Era santa Cunegunda princesa de muy
alta sangre, hija de los condes palatinos del Rhin, y dotada de extremada
hermosura y de todas las gracias que se estiman en las mujeres. Tomóla por esposa
el emperador Enrique, príncipe no menos poderoso que honestísimo, en tanto
grado, que se concertó con ella de guardar perpetua castidad y amarse como
hermano y hermana y no como marido y mujer. ¡Gloria a Dios que a príncipes tan
poderosos y magníficos dio aliento para aspirar a tan ilustre victoria" en
la flor de su edad, emulando la limpieza de los ángeles en medio de las
grandezas de la corte, sin quemarse en tantos años estando tan cerca del fuego!
Viviendo, pues, estos santos casados en tan gran pureza y conformidad, como
eran no menos piadosos que castos, se dieron de todo punto a la devoción y a
amplificar el culto de Dios y edificar muchas iglesias y monasterios con
imperial magnificencia. Mas envidioso el demonio quiso sembrar discordia donde había
tanta unión; y engendró en el ánimo del emperador algunas falsas sospechas de
la emperatriz, pareciéndole que estaba aficionada a cierto hombre y no guardaba
la fe prometida. Pero ella confirmó con un testimonio del cielo su castidad;
porque en prueba de su inocencia, con Tos pies descalzos anduvo quince pasos
sobre una barra de hierro ardiendo sin quemarse, y oyó una voz que le dijo:
¡Oh, virgen pura, no temas, que la Virgen María te librará! Con esto quedó la
santa casada y doncella victoriosa, y el emperador, su marido, arrepentido y
confuso, y de" allí adelante vivió en paz y admirable honestidad con ella,
hasta que el Señor le llevó a gozar de sí y acreditó su santidad con muchos
milagros. Cunegunda dio entonces libelo de repudio al mundo y determinó pasar
el resto de su vida en el monasterio de monjas de san Benito, que había
edificado, en el cual, habiendo vivido quince años con rara edificación de las
monjas y admiración de todo el mundo, entregó su alma inocentísima y santísima
al Señor; y fueron tantos los que concurrieron a venerar su cadáver, que en
tres días no se pudo enterrar, porque Dios lo glorificó con grandes y
estupendas maravillas, con que acreditó la admirable santidad de su sierva.
Reflexión: Cuando la santa emperatriz
tomó el hábito, la ceremonia de la investidura resultó bellísima y sublime.
Habían acudido al templó del monasterio algunos obispos y prelados para
consagrar aquella iglesia, y saliendo la santa emperatriz a la misa, con grande
acompañamiento, y vestida conforme a la imperial majestad, ofreció una cruz del
santo madero de nuestra redención, y acabado el Evangelio, se desnudó de sus
ropas imperiales y se vistió con el hábito pobre que ella misma se había hecho
por sus manos, y se hizo, cortar su hermosa cabellera que después se guardó por
reliquia. Lloraban muchos de los circunstantes, unos porque perdían a tan gran
princesa y amorosa señora, y otros de pura devoción, considerando el ejemplo
que les daba la que menospreciaba el cetro y la corona y los arrojaba a los pies
de Jesucristo. Anímate, pues, hijo mío, a hacer también algo por amolde aquel
Señor que se lo merece todo, los bienes, la salud, la honra y la vida. Si no
puedes hacer mucho en su obsequio y alabanza, haz lo poco que puedas, supliendo
con el deseo lo que no puedes hacer con las obras.
Oración: Señor Dios, que quisiste que
la bienaventurada emperatriz Cunegunda, se conservase intacta virgen antes y
después del matrimonio, concédenos que sepamos dignamente estimar la virtud de
la continencia, y podamos observarla cada uno conforme a su estado. Por
Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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