LA CENA. — Proponiéndose hoy la Santa Iglesia renovar con una solemnidad especial, la acción del Salvador en la última Cena, según el precepto dado a los Apóstoles: "Haced esto en memoria mía", vamos a tomar el relato evangélico que hemos interrumpido en el momento en que Jesús entraba en la sala del festín pascual.
LA PASCUA JUDÍA. — Ha llegado de Betania; todos los Apóstoles están presentes, aun el mismo Judas, que guarda su secreto. Jesús toma asiento en la mesa sobre la que está el cordero preparado; los discípulos se sientan con Él; se observan fielmente los ritos que el Señor prescribió a Moisés siguiese su pueblo. Al principio de la cena, Jesús toma la palabra y dice a sus Apóstoles: "Ardientemente he deseado comer con vosotros esta Pascua antes de mi pasión." Hablaba de este modo, no porque esta Pascua llevase ventaja a las de los años anteriores, sino porque tendría ocasión de instituir la Pascua nueva que amorosamente había preparado a los hombres; pues habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, dice San Juan, los amó hasta el fin" (S. Juan, XIII, 1). Durante la comida, Jesús, para quien no había nada oculto en los corazones, profirió estas palabras que dejaron mudos de estupor a los discípulos: "En verdad os digo que uno de vosotros me traicionará; sí, uno de los que meten, en este momento, la mano en el plato conmigo es mi traidor." ¡Qué amargura encierra esta queja! ¡Cuánta misericordia para el culpable, que conocía la bondad de su Maestro! Jesús le abría la puerta del perdón, pero él no se aprovecha de ella. ¡Tanta era la pasión que le había dominado que él quería satisfacer con su infame venta! Se atreve a decir como los demás: ¿Soy yo, Señor? Jesús le responde en voz baja, para no comprometerle ante sus hermanos: "Sí, tú eres; tú lo has dicho." Judas no se rinde; se queda tranquilo y espera la hora de la traición. Los convidados, según el uso oriental, se colocaban de dos en dos sobre unos lechos de madera, preparados, por la munificencia del discípulo que presta su casa al Salvador, para esta última Cena. Juan, el discípulo amado, está al lado de Jesús, de suerte que puede en su tierna familiaridad, apoyar su cabeza sobre el pecho de su Maestro. Pedro, sentado en el lecho vecino, junto al Señor, que se halla así, entre los dos discípulos que había enviado por la mañana para preparar todas las cosas y que representan, el uno la fe y el otro el amor. La cena fue triste. Los discípulos estaban inquietos por la confidencia que les había hecho Jesús; se comprende que el alma de Juan tuviese necesidad de desahogarse con el Salvador, por las tiernas demostraciones de su amor.
Los Apóstoles no esperaban que una nueva comida sucedería a la primera. Jesús había guardado secreto; pero, teniendo que sufrir, debía cumplir su promesa. Había dicho en la Sinagoga de Cafarnaún: "Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno comiere de este pan vivirá eternamente. El pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo. Mi carne es verdaderamente comida y mi sangre verdaderamente bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él" (S. Juan, VI, 41-59). Había llegado el momento, en que el Salvador iba a realizar esta maravilla de su caridad para con nosotros. Esperaba la hora de su inmolación para cumplir su promesa. Mas he aquí que su pasión ha comenzado. Ya ha sido vendido a sus enemigos; su vida en adelante estará en sus manos; puede ofrecerse en sacrificio y distribuir a sus discípulos la propia carne y la propia sangre de la víctima.
LA PASCUA JUDÍA. — Ha llegado de Betania; todos los Apóstoles están presentes, aun el mismo Judas, que guarda su secreto. Jesús toma asiento en la mesa sobre la que está el cordero preparado; los discípulos se sientan con Él; se observan fielmente los ritos que el Señor prescribió a Moisés siguiese su pueblo. Al principio de la cena, Jesús toma la palabra y dice a sus Apóstoles: "Ardientemente he deseado comer con vosotros esta Pascua antes de mi pasión." Hablaba de este modo, no porque esta Pascua llevase ventaja a las de los años anteriores, sino porque tendría ocasión de instituir la Pascua nueva que amorosamente había preparado a los hombres; pues habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, dice San Juan, los amó hasta el fin" (S. Juan, XIII, 1). Durante la comida, Jesús, para quien no había nada oculto en los corazones, profirió estas palabras que dejaron mudos de estupor a los discípulos: "En verdad os digo que uno de vosotros me traicionará; sí, uno de los que meten, en este momento, la mano en el plato conmigo es mi traidor." ¡Qué amargura encierra esta queja! ¡Cuánta misericordia para el culpable, que conocía la bondad de su Maestro! Jesús le abría la puerta del perdón, pero él no se aprovecha de ella. ¡Tanta era la pasión que le había dominado que él quería satisfacer con su infame venta! Se atreve a decir como los demás: ¿Soy yo, Señor? Jesús le responde en voz baja, para no comprometerle ante sus hermanos: "Sí, tú eres; tú lo has dicho." Judas no se rinde; se queda tranquilo y espera la hora de la traición. Los convidados, según el uso oriental, se colocaban de dos en dos sobre unos lechos de madera, preparados, por la munificencia del discípulo que presta su casa al Salvador, para esta última Cena. Juan, el discípulo amado, está al lado de Jesús, de suerte que puede en su tierna familiaridad, apoyar su cabeza sobre el pecho de su Maestro. Pedro, sentado en el lecho vecino, junto al Señor, que se halla así, entre los dos discípulos que había enviado por la mañana para preparar todas las cosas y que representan, el uno la fe y el otro el amor. La cena fue triste. Los discípulos estaban inquietos por la confidencia que les había hecho Jesús; se comprende que el alma de Juan tuviese necesidad de desahogarse con el Salvador, por las tiernas demostraciones de su amor.
Los Apóstoles no esperaban que una nueva comida sucedería a la primera. Jesús había guardado secreto; pero, teniendo que sufrir, debía cumplir su promesa. Había dicho en la Sinagoga de Cafarnaún: "Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno comiere de este pan vivirá eternamente. El pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo. Mi carne es verdaderamente comida y mi sangre verdaderamente bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él" (S. Juan, VI, 41-59). Había llegado el momento, en que el Salvador iba a realizar esta maravilla de su caridad para con nosotros. Esperaba la hora de su inmolación para cumplir su promesa. Mas he aquí que su pasión ha comenzado. Ya ha sido vendido a sus enemigos; su vida en adelante estará en sus manos; puede ofrecerse en sacrificio y distribuir a sus discípulos la propia carne y la propia sangre de la víctima.
LAVATORIO DE LOS PIES. — La cena acababa, cuando Jesús levantándose, ante la extrañeza de los Apóstoles, se despoja de sus vestidos exteriores, toma una toalla, se la ciñe como un siervo, echa agua en el lebrillo y da a entender que se propone lavar los pies a los convidados. El uso oriental era que se lavasen los pies antes de tomar parte en el festín; pero el más alto grado de hospitalidad era, cuando el señor de la casa cumplía él mismo este cuidado con sus huéspedes. Jesús, es quien invita en este momento a sus Apóstoles a la divina cena y se digna hacer con ellos como el huésped más diligente; pero como sus acciones encierran siempre un fondo inagotable de enseñanzas, quiere, por lo mismo, darnos un aviso sobre la pureza que se requiere en los que han de sentarse a la mesa: "El que está limpio ya, dice, no necesita lavarse los pies" (S. Juan, XIII, 10); como si dijera: tal es la santidad de esta mesa, que para aproximarse a ella no sólo es necesario que el alma esté limpia de sus más graves manchas; sino que debe tratar de borrar las más leves, que por el contacto con el mundo hemos podido contraer y que son como ligero polvo que se pega a los pies. Explicaremos más adelante otros misterios significados en el lavatorio de los pies. Jesús se dirige primeramente hacia Pedro, futuro jefe de su Iglesia. El Apóstol rehusa tal humillación de su Maestro; Jesús insiste y Pedro se ve obligado a ceder. Los otros Apóstoles que, como Pedro, habían quedado sobre los lechos, ven sucesivamente a su Maestro acercarse a ellos para lavarles los pies. No exceptúa al mismo Judas. Había recibido un segundo y misericordioso llamamiento, algunos momentos antes, cuando Jesús hablando a todos dijo: "Vosotros estáis limpios, pero no todos." Este reproche había sido insensible. Jesús, cuando acabó de lavar los pies de los doce se recostó en el lecho, junto a la mesa, al lado de Juan. A Pedro le ha herido la insistencia de su Maestro. Quiere conocer al traidor, que deshonra el colegio apostólico; mas no atreviéndose a preguntar a Jesús, a cuya derecha está recostado, hace unas señas a Juan que está a la izquierda del Salvador para procurar obtener una aclaración. Juan se recuesta sobre el pecho de Jesús y le dice en voz baja: "Maestro, ¿quién es"? Jesús le responde: "Aquel a quien yo dé un bocado de pan mojado." Jesús toma un poco de pan y habiéndolo mojado se lo ofreció a Judas. Era una nueva invitación, pero inútil a esta alma impasible a toda acción de la gracia; el evangelista añade: "Después que recibió el bocado entró en él Satanás. "Jesús aún le dice dos palabras: "Lo que vas a hacer hazlo pronto." Y el desdichado sale de la sala para ejecutar su crimen.
INSTITUCIÓN DE LA EUCARISTÍA. — Entonces, tomando del pan ácimo que había sobrado de la Cena, levanta los ojos al cielo, bendice el pan y lo distribuye a sus discípulos diciéndoles: "Tomad y comed, este es mi cuerpo." Los Apóstoles reciben este pan, hecho cuerpo de su Maestro; se alimentan de él; y Jesús no está sólo con ellos a la mesa, sino que está en ellos. Como este divino misterio, no es sólo el más augusto de los Sacramentos, sino que es un Sacrificio verdadero, que requiere la fusión de sangre, Jesús toma la copa, y transformando el vino en su propia sangre, le da a sus discípulos y dice: "Bebed todos de él; es la Sangre de la Nueva Alianza, que será derramada por vosotros." Los Apóstoles participan uno tras otro de esta divina bebida.
INSTITUCIÓN DEL SACERDOCIO. — Estas son las circunstancias de la Cena del Señor, cuyo aniversario nos reúne hoy; pero no las habríamos relatado todas lo bastante, si no añadiésemos un hecho esencial. Lo que pasa hoy en el Cenáculo, no es un suceso acaecido una vez en la vida al hijo de Dios, y los Apóstoles no son los solos convidados privilegiados a la mesa del Señor. En el Cenáculo, así como ha habido más de una comida, así también ha habido algo más que un Sacrificio, por divina que haya sido la víctima ofrecida por el Soberano Pontífice. Ha habido la institución de un nuevo Sacerdocio. ¿Cómo habría dicho Jesús a los hombres: "Si no coméis mi carne y bebéis mi sangre, no tendréis vida en vosotros", si no se hubiese propuesto establecer en la tierra un ministerio por el cual se renovase, hasta el fin de los tiempos, lo que acaba de hacer en presencia de sus discípulos? Mas dice a los hombres que ha escogido: "Haced esto en memoria mía." Les da por estas palabras el poder de cambiar también ellos el pan en su cuerpo y el vino en su sangre; y este poder se transmitirá en la Iglesia por la ordenación, hasta el fln de los siglos. Jesús continuará obrando por el ministerio de hombres pecadores la maravilla que ha hecho en el Cenáculo; Y, al mismo tiempo, que dota a su Iglesia del único Sacriñcio, nos da a nosotros, según su promesa, por el pan del cielo, el medio de "vivir en Él y Él en nosotros". Vamos, pues, a celebrar hoy otro aniversario no menos maravilloso que el primero: La institución del Sacerdocio Cristiano.
LA MISA DEL JUEVES SANTO. — Para expresar de manera sensible a los ojos de los fieles, la majestad y unidad de esta Cena que el Salvador dió a sus discípulos y a todos nosotros en su persona, la Iglesia prohibe hoy a los sacerdotes, la celebración de toda misa privada, fuera del caso de necesidad. Quiere que sólo se ofrezca un sacrificio, al que asisten todos los sacerdotes; a la comunión se acercan al altar, revestidos de estola, insignia de su sacerdocio, para recibir el Cuerpo del Señor de manos del celebrante. La misa del Jueves Santo es una de las más solemnes del año; y aunque la institución de la fiesta del Santísimo Sacramento tiene por objeto honrar con el mayor esplendor este misterio, la Iglesia, al instituirlo, no ha querido que el aniversario de la Cena del Señor pierda ninguno de los honores que se le deben. El color de las vestiduras es el blanco como en los días de Navidad y de Pascua; todo duelo ha desaparecido. Muchos ritos anuncian que la Iglesia teme por su Esposo, pero suspende por un momento los dolores que la oprimen. En el altar el sacerdote ha entonado el himno angélico: "Gloria a Dios en las alturas". Las campanas lanzadas a vuelo, acompañan el canto hasta el fin; pero a partir de este momento permanecerán mudas y durante las largas horas de su silencio, darán a la ciudad un tono de soledad y de abandono. La Iglesia quiere hacernos sentir, que este mundo, testigo de los padecimientos y muerte de su Creador, ha dejado toda melodía y se ha quedado triste y desierto. Y añadiendo a esta impresión general, un recuerdo más preciso, nos trae a la memoria que los Apóstoles pregoneros de Cristo figurados por las campanas cuyo sonido llama a los fieles a la casa de Dios, han huido y han dejado a su Maestro en manos de sus enemigos. Después del canto del Evangelio, suspéndese en cierta manera la Misa, para dar lugar a la ceremonia del Mandato o lavatorio de los pies, que, antiguamente se verificaba después de mediodía, y que el Decreto del 16 de noviembre de 1955 prescribe se haga ahora en este sitio de la Misa, al menos allí donde es posible.
LOS MONUMENTOS. — Aún cuando la Iglesia suspende por algunas horas la celebración del Sacrificio eterno, no quiere con eso que su divino Esposo pierda ninguno de los honores que le son debidos en el Sacramento del Amor. La piedad católica ha hallado medio para transformar en un triunfo para la Eucaristía los instantes, en los que la Hostia Santa parece como inaccesible a nuestra indignidad. Prepara un monumento en cada templo. Allí traslada el cuerpo del Señor; y aunque esté cubierto de velos los fieles le asediarán con sus aspiraciones y adoraciones. Vendrán a honrar el reposo del Hombre-Dios; "donde estuviere el cuerpo allí se congregarán las águilas" ( San Mateo, V, 28). De todas las partes del mundo se elevarán a Jesús un concierto de vivas y afectuosas oraciones, en compensación de los ultrajes que recibió en estas mismas horas de parte de los judíos. Allí se reunirán las almas fervientes, donde ya mora Jesús, y los pecadores arrepentidos por la gracia y en vías de reconciliación.
LA ESTACIÓN. — En Roma la Estación se celebra en San Juan de Letrán. La grandeza de este día, la Reconciliación de los Penitentes, y la consagración del Crisma, piden unánimemente esta metrópoli de la ciudad y del mundo. Hoy con todo eso tiene lugar la función en el Palacio Vaticano.
Año Litúrgico de Dom Guéranger
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