LA MALA FE DE JERUSALÉN.
— Volvamos hoy nuestras miradas a Jerusalén, la ciudad deicida
que atronaba los oídos hace quince días, con el horrible grito de:
"¡Mátale, mátale, crucifícale!" ¿Está conmovida por los grandes
acontecimientos que han tenido lugar en su seno? ¿sigue todavía el rumor
que se difundió acerca del sepulcro vacío? ¿Los enemigos del Salvador
han llegado a adormecer al público con sus estratagemas? Han hecho venir
a los guardias del sepulcro y les han dado dinero para decir a quien
quiera oírles, que han guardado ellos mal la consigna que se les había
dado, que se han dejado llevar del sueño, y que, durante este tiempo,
los discípulos vinieron a escondidas y arrebataron el cuerpo de su
Maestro. Por temor a que esos soldados no se inquieten de las
consecuencias que puede tener para ellos tal infracción de la
disciplina, se les prometió comprar la impunidad ante sus jefes. (S.
Mat., XXVIII, 12.)
He aquí pues el último esfuerzo de la sinagoga
para aniquilar hasta la memoria de Jesús de Nazaret. Pretende hacer de
él un vulgar impostor que acabó en un suplicio vergonzoso y a quien una
superchería más vergonzosa acabó de comprometer después de su muerte.
Algunos años más tarde con todo eso, el nombre de Jesús, saliendo del
estrecho recinto de Jerusalén y de Judea, resonará hasta las
extremidades de la tierra. Un siglo después sus adoradores cubrirán el
mundo. Tres siglos más, y la corrupción pagana se declarará vencida y
los ídolos caerán por tierra, y la majestad de los Césares se inclinará
ante la cruz.
Di pues, ahora, oh Judío ciego y obstinado, que
no ha resucitado aquél a quien tú no supiste sino maldecir y
crucificar, cuando ahora es el rey del mundo, el monarca bendito de un
imperio sin límites.
Vuelve a leer pues aún una vez más tus propios
oráculos, esos oráculos que nosotros hemos recibido de tu mano. ¿No
dicen que el Mesías será desconocido, que será puesto al nivel de los
criminales y tratado por ti como uno de ellos? (Isaías, LIII, 12.) Pero
¿no dicen ellos también que "su sepulcro será glorioso"? (Ibíd., X, 10.)
Para todo hombre la tumba es el escudo contra el cual viene a
estrellarse su gloria; para Jesús ha sido de otro modo: el trofeo de su
victoria es un sepulcro; y porque ahogó a la muerte en sus brazos
victoriosos, nosotros le proclamamos el Mesías, el Rey de los siglos, el
Hijo de Dios.
Pero Jerusalén es carnal, y el humilde Nazareno
no ha lisongeado su orgullo. Sus prodigios eran brillantes, la
sabiduría y la autoridad de sus discursos sin igual en el presente ni en
el pasado, su bondad y su misericordia superiores aún a las miserias
del hombre: Israel no ha visto nada, no ha oído nada, no ha comprendido
nada; no se ha acordado de nada. Su destino está, ¡ay! fijado en este
momento y él mismo es su autor. Daniel lo declaró hace cinco siglos: "El
pueblo que le renegare no será más su pueblo." (Dan., IX, 26.) Que se
apresuren pues, a recurrir a Él, los que no quieran ser sepultados en
las más afrentosa ruina que jamás aterró al mundo.
EL CASTIGO DE JERUSALÉN.
— Una pesada atmósfera oprime la capital deicida. Gritaron: "¡Que su
sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!" Esta sangre está
sobre Jerusalén como una nube vengadora. Pasados cuarenta años brillarán
los rayos que ella oculta. Habrá carnicería, incendio, destrucción, y
"una desolación que durará hasta el fin". (Dan.) En su ceguera,
Jerusalén, que sabe que los tiempos se han cumplido, va a convertirse en
un foco de sediciones. Aventureros proclamándose sucesivamente el
Mesías, agitarán la nación judía, hasta que por fin Roma se mueva, y
envíe sus legiones para extinguir con ríos de sangre la hoguera de la
revolución; e Israel, expulsado de su patria irá errante, como Caín, por
toda la tierra.
¡Oh! ¡lástima que no reconozcan a quien ellos
negaron y que les aguarda aún! ¿por qué pasan sin remordimientos cerca
de esta tumba vacía que protesta contra ellos? ¿no pidieron que fuera
vertida la sangre inocente? Este primer crimen, fruto de su orgullo,
pide retractación y entonces el perdón descenderá sobre ellos. Mas si
persisten en sostenerlo, todo está perdido; la ceguera será en adelante
su castigo. Se agitarán en las tinieblas y rodarán hasta el fondo del
abismo. Los ecos del Bethphagé y del monte de los Olivos no han tenido
tiempo de olvidar el grito de triunfo que repetían hace pocos días:
"¡Hosanna al hijo de David!" Trata, oh Israel pues aún es tiempo, de
hacer oír de nuevo esta legítima aclamación.
Las horas corren; la solemnidad de Pentecostés
se abrirá pronto. La ley del hijo de David debe ser promulgada en este
día en que la abrogación de la ley de Moisés ya estéril debe publicarse.
En este día, sentirás dos pueblos en tu seno: el uno corto en número,
mas llamado a conquistar a todas las naciones al verdadero Dios, se
inclinará con amor y arrepentimiento ante el hijo de David crucificado y
resucitado; el otro, soberbio y desdeñoso, no proferirá más que
blasfemias contra el Mesías, y merecerá por su ingratitud servir para
siempre de ejemplo a cualquiera que endurezca voluntariamente su
corazón. Niega aún hoy la resurrección de su víctima; pero el castigo
que pesa sobre él hasta el fin de los siglos muestra bastante que el
brazo vengador que se siente allí es un brazo divino, el brazo del Dios
veraz cuyos anatemas son infalibles.
Año Litúrgico de Dom Guéranger
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