una sola ha sido devuelta sin producir su obra, como sucede algunas veces en las almas más santas. Desde un principio fue "como la aurora naciente" (Cant., VI, 9) y el astro de su santidad no cesó de elevarse hacia un mediodía, que en ella no tendría ocaso. Aún no había venido el arcángel a anunciarla que concebiría al Hijo del Altísimo, y, como nos enseñan los Santos Padres, había ya concebido en su alma al Verbo eterno. Él la poseía como su Esposa antes de haberla llamado a ser su Madre. Si pudo Jesús decir, hablando de un alma que había tenido necesidad de la regeneración: "quien me buscare me encontrará en corazón de Gertrudis", ¡cuál sería la identificación de los sentimientos de María con los del Hijo de Dios y qué estrecha su unión con Él! Crueles pruebas la aguardaban en este mundo, pero fue más fuerte que la tribulación, y cuando llegó el momento en que debía sacrificarse en un mismo holocausto con su Hijo, se encontró dispuesta. Después de la Ascensión de Jesús, el Consolador descendió sobre ella; descubrió a sus ojos una nueva senda; para recorrerla era necesario que María aceptase el largo destierro lejos de la patria donde reinaba ya su Hijo; no dudó, se mostró siempre la esclava del Señor, y no deseó otra cosa que cumplir en todo su voluntad. 

El triunfo, pues, del Espíritu Santo en María fue completo; por magníficos que hayan sido sus adelantos, siempre ha respondido a ellos. El título sublime de Madre de Dios a que fue destinada exigían para ella gracias incomparables: las recibió y las hizo fructificar. En la obra de la "consumación de los santos y para la edificación del cuerpo de Cristo" el Espíritu divino preparó para María, en premio de su fidelidad, y a causa de su dignidad incomparable, el lugar que la convenía. Sabemos que su Hijo es la cabeza del cuerpo de innumerables elegidos, que se agrupan armoniosamente en torno suyo. En este grupo de predestinados, nuestra augusta reina, según la Teología Mariana, representa el cuello que está íntimamente unida a la cabeza y por el que la cabeza comunica al resto del cuerpo el movimiento y la vida. No es ella el principal agente, pero por ella influye ese agente en cada uno de los miembros. Su unión, como es natural, es inmediata a la cabeza, pues ninguna creatura más que ella ha tenido ni tendrá más íntima relación con el Verbo Encarnado; pero todas las gracias y favores que descienden sobre nosotros, todo lo que nos vivifica e ilumina, procede de su Hijo mediante ella. 

De aquí proviene la acción general de María en la Iglesia y su acción particular en cada fiel. Ella nos une a todos a su Hijo, el cual nos une a la divinidad. El Padre nos envió a su Hijo, éste escogió Madre entre nosotros y el Espíritu Santo, haciendo fecunda la virginidad de esta Madre, consumó la reunión del hombre y de todas las creaturas con Dios. Esta reunión es el fin que Dios se propuso al crear los seres, y ahora que el Hijo ha sido glorificado y ha descendido el Espíritu, conocemos el pensamiento divino. Más favorecidos que las generaciones anteriores al día de Pentecostés, poseemos, no en promesa, sino en realidad, un Hermano que está coronado con la diadema de la divinidad, un Consolador que permanece con nosotros hasta la consumación de los siglos para alumbrar el camino y mantenernos en él, una Madre, intercesora omnipotente, una Iglesia, también madre, por la que participamos de todos estos bienes. 

La Estación, en Roma, es en la basílica de San Pedro. En este santuario aparecían por última vez hoy los neófitos de Pentecostés revestidos con sus túnicas blancas y se presentaban al Pontífice como los últimos corderos de la Pascua, que termina en este día. 

Ahora es célebre este día por la solemnidad de las órdenes. El ayuno y la oración que la Iglesia ha impuesto a sus hijos durante tres días tiene por objeto volver al cielo propicio, y debemos esperar que el Espíritu Santo, que ungirá a los nuevos sacerdotes y a los nuevos ministros con el sello inmortal del Sacramento, obrará con toda la plenitud de su bondad y de su poder; pues no solamente inicia en este día a los que van a recibir tan sublime carácter, sino también obra la salvación de tantas almas como serán confiadas a sus cuidados. 

EL DON DE SABIDURIA 

El segundo favor que tiene destinado el Espíritu divino para el alma que le es fiel en su acción es el don de Sabiduría superior aún al de Entendimiento. Con todo eso, está unido a este último en cierto sentido, pues el objeto mostrado al entendimiento es gustado y poseído por el don de Sabiduría. El salmista, al invitar al hombre a acercarse a Dios, le recomienda guste del soberano bien: "Gustad, dice, y experimentaréis que el Señor es suave" (Ps., XXXIII 9). La Iglesia, el mismo día de Pentecostés, pide a Dios que gustemos el bien, recta sapere, pues la unión del alma con Dios es más bien sensación de gusto que contemplación, incompatible ésta en nuestro estado actual. La luz que derrama el don de Entendimiento no es inmediata, alegra vivamente al alma y dirige su sentido a la verdad; pero tiende a completarse por el don de Sabiduría, que viene a ser su fin. 


El Entendimiento es, pues, iluminación; la Sabiduría es unión. Ahora bien, la unión con el Bien supremo se realiza por medio de la voluntad, es decir, por el amor que se asienta en la voluntad. Notamos esta progresión en las jerarquías angélicas. El Querubín brilla por su inteligencia, pero sobre él está el Serafín, hoguera de amor. El amor es ardiente en el Querubín como el entendimiento ilumina con su clara luz al Serafín; pero se diferencia el uno del otro por su cualidad dominante, y es mayor el que está unido más íntimamente a la divinidad por el amor, aquel que gusta el soberano bien. 

El séptimo don está adornado con el hermoso nombre de don de Sabiduría, y este nombre le viene de la Sabiduría eterna a la que aquel tiende a asemejarse por el ardor del afecto. Esta Sabiduría increada que permite al hombre gustar de ella en este valle de lágrimas es el Verbo divino, aquel mismo a quien llama el Apóstol "el esplendor de la gloria del Padre y figura de su sustancia" (Hebr., I, 3); aquel que nos envió el Espíritu para santificarnos y conducirnos a él, de suerte que la obra más grande de este divino Espíritu es procurar nuestra unión con aquel que, siendo Dios, se hizo carne y se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Jesús, por medio de los misterios realizados en su humanidad, ha hecho que tomemos parte en su divinidad; por la fe esclarecida por la Inteligencia sobrenatural "vemos su gloria, que es la del hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad" (S. Juan, I, 14), y así como él participó de nuestra humilde naturaleza humana, así también él, Sabiduría increada, da a gustar desde este mundo esta Sabiduría creada que el Espíritu Santo derrama en nosotros como su más excelente don. 

¡Dichoso aquel que goza de esta preciosa Sabiduría, que revela al alma la dulzura de Dios y de lo que pertenece a Dios! "El hombre animal no percibe las cosas del Espíritu de Dios", nos dice el Apóstol; para gozar de este don es preciso hacerse espiritual, entregarse dócilmente al deseo del Espíritu, y le sucederá como a otros que, después de haber sido como él, esclavos de la carne, fueron libertados de ella por la docilidad al Espíritu divino, que los buscó y encontró. 

El hombre, algo elevado, pero de espíritu mundano, no puede comprender ni el objeto del don de Sabiduría ni lo que entraña el don de Entendimiento. Juzga y critica a los que han recibido estos dones; dichosos ellos si no se les opone, si no les persigue. Jesús lo dijo expresamente: "El mundo no puede recibir al Espíritu de verdad, pues no le ve ni le conoce" Bien saben los que tienen la dicha de tender al bien supremo que es necesario conservarse libres totalmente del Espíritu profano, enemigo personal del Espíritu de Dios. Desligados de esta cadena, podrán elevarse hasta la Sabiduría. 

Este don tiene por objeto primero procurar gran vigor al alma y fortificar sus potencias. La vida entera está tonificada por él, como sucede a los que comen lo que les conviene. No hay contradicción ninguna entre Dios y el alma, y he aquí porqué la unión de ambos es fácil. "Donde está el Espíritu de Dios allí se encuentra la libertad" (II Cor., III, 17), dice el Apóstol. Todo es fácil para el alma, bajo la acción del Espíritu de Sabiduría. Las cosas contrarias a la naturaleza, lejos de amilanarla, se le hacen suaves y al corazón no lo aterra ya tanto el sufrimiento. No solamente no se puede decir que Dios se halla lejos del alma a quien el Espíritu Santo ha colocado en tal disposición, sino que es evidente la unión de ambos. Ha de cuidar, sin embargo, de tener humildad; pues el orgullo puede apoderarse de ella y su caída será tanto mayor, cuanto mayor hubiese sido su elevación. 

Roguemos al Espíritu divino y pidámosle que no nos rehuse este precioso don de Sabiduría que nos llevará a Jesús, Sabiduría infinita. Un sabio de la antigua ley aspiraba a este favor al escribir estas palabras, cuyo sentido perfecto sólo percibe el cristiano: "Oré y se me dio la prudencia; invoqué al Señor y vino sobre mí el espíritu de Sabiduría" (Sap., VII, 7). Es necesario pedirlo con instancia. En el Nuevo Testamento, el apóstol Santiago nos invita a ello con apremiantes exhortaciones: "Si alguno de vosotros, dice, necesita Sabiduría, pídasela a Dios, que a todos da con largueza y sin arrepentirse de sus dones; pídala con fe y sin vacilar" (S. Jacob, I, 5). Aprovechándonos de esta invitación del Apóstol, oh Espíritu divino, nos atrevemos a decirte: "Tú, que procedes del Padre y de la Sabiduría, danos la Sabiduría. El que es la Sabiduría te envió a nosotros para que nos congregaras con él. Elévanos y únenos a aquel que asumió nuestra débil naturaleza. Sé el lazo que nos estreche por siempre con Jesús, medio sagrado de la unidad, y aquel que es Poder, el Padre, nos adoptará por herederos suyos y coherederos de su Hijo. (Rom,, VIII, 17)

CONCLUSIÓN 

La serie sucesiva de Misterios ha terminado ya, y el calendario movible de la Liturgia tocó su fin. Recorrimos el tiempo de Adviento, cuatro semanas que representan los millares empleados por el género humano en implorar del Padre el advenimiento de su Hijo. Por fin, Emmanuel desciende; todos nos asociamos a las alegrías de su nacimiento, a los dolores de su pasión, a la gloria de su Resurrección y al triunfo de su Ascensión. Por fin bajó sobre nosotros el Espíritu divino y sabemos que permanecerá con nosotros hasta el fin de los siglos. La Iglesia nos ha acompañado en todo el curso de este drama inmenso de nuestra salvación. Cada día nos lo aclaraban sus cánticos y ceremonias y de este modo pudimos seguir y comprender todo. ¡Bendita esta Madre por cuyos cuidados fuimos iniciados en tantas maravillas que despertaron nuestra inteligencia y caldearon nuestros corazones! Bendita la Sagrada Liturgia, fuente de tantos consuelos y de tantos esfuerzos. Ahora nos falta terminar el calendario en su parte movible. Preparémonos, pues, a marchar de nuevo contando con que el Espíritu Santo dirigirá nuestros pasos y continuará abriéndonos, por medio de la Liturgia, cuyo inspirador es, los tesoros de la doctrina y el ejemplo.


Año Litúrgico de Guéranger


 

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