Entre los santísimos prelados
que ilustraron la Iglesia de Dios en el siglo V, uno fué el glorioso san
Mamerto, obispo de Viena en el Delfinado. En aquel tiempo desolaban todo el
país grandes calamidades y azotes del cielo. Sucedíanse unos a otros los
terremotos, incendios y guerras: las fieras, llenas de pavor por los temblores
de la tierra, dejaban las cuevas de los montes y sé llegaban a las poblaciones
con grande espanto de la gente; la cual a vista de estos azotes hacía
penitencia de sus pecados y se disponía a la festividad de la Pascua de
Resurrección para recibir dignamente la comunión pascual, esperando alcanzar de
esta suerte el remedio de tantos males. Concurrieron pues todos contritos a la
iglesia, a celebrar el misterio en la vigilia de la gloriosa noche: pero
habiéndose incendiado varias casas principales de la ciudad, huyeron del templo
despavoridos. Solo el santo obispo quedó en la iglesia, implorando con
entrañables gemidos la divina misericordia, y fué tan grande la eficacia de sus
lágrimas, que presto se apagó aquel grande incendio, y los fieles volvieron
para continuar su penitencia a los oficios divinos. En esta ocasión ordenó el
santo obispo tres días de rogativas públicas acompañadas de ayunos y oraciones,
en los días que preceden a la fiesta de la Ascensión de nuestro Señor'
Jesucristo, a los cuales concurrió toda la ciudad con grande compunción;
lágrimas y gemidos, y desde entonces se vio libre de las calamidades que la
oprimían. Divulgada la fama de esta institución y su buen suceso, fué imitada
en. las provincias vecinas y se extendió muy presto por la Iglesia occidental,
donde se ha venido siguiendo hasta nuestros días: de manera que aunque
semejantes preces precedieron a la edad de san Mamerto desde tiempo indefinido,
en cuanto a la determinación de la forma con que se hacen tienen por autor a
este insigne y santo prelado. Halló san Mamerto las preciosas reliquias de san
Julián y san Ferreolo, ilustres mártires que padecieron en la sangrienta
persecución de Dioclesiano y Maximiano; las cuales trasladó a un magnífico
templo que había labrado. Finalmente después de haber gobernado santamente su
iglesia algunos años, y edificádola con sus virtudes y milagros, murió en la
paz del Señor, y su sagrado cadáver fué sepultado con gran veneración en la
iglesia de los santos Apóstoles, extramuros de la ciudad de Viena, desde donde
se trasladaron después sus reliquias a la basílica Contantiniana de santa Cruz
de Orleans. Allí permanecieron en grande veneración hasta el siglo XVI, en el
que los hugonotes, durante sus sacrílegas irrupciones del año 1562, entrando en
Orleans, quemaron la cabeza y huesos del santo, que estaban en diferentes cajas
y dispersaron sus cenizas.
Reflexión: ¿Qué son todas las
calamidades y males que nos afligen sino frutos del pecado? que no hizo Dios la
muerte, como dice el apóstol, sino que por el pecado entró la muerte en el
mundo. Y aunque en la presente providencia se sirve nuestro Señor de estos
males, ya para castigarnos, ya para darnos ocasión de mayores merecimientos, ya
para darnos a entender que no hemos de buscar en este mundo nuestro paraíso,
siempre ha sido costumbre muy cristiana la de implorar en los comunes males la
divina clemencia con públicas rogativas. Procura asistir a ellas con grande
piedad, que el Señor casi siempre suele oir las plegarias de todo un pueblo
contrito y humillado y suele darle lo mismo que pide.
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