El glorioso fundador de la
Congregación del Oratorio san Felipe Neri nació en Florencia de padres nobles y
temerosos de Dios. Mostró desde la infancia grande inclinación a la virtud, por
lo cual le llamaban comúnmente Felipe el bueno. Tocado de Dios, se fué a Roma,
y en aquella corte del mundo comenzó una vida tan penitente como si estuviera
en el yermo. Unos mancebos atrevidos le encerraron una vez con dos mujercillas
livianas para que le provocasen al mal; mas él cuando se vio en tan gran
peligro, no hizo sino hincarse de rodillas, orando con tal reverencia, que ni
aun mirarle a la cara se atrevieron. Terminados sus estudios de filosofía y
teología, vendió hasta los libros para entregarse todo a Dios, del cual recibía
tan grandes consuelos, que le decía amorosamente: «Señor, no puedo más, apartaos
de mí, que siendo yo mortal, no puedo ya llevar esta avenida de vuestros
celestiales deleites.» Un día, poco antes de la fiesta de Pentecostés, vino
sobre él un fuego de amor tan grande que le derribó en el suelo con una grande
palpitación del corazón que le duró toda su vida, quebrándosele dos costillas
de encima del pecho; y sentía en aquella parte un calor tan excesivo, que por
más frío que hiciese y siendo él ya un viejo era fuerza desabrigarse el pecho
para templar aquellos ardores. Conversaba con gente muy perdida y la ganaba
para Jesucristo, visitaba los hospitales, y servía a los enfermos; fundó la
cofradía de la santísima Trinidad de peregrinos y convalecientes, y por su
ejemplo instituyó san Camilo de Lelis la religión de clérigos regulares, ministros
de los enfermos. Habiendo mandado su confesor que se ordenase de sacerdote eran
perpetuos los éxtasis y ardores de amor que sentía en la misa, y algunas veces
le veían levantado en el aire muchos codos en alto. Era muy familiar de san
Ignacio de Loyola, el cual le llamaba la campana por los muchos que por su
medio llamaba Dios a las religiones, y no le quiso admitir en la Compañía,
porque sabía que el Señor le tenía guardado para fundador de la Congregación
del Oratorio. Solía visitar las siete iglesias de Roma, y a veces pasaban de
dos mil los que le acompañaban. Obraba innumerables prodigios y parecía que
tenía en la mano la vida y la muerte, la salud y la enfermedad. Finalmente
después de haber prepetuado su espíritu de piedad y celo de las almas en la
Congregación del Oratorio, a los ochenta años de su vida preciosa y en el día
de Corpus Christi, recibió del Señor la eterna recompensa de sus trabajos y
virtudes.
Reflexión: Llegándose a san
Felipe una persona que había cometido un pecado grave, le dijo el santo: «¡Qué
mala cara tenéis!» Ella se retiró e hizo algunos actos de contrición, y tornó a
ponerse delante del siervo de Dios, el cual le dijo: «Desde que os apartasteis
de mi habéis mudado de rostro.» Era también cosa muy rara y notada que san Felipe
Neri echaba de sí un olor suavísimo y celestial que confortaba a los que
trataban con él, y que conocía a los que estaban en pecado por un hedor
insoportable, y les avisaba que se confesasen y enmendasen. ¿Qué olor sintiera
en ti el santo glorioso? ¿Había de avisarte también para que purificases tu
alma? ¿Se alegraría percibiendo en ti el aroma de las virtudes y de la gracia
de Dios?
Oración: Oh Dios, que
encumbraste a la gloria de tus santos a tu bienaventurado confesor Felipe,
concédenos benignamente que los que celebramos su solemnidad, imitemos sus
ejemplos y virtudes. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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