JESÚS Y LOS SANTOS DEL ANTIGUO TESTAMENTO.—
Los Apóstoles y las santas mujeres no son las únicas en gozar de la
presencia de Jesús resucitado; un pueblo innumerable de justos, cuyo Rey
es, le solicita también el favor de verle y de tratarle en su santa
humanidad.
Embebidos por las magnificencias de la
Resurrección, hemos olvidado a esos cautivos que el alma bienaventurada
del Redentor fue a visitar, durante las horas de la muerte, en las
prisiones en que tantos amigos de Dios agrupados alrededor de Abrahán
esperaban la aurora de la luz eterna. Desde la hora de Nona del Viernes
Santo hasta el comienzo del día del Domingo, el alma divina del Emmanuel
quedó con esos felices prisioneros, que puso con su presencia en
posesión de la suprema bienaventuranza. Pero habiendo llegado la hora en
que el vencedor de la muerte iba a entrar en su triunfo, no podía dejar
tras de sí cautivas a esas almas, libres ya por su muerte y su
resurrección. En el momento indicado, el alma de Jesús se lanza hasta el
seno del sepulcro, donde vuelve a animar a su cuerpo glorioso; y la
multitud de almas santas, volviendo de los limbos en pos de él, le
sirven de cortejo, saltando de gozo.
Estas almas, el día de la Ascensión, formarán
su corte, y se levantarán con él; pero la puerta del cielo está aún
cerrada; deben esperar el término de los cuarenta días que el Redentor
va a consagrar en la edificación de su Iglesia. Invisibles ellas a las
miradas de los mortales, vuelan por encima de esta morada que fue la
suya, y donde conquistaron la recompensa eterna. Nuestro primer padre
vuelve a ver esta tierra que él cultivó con el sudor de su frente; Abel
admira el poder de la sangre divina que dió voces impetrando la
misericordia, mientras que la suya no imploró sino sólo la justicia.
(Hebr., XII, 24); Noé recorre con la mirada esta multitud de hombres que cubre el globo, nacido todo entero
de sus tres hijos; Abrahán, el padre de los creyentes, Isaac y Jacob,
saludan el momento en que se va a cumplir en el mundo la promesa que les
fue hecha, de que todas las generaciones serían bendecidas en Aquel que
saldría de su raza; Moisés vuelve a encontrar a su pueblo, en cuyo seno
el enviado "mayor que él", a quien había anunciado, encontró tan pocos
discípulos y tantos enemigos; Job, que representa a los elegidos de la
gentilidad está gozoso de ver a "este Redentor vivo" (Job, XIX, 25) en
quien esperaba en su infortunio; David, dominado de grande entusiasmo,
prepara para la eternidad cánticos más bellos aún, en alabanza del
divino Esposo de la naturaleza humana; Isaías y los otros Profetas ven
el cumplimiento literal de todo lo que ellos predijeron; en fin, el
ejército entero de los justos, cuyas filas están formadas por los
elegidos de todos los siglos y naciones, contempla con tristeza las
huellas vergonzosas del politeísmo y de la idolatría que han invadido
una parte tan grande de la tierra y ansia con todo el ardor de sus
deseos el momento en que la palabra evangélica suene para despertar de
su sueño a tantos pueblos sentados en las sombras de la muerte.
Pero del mismo modo que en el día en que los
elegidos salgan de sus tumbas y se lancen a los aires delante de Cristo,
semejantes, nos dice el Salvador "a las águilas que una misma presa ha
reunido." (S. Mateo, XXIV, 28); así, las almas bienaventuradas desearán
agruparse alrededor de su libertador. Es su imán; su vista les alimenta,
y las comunicaciones con él les causan inefables delicias. Jesús
condesciende a los deseos de esos "benditos de su padre" que están en
vísperas de "poseer el reino que les está preparado desde la creación
del mundo" (Ibíd., XXV, 34) y se deja seguir y acompañar por ellos.
¡Con qué ternura San José, a la sombra de su
hijo adoptivo, contempla a su esposa, convertida al pie de la Cruz en
Madre de los hombres! ¿Quién podría describir la dicha de Ana y de
Joaquín, a la vista de su hija que ya "todas las generaciones llamarán
Bienaventurada?" (S. Luc., 1, 48.) S. Juan el Precursor, santificado
desde el seno de su madre al oír la voz de María, ¡qué felicidad la suya
al ver a la que dio al mundo el Cordero que quita todos los pecados!
¡Con qué amorosas miradas consideran las almas bienaventuradas a los
Apóstoles, esos futuros conquistadores de la tierra que su Maestro arma
en este momento para los combates! Por ellos la tierra, llevada pronto
al conocimiento del verdadero Dios, enviará al cielo numerosos elegidos
que subirán sin interrupción hasta el fin de los tiempos.
Honremos hoy a los invisibles testigos de los
preparativos de la divina misericordia para la salvación del mundo.
Pronto, nuestras miradas seguirán su vuelo hacia la patria celestial, de
la cual irán a tomar posesión en nombre de la humanidad rescatada.
Desde el limbo hasta el empíreo, la distancia es larga; recordemos su
morada de cuarenta días en la primera patria, teatro de sus pruebas y de
sus virtudes. Al volver a ver la tierra, la han santificado y la ruta
que van pronto a seguir tras los pasos del Redentor, quedará abierta
para nosotros.
Año Litúrgico de Dom Guéranger
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