IDENTIFICACIÓN EN CRISTO POR EL BAUTISMO.
— El Apóstol de los Gentiles nos revela otro misterio del agua
bautismal que completa éste y se aúna paralelamente con el misterio de
la Pascua. Nos enseña que desaparecimos en esta agua, como Cristo en su
sepulcro, y que morimos y fuimos sepultados con él (Rom., VI, 4.)
Acababa entonces para nosotros nuestra vida de pecadores, pues para
vivir en Cristo, era preciso morir al pecado. Contemplando las fuentes
sagradas en las cuales fuimos regenerados pensemos que son la tumba
donde enterramos al hombre viejo, que no ha de volver a levantarse más.
El bautismo por inmersión, usado antes por largo tiempo y que todavía
hoy es el que se administra en muchas partes, era una imagen sensible de
ese sepultarse; el neófito desaparecía por completo debajo del agua;
parecía muerto a su vida anterior, como Cristo a su vida mortal. Pero,
así como el Redentor no permaneció en la tumba, sino que resucitó a una
vida nueva, del mismo modo también, según la doctrina del Apóstol (Col.,
II, 12), los bautizados resucitan con él en el instante en que salen
del agua, y reciben las arras de la inmortalidad y de la gloria, por ser
miembros vivos y auténticos de este Jefe, que no tiene nada de común
con la muerte. Y también en esto consiste la Pascua, es decir en el paso
de la muerte a la vida.
MISA
El Introito está formado con las palabras que
el Hijo de Dios dirigirá a sus elegidos en el último día del mundo al
abrirles su reino. La Iglesia las aplica a sus neófitos, elevando de
este modo sus pensamientos hacia la felicidad eterna, cuya esperanza ha
sostenido a los mártires en sus combates.
INTROITO
Venid, benditos de mi Padre, poseed el reino,
aleluya, que os ha sido preparado desde el principio del mundo. Aleluya,
aleluya, aleluya.
— Salmo: Cantad al Señor un cántico nuevo: cantad al
Señor, tierra toda. Gloria al Padre.
En la Colecta la Iglesia recuerda a sus hijos
que las fiestas de la Liturgia son un medio para arribar a las
festividades de la eternidad. Este es el pensamiento y la esperanza que
domina en todo el Año litúrgico. Debemos, pues, celebrar la Pascua
temporal de manera que merezcamos ser admitidos a los goces de la Pascua
eterna.
COLECTA
Oh Dios, que nos alegras con la anual
solemnidad de la Resurrección del Señor: haz propicio que, por medio de
estas fiestas temporales que celebramos, merezcamos llegar a los gozos
eternos. Por el mismo Jesucristo. nuestro Señor.
EPÍSTOLA
Lección de los Actos de los Apóstoles (III, 12-15. 1T-19).
En aquellos días, abriendo Pedro su boca, dijo:
Varones israelitas, y los que teméis a Dios, oid. El Dios de Abraham,
el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha
glorificado a Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis delante
de Pilatos, cuando éste juzgaba que debía ser absuelto. Vosotros
negasteis al Santo y al Justo, y pedisteis que se os diera el hombre
homicida; en cambio, matasteis al Autor de la vida, al que Dios resucitó
de entre los muertos, de lo que somos testigos nosotros. Y ahora,
hermanos, sé que lo hicisteis por ignorancia, como también vuestros
príncipes. Pero Dios, que había predicho por boca de los Profetas que
Cristo había de padecer, lo cumplió así. Arrepentios, pues, y
convertios, para que sean borrados vuestros pecados.
También hoy llega a nosotros la voz del
Principe de los Apóstoles que proclama la Resurrección del Hombre-Dios.
Cuando pronunció este discurso estaba acompañado de San Juan y acababa
de obrar en una de las puertas del templo de Jerusalén su primer
milagro, la curación de un cojo. El pueblo se había agrupado alrededor
de los dos discípulos y por segunda vez Pedro tomaba la palabra en
público. El primer discurso había conducido a tres mil al bautismo; éste
conquistó cinco mil. El Apóstol ejerció verdaderamente en esas dos
ocasiones el oficio de pescador de hombres, que el Salvador le asignó en
otra ocasión, cuando le vió por primera vez.
Admiremos con qué caridad San Pedro invita a
los judíos a reconocer en Jesús al Mesías que esperaban. Les da
seguridad del perdón, a aquellos mismos que habían renegado de Cristo, y
los disculpa atribuyendo a ignorancia una parte de su crimen. Ya que
ellos han pedido la muerte de Jesús débil y humillado, consientan al
menos hoy que está glorificado, en reconocerle por lo que es, y su
pecado les será perdonado. En una palabra, humíllense y serán salvos.
Dios llamaba de este modo a sí a los hombres rectos y de buena
voluntad; y continúa haciéndolo en nuestros días. Jerusalén dio algunos;
pero la mayor parte rechazó la invitación. Lo mismo ocurre en nuestros
días; roguemos y pidamos sin cesar para que la pesca sea cada vez más
abundante y el festín de la Pascua más concurrido.
GRADUAL
Este es el día que hizo el Señor: gocémonos y
alegrémonos en él.
V. La diestra del Señor ejerció su poder, la diestra
del Señor me ha exaltado.
Aleluya, aleluya. V. El Señor resucitó verdaderamente y se apareció a Pedro.
EVANGELIO
Continuación del santo Evangelio según San Juan (XXI, 1-14).
En aquel tiempo se manifestó otra vez Jesús a
sus discípulos junto al mar de Tiberiades. Y se manifestó así: Estaban
juntos Simón Pedro y Tomás, el llamado Dídimo, y Natanael, que era de
Caná de Galilea, y los hijos del Zebedeo, y otros dos discípulos suyos.
Díjoles Simón Pedro: Voy a pescar. Dijéronle ellos: Vamos también
nosotros contigo. Y salieron y subieron a la barca: y aquella noche no
pescaron nada. Y, llegada la mañana, se presentó Jesús en la orilla:
pero los discípulos no conocieron que era Jesús. Díjoles, pues, Jesús:
Muchachos: ¿tenéis algo que comer? Respondiéronle: No. Díjoles: Lanzad
la red a la derecha de la barca y encontraréis. Y la lanzaron: y ya no
podían sacarla fuera, por la multitud de los peces. Dijo entonces a
Pedro aquel discípulo a quien amaba Jesús: ¡Es el Señor! Cuando oyó
Simón Pedro que era el Señor se ciñó la túnica (pues estaba desnudo), y
se echó al mar. Y los otros discípulos vinieron con la barca (porque no
estaban lejos de la orilla, sino sólo a unos doscientos codos), trayendo
la red con los peces. Y, cuando bajaron a tierra, vieron unas brasas
preparadas, y un pez sobre ellas, y un pan. Díjoles Jesús: Traed los
peces que habéis pescado ahora. Subió Simón Pedro, y trajo a tierra la
red, llena de ciento cincuenta y tres peces grandes. Y, a pesar de ser
tantos, la red no se rompió. Díjoles Jesús: Venid, comed. Y nadie de los
que comían se atrevió a preguntarle: ¿Quién eres tú?, sabiendo que era
el Señor. Y fue Jesús, y tomó el pan, y se lo dió. Y lo mismo el pez.
Esta fue la tercera vez que se apareció Jesús a sus discípulos después
de resucitar de entre los muertos.
EL MISTERIO DE LA PESCA MILAGROSA.
— Jesús se apareció a sus discípulos reunidos en la tarde del día de
Pascua; y de nuevo se mostró a ellos ocho días después, como diremos
luego. El Evangelio de hoy nos refiere una tercera aparición, que fue
sólo para siete discípulos, a orillas del lago de Genesareth, llamado
también por su vasta extensión el mar de Tiberiades. Nada más conmovedor
que esta alegría respetuosa de los Apóstoles ante la aparición de su
Maestro, que se digna servirles una comida. Juan, antes que ningún otro,
ha notado la presencia de Jesús; no nos asombremos; su gran pureza
esclareció la mirada de su alma; está escrito: "Bienaventurados los que
tienen el corazón puro, porque ellos verán a Dios." (San Mat., V, 8.)
Pedro se arroja a las olas para llegar antes a la presencia de su
Maestro; se exteriorizaba como el Apóstol impetuoso, pero que ama más
que los otros. ¡Cuántos misterios en esta admirable escena!
FIEL. — Existe
ciertamente una pesca; es el ejercicio del apostolado para la Santa
Iglesia. Pedro es el gran pescador; a él le toca determinar cuándo y
cómo es preciso arrojar la red. Los otros Apóstoles se unen a él, y
Jesús está con todos. Está atento a la pesca, él la dirige; porque el
resultado es para él. Los peces son los fleles; pues, como lo hemos
señalado en otra parte, el cristiano, en el lenguaje de los primeros
siglos, es un pez. Sale del agua; y en el agua recibe la vida. Ya hemos
visto antes cómo fue propicia a los israelitas el agua del Mar Rojo. En
nuestro Evangelio encontramos también el Tránsito: el paso del agua del
lago de Genesareth a la mesa del Rey del cielo. La pesca fue abundante,
en lo cual se encierra un misterio que no nos es dado penetrar.
Solamente al fin del mundo, cuando la pesca sea completa, entonces
comprenderemos quiénes son estos ciento cincuenta y tres peces grandes.
Este número misterioso significa, sin duda, otras tantas fracciones de
la familia humana, conducidas sucesivamente al Evangelio por el
apostolado; pero no habiéndose cumplido aún el tiempo, el libro
permanece sellado.
CRISTO. — De
vuelta a la ribera, los Apóstoles se reunieron con su Maestro; pero he
aquí que encuentran la comida preparada para ellos: un pan, con un pez
asado sobre carbones. ¿Qué simboliza este pez, que ellos no pescaron,
que fue sometido al ardor del fuego y que va a servirles de alimento al
salir del agua? La antigüedad cristiana nos explica este nuevo misterio:
el pez es Cristo, que fue probado por los ardientes dolores de su
Pasión, en los que el amor le devoró como fuego; se convirtió en
alimento divino de aquellos que se purificaron atravesando las aguas. Ya
hemos explicado en otro lugar cómo los primeros cristianos habían hecho
una contraseña de la palabra Pez en lengua griega, porque las letras de
esta palabra reproducen en dicha lengua las iniciales de los nombres
del Redentor.
Pero Jesús quiere juntar en un mismo banquete
consigo mismo, Pez divino, a esos otros peces de los hombres que la red
de San Pedro sacó de las aguas. El festín de la Pascua tiene la virtud
de fundir en una misma sustancia por el amor, al manjar y a los
comensales, al Cordero de Dios y a los corderos hermanos suyos, al Pez
divino y a estos otros peces a los cuales está unido por una indisoluble
fraternidad. Inmolados con él, le siguen por doquier, en la pasión y en
la gloria; testigo, el gran diácono Lorenzo, que ve hoy al rededor de
su tumba a la feliz asamblea de los fieles. Imitador de su Maestro hasta
sobre los carbones de la parrilla al rojo, comparte ahora, en una
Pascua eterna, los esplendores de su victoria y los goces infinitos de
su felicidad.
El Ofertorio, formado por las palabras del
Salmo, celebra al maná que el cielo envió a los Israelitas después de
cruzado el Mar Rojo; pero el nuevo maná es tan superior al primero que
sólo alimentó el cuerpo, como la fuente bautismal, que lava los pecados,
supera a las olas vengadoras que sumergieron a Faraón y a su ejército.
OFERTORIO
El Señor abrió las puertas del cielo: y les
llovió maná para que comieran: les dió pan del cielo: pan de Ángeles
comió el hombre. Aleluya.
En la Secreta habla la Iglesia con efusión del
Pan celestial que la alimenta y que es al mismo tiempo la Víctima del
Sacrificio pascual.
SECRETA
Inmolamos, Señor, con pascuales gozos estos
sacrificios, con los que se alimenta y nutre maravillosamente tu santa
Iglesia. Por Jesucristo, nuestro Señor.
"Aquel que hubiere comido de este Pan, dice el
Señor, no morirá." El Apóstol nos dice en la Antífona de la Comunión:
"Cristo resucitado ya no muere." Estos dos textos se unen para explicar
el efecto de la Eucaristía en las almas. Al comer una carne inmortal es
justo que ella nos comunique la vida que en ella reside.
COMUNIÓN
Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no
morirá, aleluya: la muerte no le dominará más. Aleluya, aleluya.
En la
Poscomunión la Santa Iglesia pide que recibamos el fruto del alimento
sagrado que acabamos de participar, el cual nos purifique y sustituya en
nosotros al hombre viejo por el nuevo, que reside en Jesucristo
resucitado.
POSCOMUNIÓN
Dígnate, Señor, librarnos de las reliquias del
hombre viejo; y haz que la participación de tu augusto sacramento nos
confiera un nuevo ser. Tú que vives y reinas por los siglos de los
siglos. Amén.
LA BENDICIÓN DE LOS "AGNUS DEI".
— El Miércoles de Pascua es solemnizado en Roma con la bendición de los
"Agnus Dei"; esta ceremonia la realiza el Papa el primer año de su
pontificado, y después de siete en siete años. Los Agnus Dei son discos
de cera sobre los cuales va impresa por un lado la imagen del Cordero de
Dios y por el otro la de un santo. La costumbre de bendecirlos en la
Pascua es muy antigua; se ha creído encontrar indicios en los monumentos
de la liturgia desde el siglo V; pero los primeros documentos
auténticos remontan solamente al siglo IX. El ceremonial actual es del
siglo XVI.
Sería, pues, irracional decir que esta práctica
fue instituida en memoria del bautismo de los neófitos, en la época en
que se dejó de administrar este sacramento en las festividades
pascuales. También parece demostrado que los neobautizados recibían cada
uno de manos del Papa un Agnus Dei el Sábado de Pascua; de donde se
debe concluir que la administración solemne del bautismo y la bendición
de los Agnus Dei son dos ritos que han coexistido durante cierto tiempo.
La cera que se emplea en la confección de los
Agnus Dei es la del cirio pascual del año anterior a la que se añade
cera ordinaria: antiguamente se mezclaba también con santo Crisma. En la
Edad Media, el cuidado de amasar esta cera y de grabar la marcas
sagradas, pertenecía a los subdiáconos y a los acólitos del palacio; hoy
se les ha asignado a los religiosos de la Orden del Cister que habitan
en Roma en el monasterio de San Bernardo.
La ceremonia se celebra en el palacio
pontifical, en una sala en la que se prepara un gran recipiente de agua
bendita. El Papa se acerca al recipiente y recita esta oración:
"Señor Dios, Padre omnipotente, creador de los
elementos, conservador del género humano, autor de la gracia y de la
salud eterna; Tú, que has ordenado a las aguas que salían del paraíso
regar toda la tierra; Tú, cuyo Hijo unigénito caminó a pie enjuto sobre
las aguas y recibió el bautismo en su seno; que derramó el agua mezclada
con la sangre de su sagrado costado, y ordenó a sus discípulos bautizar
a todas las naciones; sénos propicio y difunde tu bendición sobre
nosotros, que celebramos todas esas maravillas, a fin de que sean
bendecidos y santificados estos objetos que vamos a sumergir en estas
aguas, y que el honor y la veneración que se les concede, nos merezca a
nosotros, tus servidores, la remisión de los pecados, el perdón y la
gracia, y finalmente la vida eterna con tus santos y tus elegidos.
El Pontífice, después de estas palabras,
derrama el bálsamo y el santo crisma sobre el agua del recipiente,
pidiendo a Dios la consagre para el uso al cual debe servir. Se vuelve
después hacia las canastillas en las que están los sellos de cera, y
pronuncia esta oración:
"Oh Dios, autor de toda santificación y cuya
bondad nos acompaña siempre; Tú, que cuando Abraham, el padre de nuestra
fe, se disponía a inmolar a su hijo Isaac por obedecer tu mandato,
quisiste que consumase su sacrificio con la ofrenda de un carnero que
estaba aprisionado entre las zarzas; Tú, que ordenaste por Moisés, tu
siervo, el sacrificio anual de los corderos sin mancha; dígnate por
nuestra oración, bendecir estas figuras de cera que llevan la imagen del
inocentísimo Cordero y santificarlas por la invocación de tu santo
nombre, a fin de que, por su contacto y por su contemplación, se sientan
invitados los fieles a la oración, alejadas las tormentas y las
tempestades y ahuyentados los espíritus del mal por la virtud de la
santa Cruz que aparece impresa en ellas, ante la cual toda rodilla debe
doblarse y toda lengua confesar que Jesucristo, habiendo vencido a la
muerte por el patíbulo de la Cruz, vive y reina en la gloria de Dios
Padre. El es el que, habiendo sido conducido a la muerte como la oveja
al matadero, te ofreció, Padre suyo, el sacrificio de su cuerpo, a fin
de restituir la oveja perdida, que había sido seducida por el fraude del
demonio, y transportarla sobre sus espaldas para reuniría con el rebaño
de la patria celestial.
Oh Dios omnipotente y eterno, autor de las
ceremonias y de los sacrificios de la Ley, que consentiste aplacar tu
cólera, en la que había incurrido el hombre prevaricador, cuando te
ofrecía hostias de expiación; Tú, que aceptaste los sacrificios de Abel,
de Melquisedec, de Abraham, de Moisés y de Aarón; sacrificios que no
eran más que figuras, pero que por tu bendición fueron santificados y
saludables a aquellos que te los ofrecieron humildemente; dígnate hacer
que, del mismo modo que el inocente Cordero, Jesucristo tu Hijo,
inmolado por tu voluntad sobre el altar de la cruz, libró a nuestro
primer padre del poder del demonio; así estos corderos sin mancha que
presentamos a la bendición de tu majestad divina reciban una virtud
bienhechora. Dígnate bendecirlos, santificarlos, consagrarlos, darles la
virtud de proteger a los que los lleven devotamente, contra las
malicias de los demonios, contra las tempestades, la corrupción del
aire, las enfermedades, las quemaduras y los combates del enemigo, y
hacer que sean eficaces para proteger a la madre y a la prole en los
peligros del parto; por Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor."
Después de estas oraciones, el Papa, ceñido con
un lienzo, se sienta cerca de la vasija; sus ministros le traen los
"Agnus Dei"; él los sumerge en el agua, figurando de este modo el
bautismo de nuestros neófitos. En seguida unos prelados los sacan del
agua y los colocan sobre mesas cubiertas de lienzos blancos. Luego el
Pontífice se levanta y dice esta oración:
"Oh Espíritu divino, que fecundas las aguas y
las haces servir para tus más grandes misterios; tú, que las has quitado
su amargor volviéndolas dulces, y que santificándolas con tu hálito te
sirves de ellas para borrar todos los pecados por la invocación de la
Santa Trinidad; dígnate bendecir, santificar y consagrar estos corderos
que han sido sumergidos en el agua santa y ungidos con el óleo y el
santo crisma; reciban de tí virtud contra los esfuerzos de la malicia
del demonio; todos los que les lleven permanezcan en seguridad; no
tengan que temer ningún peligro; la perversidad de los hombres no les
sea nociva; y dígnate servirles de fortaleza y de consuelo.
Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, Cordero
inocente, sacerdote y víctima; Tú, a quien los profetas llamaron la Viña
y la Piedra angular; Tú, que nos has rescatado con tu sangre y que has
señalado con esa sangre nuestros corazones y nuestras frentes, a fin de
que el enemigo al pasar cerca de nuestras casas no nos hiera en su
furor; tú, eres el Cordero sin mancilla cuya inmolación es perpetua, el
Cordero pascual, hecho debajo de las especies sacramentales, remedio y
salud de nuestras almas; tú nos conduces a través del mar del siglo
presente a la resurrección y a la gloria de la eternidad. Dígnate
bendecir, santificar y consagrar estos corderos sin mancha, que en tu
honor hemos hecho de cera virgen y rociado de agua santa, del óleo y del
Crisma sagrados, honrando en ellos tu divina concepción que fué efecto
de la virtud divina. A quienes los lleven sobre sí, presérvalos del
fuego, del rayo, de la tempestad, de toda adversidad; protege por ellos a
las madres que se encuentran en los dolores del alumbramiento, como
asististe a la tuya cuando te dio a luz; y del mismo modo que salvaste a
Susana de la falsa acusación, a la bienaventurada virgen y mártir Tecla
de la hoguera, y a Pedro de los lazos de la cautividad; así dígnate
librarnos de los peligros de este mundo y haz que merezcamos vivir
contigo eternamente.
Inmediatamente los "Agnus Dei" son recogidos
con respeto y reservados para la distribución solemne que debe hacerse
el Sábado siguiente. Es fácil notar la relación que guarda esta
ceremonia con la Pascua: el Cordero pascual es recordado de continuo;
también la inmersión de los corderos de cera presenta una alusión
evidente a la administración del bautismo, que fue durante tantos siglos
la gran solicitud de la Iglesia y los fieles en esta solemne octava.
Las oraciones que hemos citado, en síntesis, no
remontan a la más alta antigüedad; pero el rito que las acompaña
muestra suficientemente la alusión al bautismo, aunque no se encuentre
una expresión directa.
Los "Agnus Dei", por su significación, por la.
bendición del Soberano Pontífice y la naturaleza de los ritos empleados
en su consagración, son uno de los objetos más venerados de la piedad
católica. Desde Roma se difunden por todo el mundo; y con mucha
frecuencia la fe de aquellos que los conservan con respeto, ha sido
recompensada con prodigios. En el pontificado de San Pío V, el Tíber se
desbordó de una manera pavorosa, y amenazaba inundar numerosos barrios
de la ciudad; un "Agnus Dei" arrojado a las aguas las hizo
inmediatamente retroceder. Toda la ciudad fue testigo de este milagro,
que más tarde se examinó en el proceso de beatificación de este gran
Papa.
Año Litúrgico de Dom Guéranger
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