LA BONDAD DE JESÚS. —
Si la santa humanidad de Jesús rescatado resplandeció con infinidad de
rayos, no vayamos a creer que rodeado de un resplandor tan vivo llegue a
ser inaccesible a los mortales. Su bondad, su condescendencia, son las
mismas, y se diría más bien que su divina familiaridad con los hijos de
los hombres es más solícita y más tierna. ¡Cuántos rasgos inefables
hemos visto sucederse en la Octava de la Pascua! Recordemos su delicada
atención con las santas mujeres, cuando se encuentra y las saluda,
camino del sepulcro; la prueba amable que hace sufrir a Magdalena
apareciéndosele con la apariencia de un jardinero; el interés con que se
acerca a los dos discípulos en el camino de Emaús, traba conversación
con ellos, y los dispone suavemente a reconocerle; su aparición a los
diez, el domingo por la tarde, en que les da el saludo de paz, les deja
palpar sus miembros divinos, y condesciende a comer ante sus ojos; la
facilidad con que, ocho días después, invita a Tomás a verificar los
estigmas de la Pasión; el encuentro a orillas del lago de Genesareth,
donde se digna aún favorecer la pesca de sus discípulos y les ofrece
comida en la ribera: todos estos pormenores nos revelan bien cuán
íntimas y llenas de gozo fueron las relaciones de Jesús durante esos
cuarenta días.
JESÚS Y SUS DISCÍPULOS.
—Volveremos más tarde a sus relaciones con su santa Madre;
considerémosle hoy en medio de sus discípulos, a los cuales se muestra
con tanta frecuencia, que San Lucas ha podido decirnos "que se les
apareció durante cuarenta días". (Act., 1, 3). El colegio apostólico se
ha reducido a once miembros; pues el puesto del traidor Judas no debe
ser ocupado sino después de la partida del Señor, en la víspera del día
de la venida del Espíritu Santo.
¡Cuán hermoso es contemplar la sencillez de
esos futuros mensajeros de la paz en medio de las naciones! (Isaías,
LII, 7). Hasta poco ha débiles en la fe, vacilantes, olvidados de todo
lo que habían visto y oído, se habían alejado de su Maestro en el
momento del peligro; como se lo había predicho, sus humillaciones y su
muerte los habían escandalizado; la noticia de su resurrección los
encontró indiferentes y aun incrédulos; pero él se mostró tan
comprensivo, sus reproches eran tan suaves, que pronto recobraron la
confianza que tenían con él durante su vida mortal.
Pedro, que se mostró el más infiel, volvió a
sus relaciones familiares con su Maestro; una prueba particular le
espera de aquí a pocos días; pero toda la atención de los Apóstoles está
concentrada en su Maestro, cuyo esplendor tiene arrebatados sus ojos;
cuya palabra les produce un placer nuevo; cuyo lenguaje comprenden
mejor. Iluminada por los misterios de la Pasión y de la Resurrección, su
vista es más aguda y más levantada. En el momento de dejarlos, el
Salvador multiplica sus enseñanzas; escuchan con avidez el complemento
de las instrucciones que les dió en otro tiempo. Saben que se aproxima
el momento tras el cual no volverán a oírle; se trata ahora de recoger
su última voluntad, y de hacerse aptos para cumplir para su gloria la
misión que va a abrirse para ellos. No penetran aún todos los misterios
cuyo anuncio estarán encargados de llevar a todas las naciones; su
memoria sentirá trabajo en retener tan altas y vastas enseñanzas; pero
Jesús les anuncia la próxima llegada del Espíritu divino que debe no
solamente fortificar su valor, sino desarrollar también su inteligencia,
y hacerlos recordar todo lo que su Maestro los enseñó.
JESÚS Y LAS SANTAS MUJERES.
— Otro grupo roba también nuestras miradas: es el de las santas
mujeres. Esas fieles compañeras del Redentor que le siguieron al
Calvario y que en premio gustaron las primeras de las alegrías de la
resurrección, ¡con qué bondad su Maestro las felicita y anima!, ¡con qué
esmero desea reconocer sus antiguos y nuevos cuidados! En otro tiempo
miraron ellas por su subsistencia; ahora que no necesita de alimentos
terrenales, las alimenta él con su amable presencia; ellas le ven, le
oyen, y el pensamiento de que pronto les será quitado, redobla aún las
delicias de estas últimas horas. Gloriosas madres del pueblo cristiano,
antecesoras ilustres de nuestra fe, las encontraremos en el Cenáculo, el
día en que el Espíritu Santo descienda sobre ellas en lenguas de fuego
como sobre los Apóstoles. Su sexo debía tener representación en este
momento en que la Iglesia iba a ser manifestada a la paz de todas las
naciones, y las mujeres del Calvario y del sepulcro tenían derecho por
encima de todos a tomar parte en los esplendores de Pentecostés.
Año Litúrgico de Dom Guéranger
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