El santísimo prelado san
Antonio, o Antonino, que así le llamaban por ser pequeño de cuerpo, nació de
honrados padres en Florencia, y desde niño mostró que era escogido de Dios. A
la edad de trece años había ya estudiado y decorado todo el Derecho Canónico, y
luego pidió y alcanzó el hábito de santo Domingo. Nunca comía carne sino
estando enfermo, traía una cadena de hierro y dormía en el suelo sobre las
tablas. Ordenado de sacerdote, vino a ser prior de los principales conventos de
su orden en Italia, y siendo ya Vicario general de Roma, y Napóles, lavaba los
platos y escudillas de sus hermanos, y barría la casa como el menor de todos.
Obligóle el papa Eugenio IV a aceptar el obispado de Florencia, bajo pena de
excomunión; y él vino a pie y descalzo a su Iglesia, con tanta amargura de su
corazón, como regocijo de toda la ciudad que salió a recibirle como a santo
pastor venido del cielo. Muy presto resonó en toda Italia la fama de sus
virtudes. En la oración quedaba arrebatado y suspenso en el aire,
resplandeciendo su rostro con maravillosa claridad. Desentrañábase por los
pobres y dábales cuanto tenía; reprimía a los insolentes y poderosos,
mandándoles hacer penitencias públicas, y echaba con gran severidad de las
iglesias, a las mujeres que venían a ellas para enlazar las almas. Quejábanse
algunos de él porque no excomulgaba por ciertos pecados a sus subditos; y él,
para no declararles la razón que tenía para no hacerlo, por el daño que recibe
el alma con la excomunión, mandó traer un pan blanco, y dijo sobre él las
palabras que se suelen decir en la excomunión, y luego delante de todos el pan
se convirtió en carbón, y pronunciando después las palabras de la absolución,
el pan negro se tornó a su primera blancura; y con esto entendieron los efectos
que hace la excomunión en el alma, y que no se debe usar de ella sino a más no
poder. Autorizaba su celestial doctrina con muchos, prodigios, y le estimaba
tanto el papa, que, en su última enfermedad, quiso recibir los sacramentos de
su mano, y que asistiese a su cabecera: y Nicolao V cuando puso en el catálogo
de los santos a san Bernardino de Sena, dijo que tan bien podía canonizar a san
Bernardino muerto, como a san Antonino vivo. Finalmente a los setenta años de
su edad expiró pronunciando estas palabras: «Servir a Dios es reinar.» Y fué
tanto el concurso que acudió al entierro, que no le pudieron dar sepultura
hasta pasados ocho días, en los cuales estuvo el santo cuerpo en la iglesia,
fresco, hermoso el rostro, como si fuera ya cuerpo glorioso.
Reflexión: Presentó un pobre
hombre una cestilla de fruta a san Antonino pensando que se la había de pagar
bien; el santo conociendo sus miras interesadas, no le dio nada, sino con rostro
alegre alabó su fruta, y dijóle: «Dios os lo pague, hermano.» Parecióle al
hombre que había empleado mal su fruta, e íbase quejando del arzobispo. Mandóle
este llamar, y escribió en un papel aquellas palabras: «Dios os lo pague»: y
poniendo el papel en una balanza, y en la otra la cesta de fruta, la balanza
que tenía el papel bajó hasta el suelo, y la otra subió todo lo que pudo con la
fruta. Entonces, volviéndose al hombre, le dijo: «Mirad como yo no os hice
agravio; que más os di que recibí.» Y mira tú como Dios mostró con este milagro
cuánto gana el que hace limosna, aunque a veces no parezca a los ojos humanos
el fruto de la caridad.
Oración: Ayúdennos, Señor, los
merecimientos del santo confesor y pontífice Antonino, para que así como te
ensalzamos admirable en sus virtudes, así también te experimentemos
misericordioso, en nuestras necesidades. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario