La bienaventurada santa Elena,
madre del emperador Constantino, visitando a la edad de ochenta años los santos
lugares, consagrados con la vida y sangre de Cristo, movida por divina
inspiración, quiso buscar la santa cruz de nuestro Redentor adorable. Hallábase
muy congojada y perpleja porque nadie podía decir dónde estaba, y los inmundos
gentiles habían puesto en el Calvario un ídolo de Venus para que ningún
cristiano se acercase para hacer oración en aquel sagrado lugar. Mas como fuese
costumbre de los gentiles, cuando hacían morir por justicia algún hombre fascineroso,
enterrar los instrumentos del suplicio junto al lugar donde se sepultaba el
cuerpo, mandó santa Elena cavar cerca del sepulcro del Señor, y al fin se
hallaron allí tres cruces, y el título de la cruz de Cristo tan apartado que no
podía declarar cuál de aquellas cruces fuese la del Señor. En esta perplejidad
el patriarca de Jerusalén, san Macario, que allí estaba, mandó hacer oración, y
luego hizo traer allí una mujer tan enferma que los médicos la tenían por
deshauciada. A ésta mandó aplicar la primera cruz y la segunda, sin verse fruto
alguno, y aplicándole la tercera, repentinamente quedó del todo sana y con
enteras fuerzas. Con este milagro ceso la duda y se entendió que aquella era la
cruz de nuestro Salvador. Increíble fué el gozo de santa Elena, la cual hizo
gracias al Señor por tan señalado regalo y beneficio, y mandó edificar un
suntuoso templo en aquel mismo lugar, donde dejó parte de la cruz ricamente
engastada y adornada, y la otra parte con los clavos envió a su hijo el
emperador Constantino, el cual mandó ponerla en un templo que labró en Roma, y
que después se llamó Santa Cruz de Jerusalén. Ordenó además que desde entonces
ningún malhechor fuese crucificado, y que la cruz que hasta aquel tiempo era el
más vil e ignominioso suplicio, fuese de allí adelante la gloria y corona de
los reyes, y así trocó las águilas del guión imperial por la cruz, con ella
mando batir monedas y poner un globo del mundo en la mano derecha de sus
estatuas y sobre el globo la rauma cruz, para que se entendiese que el mismo
mundo había sido conquistado por la santa Cruz de nuestro Redentor Jesucristo,
y que esta misma cruz había de ser el escudo y defensa de la república
cristiana.
Reflexión: La Iglesia celebra
hoy esta fiesta para enseñarnos a reverenciar el tesoro divino de la santa
Cruz, en el cual está la salud, la paz, la verdadera sabiduría, la justicia y
la santificación del género humano. Declarando Tertuliano la costumbre que
tenían los cristianos en santiguarse y armarse de la señal de la cruz, dice:
«En todos los pasos que damos, en nuestras entradas, en nuestras salidas,
cuando nos calzamos, cuando nos lavamos y nos ponemos a la mesa, cuando nos
sentamos y nos traen lumbre y nos acostamos, y finalmente en todas nuestras
acciones continuamente hacemos la señal de la cruz en la frente.». Notables
palabras son éstas, que manifiestan la santa costumbre de los cristianos más
antiguos y fervorosos. ¿Por qué no hemos de imitarles, haciendo también con
toda reverencia la señal de la cruz al levantarnos y acostarnos, en la
tentación, y al comenzar cada una de nuestras obras, al comenzar algún viaje y
en tantas otras ocasiones o peligros en que tenemos harta necesidad de la ayuda
y favor del cielo?
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