martes, 18 de abril de 2017

MIÉRCOLES DE PASCUA. Del Año Litúrgico de Dom Guéranger.

IDENTIFICACIÓN EN CRISTO POR EL BAUTISMO. — El Apóstol de los Gentiles nos revela otro misterio del agua bautismal que completa éste y se aúna paralelamente con el misterio de la Pascua. Nos enseña que desaparecimos en esta agua, como Cristo en su sepulcro, y que morimos y fuimos sepultados con él (Rom., VI, 4.) Acababa entonces para nosotros nuestra vida de pecadores, pues para vivir en Cristo, era preciso morir al pecado. Contemplando las fuentes sagradas en las cuales fuimos regenerados pensemos que son la tumba donde enterramos al hombre viejo, que no ha de volver a levantarse más. El bautismo por inmersión, usado antes por largo tiempo y que todavía hoy es el que se administra en muchas partes, era una imagen sensible de ese sepultarse; el neófito desaparecía por completo debajo del agua; parecía muerto a su vida anterior, como Cristo a su vida mortal. Pero, así como el Redentor no permaneció en la tumba, sino que resucitó a una vida nueva, del mismo modo también, según la doctrina del Apóstol (Col., II, 12), los bautizados resucitan con él en el instante en que salen del agua, y reciben las arras de la inmortalidad y de la gloria, por ser miembros vivos y auténticos de este Jefe, que no tiene nada de común con la muerte. Y también en esto consiste la Pascua, es decir en el paso de la muerte a la vida. 

MISA 
 
El Introito está formado con las palabras que el Hijo de Dios dirigirá a sus elegidos en el último día del mundo al abrirles su reino. La Iglesia las aplica a sus neófitos, elevando de este modo sus pensamientos hacia la felicidad eterna, cuya esperanza ha sostenido a los mártires en sus combates. 


INTROITO 


Venid, benditos de mi Padre, poseed el reino, aleluya, que os ha sido preparado desde el principio del mundo. Aleluya, aleluya, aleluya.
— Salmo: Cantad al Señor un cántico nuevo: cantad al Señor, tierra toda. Gloria al Padre. 


En la Colecta la Iglesia recuerda a sus hijos que las fiestas de la Liturgia son un medio para arribar a las festividades de la eternidad. Este es el pensamiento y la esperanza que domina en todo el Año litúrgico. Debemos, pues, celebrar la Pascua temporal de manera que merezcamos ser admitidos a los goces de la Pascua eterna. 


COLECTA 


Oh Dios, que nos alegras con la anual solemnidad de la Resurrección del Señor: haz propicio que, por medio de estas fiestas temporales que celebramos, merezcamos llegar a los gozos eternos. Por el mismo Jesucristo. nuestro Señor. 


EPÍSTOLA
 

Lección de los Actos de los Apóstoles (III, 12-15. 1T-19).

En aquellos días, abriendo Pedro su boca, dijo: Varones israelitas, y los que teméis a Dios, oid. El Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis delante de Pilatos, cuando éste juzgaba que debía ser absuelto. Vosotros negasteis al Santo y al Justo, y pedisteis que se os diera el hombre homicida; en cambio, matasteis al Autor de la vida, al que Dios resucitó de entre los muertos, de lo que somos testigos nosotros. Y ahora, hermanos, sé que lo hicisteis por ignorancia, como también vuestros príncipes. Pero Dios, que había predicho por boca de los Profetas que Cristo había de padecer, lo cumplió así. Arrepentios, pues, y convertios, para que sean borrados vuestros pecados. 


También hoy llega a nosotros la voz del Principe de los Apóstoles que proclama la Resurrección del Hombre-Dios. Cuando pronunció este discurso estaba acompañado de San Juan y acababa de obrar en una de las puertas del templo de Jerusalén su primer milagro, la curación de un cojo. El pueblo se había agrupado alrededor de los dos discípulos y por segunda vez Pedro tomaba la palabra en público. El primer discurso había conducido a tres mil al bautismo; éste conquistó cinco mil. El Apóstol ejerció verdaderamente en esas dos ocasiones el oficio de pescador de hombres, que el Salvador le asignó en otra ocasión, cuando le vió por primera vez. 


Admiremos con qué caridad San Pedro invita a los judíos a reconocer en Jesús al Mesías que esperaban. Les da seguridad del perdón, a aquellos mismos que habían renegado de Cristo, y los disculpa atribuyendo a ignorancia una parte de su crimen. Ya que ellos han pedido la muerte de Jesús débil y humillado, consientan al menos hoy que está glorificado, en reconocerle por lo que es, y su pecado les será perdonado. En una palabra, humíllense y serán salvos. Dios llamaba de este modo a sí a los hombres rectos y de buena voluntad; y continúa haciéndolo en nuestros días. Jerusalén dio algunos; pero la mayor parte rechazó la invitación. Lo mismo ocurre en nuestros días; roguemos y pidamos sin cesar para que la pesca sea cada vez más abundante y el festín de la Pascua más concurrido. 


GRADUAL 


Este es el día que hizo el Señor: gocémonos y alegrémonos en él.  
V. La diestra del Señor ejerció su poder, la diestra del Señor me ha exaltado.
Aleluya, aleluya. V. El Señor resucitó verdaderamente y se apareció a Pedro.



EVANGELIO 


Continuación del santo Evangelio según San Juan (XXI, 1-14).




En aquel tiempo se manifestó otra vez Jesús a sus discípulos junto al mar de Tiberiades. Y se manifestó así: Estaban juntos Simón Pedro y Tomás, el llamado Dídimo, y Natanael, que era de Caná de Galilea, y los hijos del Zebedeo, y otros dos discípulos suyos. Díjoles Simón Pedro: Voy a pescar. Dijéronle ellos: Vamos también nosotros contigo. Y salieron y subieron a la barca: y aquella noche no pescaron nada. Y, llegada la mañana, se presentó Jesús en la orilla: pero los discípulos no conocieron que era Jesús. Díjoles, pues, Jesús: Muchachos: ¿tenéis algo que comer? Respondiéronle: No. Díjoles: Lanzad la red a la derecha de la barca y encontraréis. Y la lanzaron: y ya no podían sacarla fuera, por la multitud de los peces. Dijo entonces a Pedro aquel discípulo a quien amaba Jesús: ¡Es el Señor! Cuando oyó Simón Pedro que era el Señor se ciñó la túnica (pues estaba desnudo), y se echó al mar. Y los otros discípulos vinieron con la barca (porque no estaban lejos de la orilla, sino sólo a unos doscientos codos), trayendo la red con los peces. Y, cuando bajaron a tierra, vieron unas brasas preparadas, y un pez sobre ellas, y un pan. Díjoles Jesús: Traed los peces que habéis pescado ahora. Subió Simón Pedro, y trajo a tierra la red, llena de ciento cincuenta y tres peces grandes. Y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió. Díjoles Jesús: Venid, comed. Y nadie de los que comían se atrevió a preguntarle: ¿Quién eres tú?, sabiendo que era el Señor. Y fue Jesús, y tomó el pan, y se lo dió. Y lo mismo el pez. Esta fue la tercera vez que se apareció Jesús a sus discípulos después de resucitar de entre los muertos. 


EL MISTERIO DE LA PESCA MILAGROSA. — Jesús se apareció a sus discípulos reunidos en la tarde del día de Pascua; y de nuevo se mostró a ellos ocho días después, como diremos luego. El Evangelio de hoy nos refiere una tercera aparición, que fue sólo para siete discípulos, a orillas del lago de Genesareth, llamado también por su vasta extensión el mar de Tiberiades. Nada más conmovedor que esta alegría respetuosa de los Apóstoles ante la aparición de su Maestro, que se digna servirles una comida. Juan, antes que ningún otro, ha notado la presencia de Jesús; no nos asombremos; su gran pureza esclareció la mirada de su alma; está escrito: "Bienaventurados los que tienen el corazón puro, porque ellos verán a Dios." (San Mat., V, 8.) Pedro se arroja a las olas para llegar antes a la presencia de su Maestro; se exteriorizaba como el Apóstol impetuoso, pero que ama más que los otros. ¡Cuántos misterios en esta admirable escena! 


FIEL. — Existe ciertamente una pesca; es el ejercicio del apostolado para la Santa Iglesia. Pedro es el gran pescador; a él le toca determinar cuándo y cómo es preciso arrojar la red. Los otros Apóstoles se unen a él, y Jesús está con todos. Está atento a la pesca, él la dirige; porque el resultado es para él. Los peces son los fleles; pues, como lo hemos señalado en otra parte, el cristiano, en el lenguaje de los primeros siglos, es un pez. Sale del agua; y en el agua recibe la vida. Ya hemos visto antes cómo fue propicia a los israelitas el agua del Mar Rojo. En nuestro Evangelio encontramos también el Tránsito: el paso del agua del lago de Genesareth a la mesa del Rey del cielo. La pesca fue abundante, en lo cual se encierra un misterio que no nos es dado penetrar. Solamente al fin del mundo, cuando la pesca sea completa, entonces comprenderemos quiénes son estos ciento cincuenta y tres peces grandes. Este número misterioso significa, sin duda, otras tantas fracciones de la familia humana, conducidas sucesivamente al Evangelio por el apostolado; pero no habiéndose cumplido aún el tiempo, el libro permanece sellado. 


CRISTO. — De vuelta a la ribera, los Apóstoles se reunieron con su Maestro; pero he aquí que encuentran la comida preparada para ellos: un pan, con un pez asado sobre carbones. ¿Qué simboliza este pez, que ellos no pescaron, que fue sometido al ardor del fuego y que va a servirles de alimento al salir del agua? La antigüedad cristiana nos explica este nuevo misterio: el pez es Cristo, que fue probado por los ardientes dolores de su Pasión, en los que el amor le devoró como fuego; se convirtió en alimento divino de aquellos que se purificaron atravesando las aguas. Ya hemos explicado en otro lugar cómo los primeros cristianos habían hecho una contraseña de la palabra Pez en lengua griega, porque las letras de esta palabra reproducen en dicha lengua las iniciales de los nombres del Redentor. 


Pero Jesús quiere juntar en un mismo banquete consigo mismo, Pez divino, a esos otros peces de los hombres que la red de San Pedro sacó de las aguas. El festín de la Pascua tiene la virtud de fundir en una misma sustancia por el amor, al manjar y a los comensales, al Cordero de Dios y a los corderos hermanos suyos, al Pez divino y a estos otros peces a los cuales está unido por una indisoluble fraternidad. Inmolados con él, le siguen por doquier, en la pasión y en la gloria; testigo, el gran diácono Lorenzo, que ve hoy al rededor de su tumba a la feliz asamblea de los fieles. Imitador de su Maestro hasta sobre los carbones de la parrilla al rojo, comparte ahora, en una Pascua eterna, los esplendores de su victoria y los goces infinitos de su felicidad. 


El Ofertorio, formado por las palabras del Salmo, celebra al maná que el cielo envió a los Israelitas después de cruzado el Mar Rojo; pero el nuevo maná es tan superior al primero que sólo alimentó el cuerpo, como la fuente bautismal, que lava los pecados, supera a las olas vengadoras que sumergieron a Faraón y a su ejército. 


OFERTORIO
 

El Señor abrió las puertas del cielo: y les llovió maná para que comieran: les dió pan del cielo: pan de Ángeles comió el hombre. Aleluya. 


En la Secreta habla la Iglesia con efusión del Pan celestial que la alimenta y que es al mismo tiempo la Víctima del Sacrificio pascual. 


SECRETA
 

Inmolamos, Señor, con pascuales gozos estos sacrificios, con los que se alimenta y nutre maravillosamente tu santa Iglesia. Por Jesucristo, nuestro Señor. 


"Aquel que hubiere comido de este Pan, dice el Señor, no morirá." El Apóstol nos dice en la Antífona de la Comunión: "Cristo resucitado ya no muere." Estos dos textos se unen para explicar el efecto de la Eucaristía en las almas. Al comer una carne inmortal es justo que ella nos comunique la vida que en ella reside.


COMUNIÓN


Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no morirá, aleluya: la muerte no le dominará más. Aleluya, aleluya. 

En la Poscomunión la Santa Iglesia pide que recibamos el fruto del alimento sagrado que acabamos de participar, el cual nos purifique y sustituya en nosotros al hombre viejo por el nuevo, que reside en Jesucristo resucitado. 


POSCOMUNIÓN 


Dígnate, Señor, librarnos de las reliquias del hombre viejo; y haz que la participación de tu augusto sacramento nos confiera un nuevo ser. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén. 


LA BENDICIÓN DE LOS "AGNUS DEI". — El Miércoles de Pascua es solemnizado en Roma con la bendición de los "Agnus Dei"; esta ceremonia la realiza el Papa el primer año de su pontificado, y después de siete en siete años. Los Agnus Dei son discos de cera sobre los cuales va impresa por un lado la imagen del Cordero de Dios y por el otro la de un santo. La costumbre de bendecirlos en la Pascua es muy antigua; se ha creído encontrar indicios en los monumentos de la liturgia desde el siglo V; pero los primeros documentos auténticos remontan solamente al siglo IX. El ceremonial actual es del siglo XVI. 


Sería, pues, irracional decir que esta práctica fue instituida en memoria del bautismo de los neófitos, en la época en que se dejó de administrar este sacramento en las festividades pascuales. También parece demostrado que los neobautizados recibían cada uno de manos del Papa un Agnus Dei el Sábado de Pascua; de donde se debe concluir que la administración solemne del bautismo y la bendición de los Agnus Dei son dos ritos que han coexistido durante cierto tiempo. 


La cera que se emplea en la confección de los Agnus Dei es la del cirio pascual del año anterior a la que se añade cera ordinaria: antiguamente se mezclaba también con santo Crisma. En la Edad Media, el cuidado de amasar esta cera y de grabar la marcas sagradas, pertenecía a los subdiáconos y a los acólitos del palacio; hoy se les ha asignado a los religiosos de la Orden del Cister que habitan en Roma en el monasterio de San Bernardo.


La ceremonia se celebra en el palacio pontifical, en una sala en la que se prepara un gran recipiente de agua bendita. El Papa se acerca al recipiente y recita esta oración: 


"Señor Dios, Padre omnipotente, creador de los elementos, conservador del género humano, autor de la gracia y de la salud eterna; Tú, que has ordenado a las aguas que salían del paraíso regar toda la tierra; Tú, cuyo Hijo unigénito caminó a pie enjuto sobre las aguas y recibió el bautismo en su seno; que derramó el agua mezclada con la sangre de su sagrado costado, y ordenó a sus discípulos bautizar a todas las naciones; sénos propicio y difunde tu bendición sobre nosotros, que celebramos todas esas maravillas, a fin de que sean bendecidos y santificados estos objetos que vamos a sumergir en estas aguas, y que el honor y la veneración que se les concede, nos merezca a nosotros, tus servidores, la remisión de los pecados, el perdón y la gracia, y finalmente la vida eterna con tus santos y tus elegidos. 


El Pontífice, después de estas palabras, derrama el bálsamo y el santo crisma sobre el agua del recipiente, pidiendo a Dios la consagre para el uso al cual debe servir. Se vuelve después hacia las canastillas en las que están los sellos de cera, y pronuncia esta oración: 


"Oh Dios, autor de toda santificación y cuya bondad nos acompaña siempre; Tú, que cuando Abraham, el padre de nuestra fe, se disponía a inmolar a su hijo Isaac por obedecer tu mandato, quisiste que consumase su sacrificio con la ofrenda de un carnero que estaba aprisionado entre las zarzas; Tú, que ordenaste por Moisés, tu siervo, el sacrificio anual de los corderos sin mancha; dígnate por nuestra oración, bendecir estas figuras de cera que llevan la imagen del inocentísimo Cordero y santificarlas por la invocación de tu santo nombre, a fin de que, por su contacto y por su contemplación, se sientan invitados los fieles a la oración, alejadas las tormentas y las tempestades y ahuyentados los espíritus del mal por la virtud de la santa Cruz que aparece impresa en ellas, ante la cual toda rodilla debe doblarse y toda lengua confesar que Jesucristo, habiendo vencido a la muerte por el patíbulo de la Cruz, vive y reina en la gloria de Dios Padre. El es el que, habiendo sido conducido a la muerte como la oveja al matadero, te ofreció, Padre suyo, el sacrificio de su cuerpo, a fin de restituir la oveja perdida, que había sido seducida por el fraude del demonio, y transportarla sobre sus espaldas para reuniría con el rebaño de la patria celestial. 


Oh Dios omnipotente y eterno, autor de las ceremonias y de los sacrificios de la Ley, que consentiste aplacar tu cólera, en la que había incurrido el hombre prevaricador, cuando te ofrecía hostias de expiación; Tú, que aceptaste los sacrificios de Abel, de Melquisedec, de Abraham, de Moisés y de Aarón; sacrificios que no eran más que figuras, pero que por tu bendición fueron santificados y saludables a aquellos que te los ofrecieron humildemente; dígnate hacer que, del mismo modo que el inocente Cordero, Jesucristo tu Hijo, inmolado por tu voluntad sobre el altar de la cruz, libró a nuestro primer padre del poder del demonio; así estos corderos sin mancha que presentamos a la bendición de tu majestad divina reciban una virtud bienhechora. Dígnate bendecirlos, santificarlos, consagrarlos, darles la virtud de proteger a los que los lleven devotamente, contra las malicias de los demonios, contra las tempestades, la corrupción del aire, las enfermedades, las quemaduras y los combates del enemigo, y hacer que sean eficaces para proteger a la madre y a la prole en los peligros del parto; por Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor." 


Después de estas oraciones, el Papa, ceñido con un lienzo, se sienta cerca de la vasija; sus ministros le traen los "Agnus Dei"; él los sumerge en el agua, figurando de este modo el bautismo de nuestros neófitos. En seguida unos prelados los sacan del agua y los colocan sobre mesas cubiertas de lienzos blancos. Luego el Pontífice se levanta y dice esta oración:


"Oh Espíritu divino, que fecundas las aguas y las haces servir para tus más grandes misterios; tú, que las has quitado su amargor volviéndolas dulces, y que santificándolas con tu hálito te sirves de ellas para borrar todos los pecados por la invocación de la Santa Trinidad; dígnate bendecir, santificar y consagrar estos corderos que han sido sumergidos en el agua santa y ungidos con el óleo y el santo crisma; reciban de tí virtud contra los esfuerzos de la malicia del demonio; todos los que les lleven permanezcan en seguridad; no tengan que temer ningún peligro; la perversidad de los hombres no les sea nociva; y dígnate servirles de fortaleza y de consuelo. 


Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, Cordero inocente, sacerdote y víctima; Tú, a quien los profetas llamaron la Viña y la Piedra angular; Tú, que nos has rescatado con tu sangre y que has señalado con esa sangre nuestros corazones y nuestras frentes, a fin de que el enemigo al pasar cerca de nuestras casas no nos hiera en su furor; tú, eres el Cordero sin mancilla cuya inmolación es perpetua, el Cordero pascual, hecho debajo de las especies sacramentales, remedio y salud de nuestras almas; tú nos conduces a través del mar del siglo presente a la resurrección y a la gloria de la eternidad. Dígnate bendecir, santificar y consagrar estos corderos sin mancha, que en tu honor hemos hecho de cera virgen y rociado de agua santa, del óleo y del Crisma sagrados, honrando en ellos tu divina concepción que fué efecto de la virtud divina. A quienes los lleven sobre sí, presérvalos del fuego, del rayo, de la tempestad, de toda adversidad; protege por ellos a las madres que se encuentran en los dolores del alumbramiento, como asististe a la tuya cuando te dio a luz; y del mismo modo que salvaste a Susana de la falsa acusación, a la bienaventurada virgen y mártir Tecla de la hoguera, y a Pedro de los lazos de la cautividad; así dígnate librarnos de los peligros de este mundo y haz que merezcamos vivir contigo eternamente. 


Inmediatamente los "Agnus Dei" son recogidos con respeto y reservados para la distribución solemne que debe hacerse el Sábado siguiente. Es fácil notar la relación que guarda esta ceremonia con la Pascua: el Cordero pascual es recordado de continuo; también la inmersión de los corderos de cera presenta una alusión evidente a la administración del bautismo, que fue durante tantos siglos la gran solicitud de la Iglesia y los fieles en esta solemne octava. 


Las oraciones que hemos citado, en síntesis, no remontan a la más alta antigüedad; pero el rito que las acompaña muestra suficientemente la alusión al bautismo, aunque no se encuentre una expresión directa. 


Los "Agnus Dei", por su significación, por la. bendición del Soberano Pontífice y la naturaleza de los ritos empleados en su consagración, son uno de los objetos más venerados de la piedad católica. Desde Roma se difunden por todo el mundo; y con mucha frecuencia la fe de aquellos que los conservan con respeto, ha sido recompensada con prodigios. En el pontificado de San Pío V, el Tíber se desbordó de una manera pavorosa, y amenazaba inundar numerosos barrios de la ciudad; un "Agnus Dei" arrojado a las aguas las hizo inmediatamente retroceder. Toda la ciudad fue testigo de este milagro, que más tarde se examinó en el proceso de beatificación de este gran Papa.


Año Litúrgico de Dom Guéranger


 

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