domingo, 12 de noviembre de 2017

13 de noviembre SAN DIEGO, CONFESOR Año Litúrgico - Dom Prospero Gueranger



EL HUMILDE PEREGRINO DE ROMA. — Un humilde hermano lego, por nombre Diego de San Nicolás, se vuelve a juntar en el cielo con su Padre San Francisco, con Bernardino de Sena y Juan de Capistrano que le precedieron unos años. Estos hicieron vibrar a Italia y a toda Europa con el eco de su voz, aquella voz que pacificaba las ciudades en el nombre del Señor Jesús y lanzaba ejércitos delante de los Musulmanes. El siglo que tan hondamente contribuyeron a salvar ellos de las consecuencias del gran cisma y a devolverle a sus destinos cristianos, sólo conoció de Diego su caridad admirable con ocasión del jubileo de 1450, cuyos resultados fueron tan preciosos: Roma, otra vez convertida en ciudad santa a los ojos de las naciones, vió que no eran capaces de retener lejos de ella a sus hijos las mayores calamidades, y el infierno, desbordado por la corriente inaudita que arrastraba a las multitudes a las fuentes de la salvación por los cuatro costados del mundo, retrasó setenta años su obra destructora. El santo enfermero de Ara Caeli, que por entonces se ocupaba en servir a los apestados, no tuvo sin duda, a los ojos de los hombres, en tales sucesos más que parte muy escasa, sobre todo si se la compara con la de sus hermanos los grandes apóstoles franciscanos. Pero la Iglesia de la tierra, intérprete fiel de la de los cielos, le honra hoy con los mismos honores que vimos tributar a San Bernardino y a San Juan. Y ¿qué otra cosa nos quiere enseñar esto, sino que, ante Dios, los hechos esclarecidos de las virtudes que se ocultan al mundo, no desmerecen de aquellos otros cuyo aparato y brillo arrebatan a las gentes, si, procediendo de un mismo ardor de caridad, producen en el alma el mismo aumento del amor divino?

El pontificado de Nicolás V, que presenció en 1450 la gran concurrencia de pueblos a los sepulcros de los Apóstoles, fué admirado y con razón lo es hoy también, por el nuevo impulso que se dió en Roma al culto de las letras y de las artes; pues a la Iglesia corresponde, en honor del Esposo, dar entrada en su corona a todo lo que los hombres consideran bello y grande de verdad. Con todo, ¿qué humanista de aquellos no preferiría hoy la gloria del pobre Fraile Menor, ignorante y sin letras, a aquella otra con cuyos resplandores efímeros le prometieron harto locamente la inmortalidad? En el siglo quince, como hoy y como siempre, Dios escogió al débil y al necio para confundir a los sabios; el Evangelio tiene siempre razón.  

VIDA. — Diego nació en San Nicolás del Puerto, cerca de Sevilla, en 1400. Desde su infancia se determinó a hacerse santo y para ello se puso a las órdenes de un sacerdote. En cuanto le fué posible, entró en los Franciscanos de Arrizafa, y allí profesó como hermano lego. Vivió en perfecta obediencia y en la contemplación recibió tales luces, que en las cosas del cielo se explicaba de un modo admirable. 

Le mandaron a las Canarias e hizo conversiones entre los infieles; luego pasó a Roma para el jubileo de 1450. Estalló la peste y se dedicó al servicio de los enfermos en el convento de Ara Caeli. Vuelto a Alcalá, murió en esa ciudad en 1463. Sus muchos milagros le acreditaron ante Dios, y Sixto V le puso en el número de los Santos, el 2 de julio de 1588. 

LA VERDADERA GLORIA.—"Oh Dios omnipotente y eterno, que por una disposición admirable eliges a lo que el mundo considera como flaco para confundir a los fuertes; concede propicio a nuestra humildad que, por las piadosas oraciones de San Diego, tu Confesor, merezcamos ser sublimados a la gloria eterna en los cielos"1 . He ahí la petición que eleva la Iglesia a los cielos en todas las horas litúrgicas de esta tu fiesta. Ayuda a sus ruegos; gozas de gran crédito ante el Señor, a quien con tanto amor seguiste por el camino de la humildad y de la pobreza voluntaria. Camino real verdaderamente , ya que por él llegaste a ese trono, cuyos resplandores deslumbran a todos los tronos de la tierra. Y aun en este mundo, ¡cuánto sobrepuja ahora tu fama a la de tantos contemporáneos tuyos hoy tan olvidados como en otro tiempo famosos! La santidad sola distribuye las coronas que perduran en nuestros siglos y en los eternos; pues Dios tiene la última palabra y en él reside la razón suprema de toda gloria, como en él hay que buscar el principio de la única y verdadera felicidad para esta vida y para la otra. Haz que con tu ejemplo y tu ayuda, oh San Diego, tengamos todos nosotros la suerte feliz de experimentarlo.

  

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