EL HUMILDE PEREGRINO DE ROMA. — Un humilde
hermano lego, por nombre Diego de San Nicolás,
se vuelve a juntar en el cielo con su Padre
San Francisco, con Bernardino de Sena y
Juan de Capistrano que le precedieron unos
años. Estos hicieron vibrar a Italia y a toda Europa
con el eco de su voz, aquella voz que pacificaba las ciudades en el nombre del Señor Jesús y lanzaba ejércitos delante de los Musulmanes. El siglo que tan hondamente contribuyeron
a salvar ellos de las consecuencias del gran
cisma y a devolverle a sus destinos cristianos,
sólo conoció de Diego su caridad admirable con
ocasión del jubileo de 1450, cuyos resultados fueron
tan preciosos: Roma, otra vez convertida
en ciudad santa a los ojos de las naciones, vió
que no eran capaces de retener lejos de ella a
sus hijos las mayores calamidades, y el infierno,
desbordado por la corriente inaudita que
arrastraba a las multitudes a las fuentes de la
salvación por los cuatro costados del mundo,
retrasó setenta años su obra destructora.
El santo enfermero de Ara Caeli, que por entonces
se ocupaba en servir a los apestados, no tuvo sin duda, a los ojos de los hombres, en tales
sucesos más que parte muy escasa, sobre todo si
se la compara con la de sus hermanos los grandes
apóstoles franciscanos. Pero la Iglesia de la tierra,
intérprete fiel de la de los cielos, le honra
hoy con los mismos honores que vimos tributar a
San Bernardino y a San Juan. Y ¿qué otra cosa
nos quiere enseñar esto, sino que, ante Dios, los
hechos esclarecidos de las virtudes que se ocultan
al mundo, no desmerecen de aquellos otros
cuyo aparato y brillo arrebatan a las gentes, si,
procediendo de un mismo ardor de caridad, producen
en el alma el mismo aumento del amor
divino?
El pontificado de Nicolás V, que presenció en
1450 la gran concurrencia de pueblos a los sepulcros
de los Apóstoles, fué admirado y con razón
lo es hoy también, por el nuevo impulso que se
dió en Roma al culto de las letras y de las artes;
pues a la Iglesia corresponde, en honor del Esposo,
dar entrada en su corona a todo lo que los
hombres consideran bello y grande de verdad.
Con todo, ¿qué humanista de aquellos no preferiría
hoy la gloria del pobre Fraile Menor, ignorante
y sin letras, a aquella otra con cuyos
resplandores efímeros le prometieron harto locamente
la inmortalidad? En el siglo quince,
como hoy y como siempre, Dios escogió al débil y al necio para confundir a los sabios; el
Evangelio tiene siempre razón.
VIDA. — Diego nació en San Nicolás del Puerto, cerca
de Sevilla, en 1400. Desde su infancia se determinó
a hacerse santo y para ello se puso a las órdenes de
un sacerdote. En cuanto le fué posible, entró en los
Franciscanos de Arrizafa, y allí profesó como hermano
lego. Vivió en perfecta obediencia y en la contemplación
recibió tales luces, que en las cosas del
cielo se explicaba de un modo admirable.
Le mandaron a las Canarias e hizo conversiones
entre los infieles; luego pasó a Roma para el jubileo
de 1450. Estalló la peste y se dedicó al servicio de los
enfermos en el convento de Ara Caeli. Vuelto a Alcalá,
murió en esa ciudad en 1463. Sus muchos milagros
le acreditaron ante Dios, y Sixto V le puso en
el número de los Santos, el 2 de julio de 1588.
LA VERDADERA GLORIA.—"Oh Dios omnipotente
y eterno, que por una disposición admirable
eliges a lo que el mundo considera como flaco
para confundir a los fuertes; concede propicio a
nuestra humildad que, por las piadosas oraciones
de San Diego, tu Confesor, merezcamos ser
sublimados a la gloria eterna en los cielos"1
.
He ahí la petición que eleva la Iglesia a los
cielos en todas las horas litúrgicas de esta tu
fiesta. Ayuda a sus ruegos; gozas de gran crédito ante el Señor, a quien con tanto amor seguiste
por el camino de la humildad y de la pobreza
voluntaria. Camino real verdaderamente ,
ya que por él llegaste a ese trono, cuyos resplandores
deslumbran a todos los tronos de la tierra.
Y aun en este mundo, ¡cuánto sobrepuja ahora tu fama a la de tantos contemporáneos tuyos hoy
tan olvidados como en otro tiempo famosos! La
santidad sola distribuye las coronas que perduran
en nuestros siglos y en los eternos; pues Dios
tiene la última palabra y en él reside la razón
suprema de toda gloria, como en él hay que buscar
el principio de la única y verdadera felicidad
para esta vida y para la otra. Haz que con
tu ejemplo y tu ayuda, oh San Diego, tengamos
todos nosotros la suerte feliz de experimentarlo.
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