Hoy terminamos los ocho días
dedicados a honrar la memoria de los bienaventurados Niños de Belén. Demos
gracias a Dios, que nos los dió por intercesores y modelos. Su nombre no
aparecerá ya en el ciclo hasta que vuelvan las fiestas del Nacimiento del
Emmanuel: sea hoy, pues, para ellos nuestro último homenaje.
La Santa Iglesia que vistió color
de duelo en el día de su fiesta, en consideración a los llantos de Raquel,
vuelve a vestir en este día de la Octava, la púrpura de los Mártires, con la
cual pretende honrar a los que tienen la gloria de ser sus primicias. Mas, no
por eso deja la Iglesia de conmoverse ante el desconsuelo de las madres que
vieron degollar en sus mismos brazos a los hijos que amamantaban.
En el Oficio de Maitines, lee
este dramático trozo de un antiguo Sermón atribuido algún tiempo a San Agustín:
"En cuanto nace el Señor
comienza el llanto, no en el cielo sino en la tierra. Lloran las madres, los
Angeles triunfan, los niños son arrebatados. Un Dios ha nacido; necesita
víctimas inocentes quien viene a condenar la malicia del mundo. Hay que
sacrificar corderos, puesto que ha venido el Cordero que borrará los-pecados y
será crucificado. Mas, las ovejas, sus madres, lanzan grandes balidos, porque
pierden a sus corderitos antes de haberles oído balar. ¡Cruel martirio! Se
desenvaina la espada y sin motivo; la envidia es la única causa, pero el recién
nacido no hace violencia a nadie. "Consideremos ahora a las madres
llorando a sus corderuelos. Una voz se ha oído en Ramá; llantos y alaridos; es
que las arrebatan el tesoro que no sólo han recibido, sino engendrado. La
naturaleza que se oponía a su martirio en la misma presencia del verdugo,
manifestaba bien toda su fuerza. La madre mesaba y arrancaba los cabellos de su
cabeza por haber perdido el ornato de sus hijos. ¡Cuántos esfuerzos por
ocultarlos y ellos mismos se delataban! Como no habían aprendido todavía a
temer, tampoco sabían contener su voz. Luchaban juntos la madre y el verdugo;
el uno tiraba del niño, la otra le retenía. La madre gritaba al sayón:
"¿Por qué quieres quitarme lo que de mí ha salido"?
"Mi seno le engendró: ¿En
vano le di mi pecho? ¡Tantos cuidados como prodigué al que tu cruel brazo me
sustrae con violencia! A penas ha salido de mis entrañas y ya me lo aplastan
contra la tierra."
Otra madre a quien el soldado se
negaba a inmolar junto con su hijo, exclamaba: "¿Por qué me quitan a mi
hijo? Si se ha cometido algún crimen, yo debo ser la culpable; mátame también a
mí y librarás a una pobre madre." Otra decía: "¿Qué buscáis? No
queréis mas que uno y matáis a tantos, sin lograr dar con el único que
buscáis." Y otra exclamaba: "¡Ven, oh Salvador del mundo! Tú no temes
a nadie; véate el soldado y perdone la vida a nuestros hijos." De esta
manera se mezclaban los lamentos de las madres, y subía hasta el cielo el
sacrificio de sus hijos.
Algunos de los niños menores de
dos años tan cruelmente sacrificados, pertenecían sin duda a los pastores de
Belén que por mandato de los Angeles habían acudido a reconocer y adorar en la
gruta al recién nacido. De esta suerte, estos primeros adoradores del Verbo
Encarnado después de María y José, ofrecieron en sacrificio al Señor que les
había elegido, lo que más querían. Conocían muy bien al Niño por cuya causa
eran sus hijos inmolados, y estaban santamente orgullosos de la nueva
distinción de que eran objeto en medio de su pueblo.
Con todo eso, Herodes, como todos
los políticos que combaten a Cristo y a su Iglesia, había fracasado en sus
proyectos. Su criminal edicto comprendía a Belén y a todos sus alrededores y a
todos los niños de la región, menores de dos años; mas, a pesar de esta atroz
medida, el Niño tan solícitamente buscado, escapaba a la espada y huía a
Egipto: por tanto, el golpe había fallado como de ordinario; más aún, y contra
la voluntad del tirano, la Iglesia de la tierra alcanzaría nuevos protectores,
recibidos en triunfo en la Iglesia del cielo.
Aquel Rey de los Judíos recién
nacido, perseguido por la envidia de Herodes, era un simple Niño sin ejércitos
ni soldados; pero Herodes se estremecía ante El. Un instinto interior, le
descubría como a todos los perseguidores de la Iglesia, que aquella aparente
debilidad ocultaba una fuerza invencible; pero se engañaba como todos sus
secuaces, al querer combatir con la espada contra el poder del Espíritu. El
Niño de Belén no ha llegado todavía al extremo de su aparente debilidad: huye
en presencia del tirano; día vendrá, cuando sea ya hombre, en que se expondrá a
los golpes enemigos, en que se dejará atar a una infame cruz entre dos
ladrones; pero entonces será precisamente cuando un gobernador romano proclame
en una inscripción escrita por su propio puño: Este es el Rey de los Judíos. De
una manera oficial, dará Pilatos a Cristo este título que hace palidecer a
Herodes, y a pesar de las protestas de los enemigos del Salvador, exclamará: Lo
que he escrito, escrito está. Jesús, en el árbol de la Cruz, unirá a su triunfo
a uno de sus compañeros en el suplicio; hoy, llama desde su cuna a los niños a
compartir su gloria.
Os dejamos ya, oh primicias de
los Mártires, mas, seguid vosotros amparándonos: Velad por nosotros durante
todo el curso de este Año litúrgico; interceded ante el Cordero de quien
fuisteis fieles amigos. Bajo vuestra custodia colocamos los frutos que han
producido nuestras almas en estos días de gracia.
Nos hemos hecho niños con Jesús;
con El volvemos a comenzar nuestra vida: rogad para que crezcamos como El en
edad y en sabiduría delante de Dios y de los hombres. Aseguradnos por vuestra
intercesión la perseverancia; y para lograrlo, conservad en nosotros la
sencillez cristiana que es la virtud de los hijos de Cristo: Vosotros sois
inocentes, nosotros culpables; amadnos, no obstante eso, con amor de hermanos.
Vuestras vidas fueron segadas en la aurora de la Ley de gracia; nosotros somos
hijos de esos últimos tiempos en que el mundo envejecido ha dejado resfriarse
la Caridad. Tended sobre nosotros vuestras palmas victoriosas, compadecéos de
nuestras luchas; lograd que nuestro arrepentimiento obtenga cuanto antes una
corona como la que os fué otorgada con tan soberana largueza.
¡Oh Niños Mártires! acordáos de
las nuevas generaciones que pueblan hoy la tierra. En posesión de la gloria a
que llegásteis antes de la edad madura, no olvidéis a los niños. Esos tiernos
renuevos de la raza humana duermen también en la inocencia. En ellos la gracia
bautismal está intacta; sus almas puras reflejan como un espejo la santidad del
Dios que habita en ellas por su gracia. Desgraciadamente, terribles peligros
amenazan a los nuevos retoños; muchos de ellos perderán su inocencia, sus
blancas vestiduras dejarán pronto tal vez su inmaculado brillo. Se verán
infectados por la corrupción del corazón y del espíritu; ¿quién podrá librarles
de tan pernicioso influjo? La voz de las madres resuena todavía en Ramá: la
Raquel cristiana llora aún a sus hijos Inmolados, y nada es capaz de consolarla
de la pérdida de sus almas. ¡Víctimas inocentes de Cristo! rogad por los niños:
alcanzad para ellos tiempos mejores, para que puedan en su día entrar en la
vida, sin miedo a hallar la muerte desde sus primeros pasos.
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