El celosísimo pontífice de la Iglesia
san Simplicio, fué natural de Tibur, (que hoy se llama Tívoli) en la campaña de
Roma. Resplandecía ya a los ojos de todos por su virtud y sabiduría y era
decoroso ornamento del clero romano, cuando por muerte del gloriosísimo papa
san Hilario, fué elevado con grande aplauso y consentimiento de todos a la
dignidad de Vicario de Jesucristo, para que como hombre enviado de Dios
gobernase la nave de la Iglesia, que a la sazón estaba combatida por grandes
olas de persecuciones y herejías. Odoacro que se había hecho dueño de Italia
era arriano; los vándalos que reinaban en África, y los godos que habían
invadido las tierras de España y de las Galias, eran aún idólatras; el
emperador Zenón, y el tirano del oriente Basílico favorecían a los herejes
eutiquinos, y a la ambición de los patriarcas causaba mayores estragos que las
herejías en la Iglesia de Dios. No es posible decir lo que trabajó el santo
Pontífice para remediar tan grandes males. Escribió cartas al emperador
obligándole a anular los edictos que Basílico había promulgado contra la
religión católica, y a que echase de Antioquía a ocho obispos eutiquianos.
Convocó un concilio en Roma en el cual excomulgó a Eutiques, a Dióscoro de
Alejandría y a Timoteo Eluro. Exhortó a defender la autoridad del Concilio de
Calcedonia. Resistió a la ambición de Acario, que pretendía elevar su Silla de
Constantinopla sobre las de Antioquía y Alejandría; extendió su solicitud sobre
todas las iglesias, consolando a los católicos con sus cartas y limosnas, y
como Pastor universal y verdadero padre de los pobres, ordenó que los bienes de
la Iglesia se distribuyesen en cuatr» partes: la primera para el obispo, la
segunda para los clérigos, la tercera para la fábrica y reparación de los
templos, y la cuarta para los pobres. Finalmente, después de haber gobernado la
grey de Cristo por espacio de doce años, consumido por sus trabajos, descansó
en la paz del Señor, y recibió en el cielo la recompensa de sus grandes
virtudes y merecimientos.
Reflexión: Cualquiera que haya leído
con atención la historia de la Iglesia de Cristo, se maravillará de su firmeza
inquebrantable, y espantado dirá: ¡Aquí está la mano de Dios: aquí está el
brazo del Omnipotente! Las obras y edificios de los romanos han perecido; y la
Iglesia del Señor, con estar apoyada sobre cañas frágiles (que no son otra cosa
aun los hombres de su jerarquía) persevera hace veinte siglos sin menoscabo.
Los hombres han hecho todo lo que podían por arruinarla: en eso han empleado
sus fuerzas los tiranos, herejes y perseguidores, y no han faltado sacerdotes,
obispos y patriarcas que en lugar de defenderla la combatieron como los
enemigos. Pon donde, cada siglo que pasa, es una ilustre prueba de la divinidad
de la Iglesia católica, y de aquella promesa que hizo Jesucristo, diciendo:
«Las puertas del infierno jamás prevalecerán contra ella.» (Matth. XVI.)
Persevera, pues, con toda fidelidad y confianza en la fe y en la moral de la
Iglesia católica, sin moverte un punto de ella por los vientos de las vanas
doctrinas y perniciosos ejemplos de sus enemigos. Todos los herejes y perseguidores perecerán, mas nunca
perecerá la verdadera Iglesia, de los fieles de Cristo, a los cuales dijo
también el Señor: «Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos.
Oración: Rogámoste, Señor, que te
dignes oír nuestras preces en la solemnidad de tu bienaventurado confesor y
pontífice Simplicio; y que por los méritos e intercesión de este santo que tan
dignamente te sirvió, nos absuelvas de todos nuestros pecados. Por Jesucristo,
nuestro Señor. Amén.
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