JESÚS Y SU MADRE. — En
este día del Sábado volvámonos hacia María, y contemplémosla de nuevo en
medio de las alegrías de la Resurrección de su Hijo. Había atravesado
con Él un mar de dolores; ningún sufrimiento de Jesús dejó de sentir en
sí misma en la medida posible a una criatura; ninguna tampoco de las
grandezas de la Resurrección del Redentor dejó de comunicársela en la
misma medida. Era justo que aquella a quien Dios había concedido la
gracia y el mérito de participar en la obra de la redención, tuviese
también su parte en las prerrogativas de su Hijo resucitado. Su alma se
elevó a nuevas alturas; la gracia la inundó de favores que no había
recibido hasta entonces y tanto sus obras como sus sentimientos
adquirieron un nuevo grado de perfección celestial.
MARÍA RESUCITADA CON JESÚS.
— Al hacerla confidente de su primera aparición momentos después de su
Resurrección la comunicó esta nueva vida que ha comenzado; y nosotros no
debemos extrañarnos, puesto que ya sabemos que el simple cristiano,
purificado por la compasión de los dolores de Jesús, que se une después
con la Iglesia al misterio de la Pascua, se hace también participante de
la vida del Salvador resucitado. Esta trasformación débil en nosotros, y
con frecuencia demasiado fugaz, se operó en María en toda la plenitud
que exigían a la vez su alta vocación y su incomparable fidelidad; y se
podía decir de ella de muy distinto modo que de nosotros, que resucitó
verdaderamente con su Hijo.
Al pensar en estos cuarenta días durante los
cuales María ha de poseer aún a su divino Hijo sobre la tierra, nuestro
pensamiento se traslada a los otros cuarenta días en que la vimos
inclinada sobre la cuna de Jesús recién nacido. Entonces formábamos una
corona de pleitesía al rededor de esta dichosa Madre que amamantaba a su
Hijo, se oían los conciertos de los ángeles, se veía llegar a los
pastores y poco después a los Magos; todo era dulzura y encanto. Pero el
Emmanuel que nuestros ojos contemplaban entonces nos conmovía sobre
todo por su humildad; en él reconocíamos al Cordero venido para borrar
los pecados del mundo: nada presagiaba aún al Dios fuerte. ¡Qué cambio
se obró desde esta época! Antes de llegar a las alegrías que la rodean
en este momento ¡qué de dolores han oprimido el corazón de María! La
espada predicha por Simeón ha sido rota para siempre; pero cuán aguda
fue su punta y cruel su filo. Hoy María puede decir con el Profeta: "En
el grado que las angustias de mi corazón fueron vivas y punzantes, en
ese mismo grado la dicha le alegra hoy". El Cordero se ha convertido en
el león de la tribu de Judá y María, Madre del niño de Belén, es
también Madre del poderoso triunfador.
LAS APARICIONES A MARÍA.
— ¡Con qué complacencia este vencedor de la muerte presenta ante los
ojos de María los esplendores de su gloria! Helo aquí tal como debía
parecer después del cumplimiento de su misión, ese Rey de los siglos a
quien ella llevó nueve meses en su seno, a quien alimentó con su leche,
el que, a pesar de ser todo un Dios, la honrará eternamente como a su
Madre. Durante los cuarenta días de la Resurrecición la rodea con todas
las exquisiteces de su ternura, procura colmar sus anhelos maternales
apareciéndosele frecuentemente. ¡Qué emocionantes e íntimas son las
entrevistas de Hijo y Madre! ¡Qué sentida es la mirada de María al
contemplar a su Jesús tan diferente de lo que parecía poco ha y sin
embargo de eso siempre el mismo! Sus rasgos tan familiares a María se
han tornado en brillo desconocido en la tierra; las llagas impresas aún
en sus miembros le embellecen con los rayos de una luz inefable que
desvanece todo recuerdo de dolor. ¿Qué decir de la mirada de Jesús al
contemplar a María su Madre, su asociada en la obra de la salvación de
los hombres, la criatura perfecta, digna de más amor que todos los seres
juntos? ¡Qué coloquios aquellos de un tal Hijo con una Madre tal, en la
víspera de la Ascensión, de esa partida que ha de separar todavía por
algún tiempo al uno del otro! Ningún mortal osaría dar a conocer las
expansiones a que se entregaron en estos instantes demasiado breves: la
eternidad nos las revelará; pero nuestro corazón, si ama al Hijo y a la
Madre, adivinará algo. Jesús quiere resarcir a María de las largas que
el ministerio de Madre de los hombres le impone aquí abajo: María, más
dichosa que en otro tiempo la hermana de Marta, escucha su palabra, y se
alimenta en el éxtasis de amor. Oh María, por esas horas de felicidad
que compensaron las horas tan largas y tan amargas de la Pasión de
tu Hijo, pide para nosotros que se digne hacerse sentir y gustar en
nuestros corazones en este valle de lágrimas donde "estamos de viaje
lejos de Él" esperando el momento en que nos reunamos a Él para no
separarnos jamás.
Año Litúrgico de Dom Guéranger
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