GRANDEZA DE SAN ALBERTO. — En un ventanal
de la iglesia de los Dominicos de Colonia se podían
leer, desde 1300, las palabras siguientes:
"Este santuario fué construido por el obispo Alberto,
flor de los filósofos y de los sabios, cátedra
de costumbres, debelador admirable de herejías
y azote de los malvados. Ponle, Señor en
el número de tus Santos".
Este anhelo le realizó
el Soberano Pontífice Pío XI al canonizarle de
un modo desusado, es decir, por una carta decretal [1] en la que le declaraba a la vez Doctor,
de toda la Iglesia.
Pero el culto del Santo Doctor
comenzó poco después de su muerte y la
Santa Sede le aprobó, porque el Señor había
manifestado la gloria y santidad de su siervo
con muchos milagros. El Papa nos hace ver en
su Carta esta gloria y esta santidad y en lo que
dice él nos fundamos para escribir esta noticia.
LA SABIDURÍA. — "Aquel, dice, a quien saludaron
los siglos con el nombre de Grande, mereció
con razón este elogio. Fué Grande en el
reino de los cielos, según la palabra del Evangelio, por haber practicado y enseñado la ley
divina y por haber hermanado en sí la ciencia
y la santidad. Tenia por naturaleza, se ha dicho,
el instinto de las cosas grandes. Por eso, a ejemplo
de Salomón, pidió con ruegos el don de sabiduría
que une íntimamente al hombre con
Dios, dilata los corazones y arrastra a las alturas
el espíritu de los fieles. Y la sabiduría le
enseñó el secreto de saber juntar una vida intelectual
intensa con una vida interior profunda y una vida apostólica fructuosísima, pues él
fué todo a la vez, autor de un fuerte movimiento
intelectual, un gran contemplativo y un hombre
de acción"[2] .
SU CIENCIA Y SU SANTIDAD. — Prefiriendo la
oración al estudio, quiso llegar a ser un religioso
santo. Pero el estudio santificado por la oración
le permitió asimilarse con suma facilidad las
cuestiones más difíciles de las ciencias profanas
y beber en abundancia en las fuentes de la ley
divina, en las aguas de la doctrina más saludable
cuya plenitud poseía ya en su corazón. A la
vez que contemplaba los temas más divinos y
más filosóficos, se interesaba por todas las otras
ciencias humanas, y a ellas llevaba las luces de
su ingenio. Basta leer los títulos de las obras
casi innumerables de Alberto Magno, para echar
de ver que ninguna ciencia le era desconocida:
ciencias naturales experimentales como la mineralogía, la botánica, la zoología; ciencias abstractas:
matemáticas, filosofía, metafísica. Gran
mérito suyo es el haber comprendido el valor de
las obras de Aristóteles y haber sabido desvanecer
las prevenciones que alimentaban contra
este filósofo pagano los mejores espíritus de su
tiempo. Acertó a ponerle al servicio de la teología
y de la Iglesia, allanando el camino de ese
modo a su gran discípulo Santo Tomás de
Aquino.
Vemos en él, efectivamente, una sed insaciable
de verdad, una atención que no conoce el
cansancio para observar los hechos naturales,
un amor a los monumentos de la sabiduría antigua;
pero sobre todo un espíritu religioso que
le hace percibir claramente la sabiduría admirable
que brilla, en las criaturas. Tal fué, en
efecto, el fin supremo y constante de la vida
intelectual de Alberto Magno: todo lo que de
bello y verdadero pudo descubrir en la ciencia
pagana, lo quiso ofrecer y consagrar al
Criador, origen de toda verdad, suma de toda
belleza, esencia de toda perfección. "Pues no es
grande tan sólo como Doctor, lo es también en
otro terreno, al orientar la doctrina hacia la vida
del alma. Consagró todos sus conocimientos, toda
su ciencia, su vida entera al servicio de Dios"[3] y su obra teológica da fe de una piedad tan
tierna, de un deseo tan ardiente de llevar las almas a Cristo, que en ella se advierte el lenguaje
de un Santo que habla de cosas santas.
SU APOSTOLADO.—Finalmente, este intelectual,
este contemplativo fué apóstol: provincial de
Germania, obispo de Ratisbona, predicador de
la Cruzada, se mostró incansable en desarraigar
los vicios, hábil en resolver conflictos, lleno de
celo en la administración de los sacramentos,
amigo de los pobres. No nos admiremos de que los antiguos afirmasen
que Alberto Magno era "la maravilla de
su siglo", ni de que le saludasen con el título
de "Doctor universal", ni de que los que le han
sucedido le admiren "como sabio, como diplomático,
como Príncipe de la Iglesia y sobre todo,
como Santo".
SU EJEMPLO. — "A Alberto Magno, ciertamente,
por razón de la alteza de sus ocupaciones, no
se le puede imitar en todo. A pesar de eso, todos
tenemos nuestra ocupación, por modesta que sea.
Y ¡qué ejemplo de vida perfecta nos deja este
religioso humilde de corazón y grande de espíritu, que comprendió lo que el Señor le exigía
y lo realizó con toda su fe, su confianza y su celo!,
Aquí encontramos verdaderamente un ejemplo
de la magnanimidad sobrenatural que con la
ayuda de Dios, tiende hacia las cosas grandes
que él nos pide"[4] .
VIDA. — Alberto Magno nació en Lauingen, Baviera,
hacia el año 1206. En su infancia recibió educación
esmerada, y luego fué a estudiar Derecho a Padua.
Allí se encontró con el Beato Jordán, Maestro general
de los Frailes Predicadores, cuyos consejos le animaron
a entrar en la familia dominicana. Al poco
tiempo se distinguió por su filial y tierna devoción a
la Virgen María y por la fidelidad de su observancia
monástica. Enviado a Colonia para perfeccionar allí
sus estudios, se le vió tan aplicado, que se diría haber
penetrado todas las ciencias humanas más que
otro cualquiera de sus contemporáneos.
Considerado capaz de enseñar, se le nombró lector
de Hildesheim, Friburgo, Ratisbona, Estrasburgo y,
por fin, de la Universidad de París, donde hizo ver la
armonía que existe entre la fe y la razón, entre las
ciencias paganas y la ciencia Sagrada... El más ilustre
de sus discípulos fué Santo Tomás de Aquino, que
luego le sucedió en la Sorbona.
Volvió a Colonia a dirigir los estudios generales de
su Orden, se le nombró Provincial de Alemania y, al
fin, obispo de Ratisbona. Aquí gastó su vida en favor
de su rebaño y conservó sus costumbres de sencillez
religiosa. Pero en 1262, a los dos años próximamente,
presentó la dimisión. A partir de este momento, ejerce
el ministerio de la predicación, actúa como árbitro
y pacificador de príncipes y obispos, asiste al segundo
concilio de Lyon y muere en 1280. Por un Decreto del
16 de diciembre de 1931, Pío XI le colocó en el número
de los Santos y le nombró Doctor de la Iglesia Universal.
AMOR A LA SABIDURÍA.'—-"Sé nuestro intercesor,
oh San Alberto, tú, que, al buscar con empeño
la sabiduría y la virtud desde tus años mozos
y al llevar alegremente el yugo del Señor, sólo buscaste someter todo tu pensamiento a la
obediencia de Cristo. En cambio, Cristo ha querido
en nuestros días completar tu gloria presentándote
ante nosotros como "una antorcha
luminosa que alumbra al cuerpo de toda la
Iglesia", porque trabajaste no para ti solo, sino
para todos los que buscan la verdad.
"Alcánzanos el amor de esta sabiduría que
en tal alto grado poseíste. Y en una época en
que la ciencia se atreve a levantarse contra la
fe, y deja al Maestro de toda ciencia y cae en
el materialismo, demuéstranos que entre la ciencia
y la fe, entre la verdad y el bien, entre los
dogmas y la santidad no existe oposición ninguna,
sino, al contrario, una cohesión íntima;
que el estudio y la práctica de la perfección
cristiana no va contra el talento personal, ni
contra la fuerza de voluntad, ni se opone a la
actividad política, antes bien la gracia perfecciona
a la naturaleza y la comunica su nobleza
admirable.
LA PAZ. — "En estos días en que todos los pueblos
desean la paz, pero no se ponen de acuerdo
sobre los medios para obtenerla y hasta olvidan
los fundamentos de una paz verdadera, volvemos nuestros ojos a ti con confianza. Todo tu"
ser reflejaba la imagen de Cristo, Príncipe de la •
paz; tuviste en grado eminente el don de la conciliación, gracias a la autoridad de que se hallaba
aureolada tu fama doctrinal y tu reputación de santidad; también tomaste parte con
frecuencia y felizmente en poner paz entre los
estados, los príncipes y los individuos. Restablece,
consolida la paz entre nosotros otorgándonos
el amor a la justicia, la sumisión a la ley
divina, y el buscar lo único necesario, a Dios,
hacia quien todos caminamos y que es el único
que puede unirnos sólidamente y de verdad, en
esta vida y en la otra" [5]
Pide a Dios que la juventud acuda a la enseñanza cristiana con el contento con que rodeaba
tu cátedra.
DEVOCIÓN A NUESTRA SEÑORA. — En fin, comunícanos
tu encendida devoción hacia el misterio
de la Encarnación, tu amor tierno a la Bienaventurada
Virgen y permítenos usar tus propias
palabras para repetir contigo: "¡Bendita
seas, humanidad de mi Salvador, que te has
unido a la divinidad en el seno de una Madre
Virgen! ¡Bendita seas, sublime y eterna divinidad,
que has querido descender hasta nosotros
en la envoltura de nuestra carne! ¡Bendita seas
por siempre tú, oh Divinidad, que por la virtud
del Espíritu Santo te uniste a una carne virginal!
¡Bendita seas, también tú, oh María, a quien
escogió para su morada la plenitud de la divinidad!
¡Oh morada de la plenitud del Espíritu
Santo, yo te saludo! ¡Bendita sea igualmente la purísima humanidad del Hijo, que consagrada
por el Padre, nació de ti. ¡Salve, Virginidad sin
mancha, elevada ahora por encima de todos los
coros de los ángeles! ¡Alégrate, Reina del mundo,
por haber sido juzgada digna de convertirte
en templo de la purísima humanidad de Cristo!
¡Regocíjate y salta de gozo, Virgen de vírgenes,
cuya carne purísima sirvió para unir en Cristo
a la divinidad con la santa humanidad recibida
de ti! ¡Gózate, Reina del cielo, porque tu seno
castísimo ofreció una morada digna a esta santa
humanidad! ¡Felicítate y vive en alborozo, Esposa
de los santos patriarcas, ya que fuiste considerada
merecedora de alimentar y amamantar
con tus castos pechos a esta santa humanidad!
Te saludo, virginidad fecunda y por siempre bendita,
que nos hiciste dignos de conseguir el fruto
de la vida y las alegrías de la salvación eterna.
Amén."
1 l n thesauris sapientiae , del 16 de diciembre de 1931.
2 P. Garrigou-Lagrange , Vie spirituelle, 1933, p. 50.
3 Revue thomiste , t. XXXVI , p. 231.
4. P. Garrigou-Lagrange , ibíd.
5 PSo XI, loo. oit.
No hay comentarios:
Publicar un comentario