Era el gloriosísimo Victoriano el
caballero más rico y principal que se hallaba en Adrumeto, ciudad de África, y
de tantos méritos, que por ellos fué electo procónsul de la insigne y celebrada
ciudad de Cartago. Por este tiempo se levantó la cruel persecución de
Hunnerico, rey de los vándalos, contra los católicos, porque no querían seguir
la infame secta del descomulgado Arrio. Quiso el monarca hereje sobornar el
ánimo constante de Victoriano; mas él le respondió con gran confianza en el
Señor de esta manera: «Estando seguro en mi Dios y Señor mío Jesucristo, digo
que aunque me abrases en el fuego y me eches a las bestias, yo no seré jamás
infiel a la Iglesia católcia, apostólica, romana: y certifico que aunque no
esperase la vida eterna, nunca me preciara tanto^ del bien que el rey me puede
hacer como de la fe que debo a mi Dios.» Esta respuesta dio al tirano
Hunnerico; el cual quedó por ella tan enojado y colérico, que sin respetar la
dignidad y nobleza del confesor de Cristo, le mandó atormentar con cuantos
géneros de suplicios pudo inventar su malicia y furor. Los mismos verdugos,
admirados de que pudiese sufrir tantos azotes, tanto fuego y rigor tanto,
dijeron al rey que se importaba acabar de quitarle la vida, antes que a vista
de su constancia prevaricasen todos los arríanos y siguiesen la fe de
Victoriano. Furioso entonces, mandó añadir más tormentos, hasta que en medio de
ellos, constante siempre en la fe de Jesucristo, vino el esforzado y valeroso
caballero a alcanzar la gloriosa corona del martirio, perdiendo la vida temporal
para alcanzar la eterna. Padecieron martirio junto con él, dos gloriosos y
santos mercaderes, llamados ambos Frumencios, y ciudadanos ambos también de
Cartago, y también dos santos hermanos naturales de Aquaregia, a los cuales
colgaron en el aire, con un peso muy grande a sus pies, y les quemaron con
planchas de hierro ardiendo, y les atormentaron tan largo espacio y con tan
horribles torturas, que al fin los mismos verdugos les dejaron, diciendo: «Si
muchos imitan la constancia de estos, no habrá quien abrace nuestra secta.» En
los sagrados cadáveres de estos dos santos no se hallaron señales algunas de
las heridas recibidas.
Reflexión: Por la constancia pintaron
los antiguos una roca en medio del mar, la cual ni se mueve a los furiosos
azotes de las olas, ni hace caso de sus halagüeños besos: y así decía la letra:
«Siempre soy una.» Uno fué siempre el invictísimo mártir de Jesucristo
Victoriano; no torcieron su ánimo incontrastable _ni las riquezas del mundo, ni
sus engaños, ni los altos puestos, ni las ofertas lisonjeras del rey, ni menos
sus crueles amenazas y ejecutados rigores: era roca a lo divino puesta en medio
del mar de este mundo. Procuremos, pues, imitarle nosotros en esa constancia y
firmeza, no maravillándonos de que la vida cristiana sea (como se escribe en
Job) una perpetua milicia o tentación sobre la tierra, y entendiendo que la
profesión del cristiano es profesión de hombre de guerra, que ha de pelear con
gran fortaleza hasta la muerte las batallas del Señor. Ya llegará el día del
descanso perpetuo, de la gloria inmortal, y del gozo sempiterno, y entonces no
podremos contenernos de dar voces de alegría y alabanza, proclamando la
magnífica bondad de Dios, que por unos pocos años empleados en su servicio, nos
hizo participantes, de su infinita y eterna bienaventuranza.
Oración: Oh Dios, que nos concedes la dicha de
honrar el nacimiento para el cielo de tus santos mártires Victoriano y sus
compañeros, otórganos también la gracia de gozar en su compaña de la eterna
felicidad. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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