El bienaventurado abad san Raimundo,
honor de España, gloria de la reforma del Cister, y esclarecido fundador de la
sagrada y militar Orden de caballería de Calatrava, nació de padres ilustres en
la ciudad de Tarazona del reino de Aragón. Llamóle el Señor al célebre
monasterio de Scala Dei situado en la Gascuña, donde profesó el instituto de la
reforma del Cister con tan grande ejemplo de virtud, que los venerables
maestros de la Orden le enviaron con el santo monje Durando a fundar el
magnífico monasterio de Santa María de Fitero. Murió en esta sazón Alfonso VII,
llamado comúnmente el Emperador de España, el cual peleando siempre las
batallas del Señor, había abatido el orgullo de los agarenos, y cedido la villa
y fortaleza de Calatrava a los caballeros Templarios: los cuales no pudiendo ya
resistir a las fuerzas muy superiores de los infieles, hicieron dimisión de la
plaza al rey don Sancho el Deseado. Entonces fué cuando por instinto de Dios el
abad san Raimundo con el monje Diego Velázquez, se ofreció al rey para defender
aquella ciudad y fortaleza; y aceptó el monarca aquel ofrecimiento con general
aplauso de las cortes. Llenóse de júbilo todo el reino, y disponiéndose ya a la
empresa el esforzado abad, siguiéronle con extremado contento los proceres, y no
quedó alguno que no le ayudase con soldados, armas, caballos y dinero. El
arzobispo don Ridrigo puso en su mano crecidos caudales, y publicó muchas
indulgencias en favor de los que se alistasen en sus banderas. Juntóse pues un
ejército de veinte mil combatientes, y poniéndose al frente de todos el santo
abad, dirigióse a Calatrava, donde consoló a los afligidos habitantes,
fortaleció la plaza de todos modos, y rechazó a los árabes valerosamente
poniéndolos en tan precipitada fuga que perdieron del todo las esperanzas de
volverla a conquistar. No satisfecho san Raimundo con esta retirada de los
moros, quiso además escarmentarlos, y aunque se hallaba ya viejo tomó el bastón
de general, y se puso cota de malla, morrión, y demás fornituras militares, y
embistió a los enemigos en su mismo campo, los derrotó, los venció y los arrojó
hasta de sus más inexpugnables fortalezas. Creció prodigiosamente su ejército
triunfante, y el número de fieles que le prestaban su ayuda: de los cuales hizo
dos congregaciones religiosas, una de la reforma del Cister, y otra de solos
militares con el mismo hábito de la Orden: las cuales fueron aprobadas por
Alejandros III, y favorecidas de otros muchos Pontífices y reyes católicos, con
grande acrecentamiento de la religión cristiana. Finalmente, habiendo triunfado
san Raimundo de los enemigos de la fe, se retiró de Calatrava para morir en un
pueblo de su dominio, y añadir a sus innumerables triunfos, la corona inmortal
de la gloria.
Reflexión: ¿Dónde se hallará valor
semejante al que infunde en los corazones la religión cristiana? ¿Por ventura
hay causa más santa y sublime que la causa de la verdad, de la fe, de la
virtud, del cielo y de la gloria' de Dios? «En efecto —dice el mismo infame
Voltaire— un ejército de hombres que abrigan tales sentimientos es invencible.»
Por el contrario, escribe el otro jefe de la moderna impiedad, Rousseau: «La
irreligión y en general el espíritu filosófico, pone en los ánimos un
desordenado amor de la vida, los deprime, los afemina y ^blanda, y hace que
todas las pasiones del hombre no sirvan más que a sus propios intereses y
comodidades.» (Emile, i, 3.)
Oración: Señor Dios nuestro, que
concediste al bienaventurado abad Raimundo pelear tus batallas, y vencer a los
enemigos de la fe; concédenos por su intercesión que nos veamos libres de los
enemigos del alma y del cuerpo. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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