El grande Patriarca San Francisco fue natural de la ciudad de Asís, en la provincia de Umbría. Vió la primera luz del mundo el año 1182, y nació en un humilde establo, donde cogieron á su madre de repente los dolores de parto. Su padre Pedro Bernardón, y su madre Pica, eran mercaderes, y vivían del comercio. Llamósele Juan en el bautismo; pero después se le dio el nombre de Francisco por la facilidad con que aprendió la lengua francesa, necesaria entonces para negociar a los comerciantes de Italia.
No pusieron sus padres el mayor cuidado en su educación. Luego que tomó una leve tintura de las primeras letras, le aplicaron al comercio. Era Francisco mozo de entendimiento, de buena disposición, de corazón noble y generoso, muy compasivo de las necesidades ajenas. Gustaba más de la diversión que del interés; pero tenia horror á la disolución, y su admirable pasión desde la misma infancia fue la caridad. En cierta diferencia que los vecinos de Asís tuvieron con los de Perusa, fur Francisco uno de los más acalorados en la defensa de sus derechos. Tomaron unos y otros las armas, vinieron á las manos, y, aunque Francisco se señaló mucho por su valor, fue hecho prisionero, y como tal estuvo un año en Perusa. Este retiro comenzó á disgustarle del mundo, pero no le convirtió. Luego que logró su libertad se vio acometido de una larga y molesta enfermedad, que ni por eso le hizo más devoto. Cuando convaleció de ella mandó hacer un vestido rico y muy de moda. El mismo día que lo estrenó se encontró con un hombre muy conocido, pero muy pobre, cubierto de unos indecentes andrajos; dióle su vestido nuevo, y él se acomodó con sus trapos. La noche siguiente le pareció ver en sueños un magnífico palacio, lleno todo él de armas resplandecientes y bruñidas, pero todas marcadas con la señal de la Cruz. Despertó, y se persuadió sin la menor duda de que la Providencia le destinaba para ser un gran capitán. Con esta idea se le exaltó más aquella gran pasión que tenía por la gloria. Partió inmediatamente a la Pulla, y ofreció sus puños y su valor á Gautier, conde de Briena, que auxiliado de Felipe Augusto, rey de Francia, mandaba en aquella provincia un numeroso ejército contra los enemigos de su casa; pero presto le volvió s llamar á Asís otro misterioso sueño, en que le dio s entender el Señor no quería sirviese s otro amo que s El. Restituido, pues, s Asís, dejó el comercio, y sólo trató de conocer la voluntad de Dios para dedicarse s lo que Su Majestad quería de él.
Saliendo un día a pasearse a caballo por el contorno de Asís, encontró a un pobre leproso, que al principio le llenó de asco y horror; pero reflexionando en el mismo punto que para seguir a Jesucristo era menester dar principio venciéndose a sí mismo, sin más deliberar se apea intrépidamente del caballo, acércase al leproso, abrázale, bésale, dale todo el dinero que llevaba, vuelve a montar, y quedó gustosamente admirado y sorprendido cuando ni allí ni en toda la campiña vio al leproso, ni descubrió a otra persona alguna. Deshacíase un día en lágrimas acordándose de sus culpas pasadas, y se le apareció Jesucristo crucificado como a punto de expirar. Enternecióle mucho más este espectáculo, y fue tanta la impresión que hizo en su alma, que en el resto de su vida no acertaba a hablar de la pasión de Jesucristo, sino con sollozos, con gemidos y con un copioso llanto.
Pero no fue este solo efecto el que produjo en su corazón aquel divino objeto. Apoderóse tan violentamente de él un ardentísimo deseo de imitar la pobreza y los trabajos de Cristo, que ya no encontraba gusto sino en estar con los leprosos y con los pobres. Hizo un viaje á Roma para visitar el sepulcro de los Santos Apóstoles: al salir de la iglesia encontró á la puerta una tropa de pobres que estaban pidiendo limosna a los devotos; repartió entre ellos todo el dinero que llevaba; dio su vestido a uno que estaba medio desnudo, cubrióse él con sus asquerosos harapos y, mezclándose entre los demás mendigos, pasó con ellos todo aquel día.
Poco después que se restituyó a Asís, haciendo oración en la iglesia de San Damián, distante como cuatrocientos pasos de la ciudad, que estaba amenazando ruina, oyó una voz como que salía de un crucifijo, que le mandaba reparase aquella iglesia. Parecióle que era la voz del mismo Jesucristo; resolvió obedecerle ciegamente; vuélvese a su casa; toma muchas piezas de paño, parte a Foliñi, véndelas todas, y también el caballo que las llevaba; vuélvese a Asís, pero se va en derechura a la casa del capellán que cuidaba de la iglesia de San Damián, ruégale que le hospede en ella, y entrégale todo el dinero de los géneros que había vendido para que reparase aquella iglesia. El capellán convino gustoso en hospedarle en su casa, pero no hubo forma de admitir el dinero que le ofrecía, por no tener cuestiones ni pleitos con su padre, y Francisco puso el dinero sobre una ventana. Estuvo algunos días en compañía del buen capellán, empleándolos en ayunos, en vigilia, en disciplinas y en oración, hasta que al cabo de ellos vio venir a su padre ciego de cólera, y gritando que su hijo le había robado. Escapóse el Santo por evitar aquellos primeros ímpetus, y por algunos días estuvo escondido en una cueva; pero, acusando después su cobardía, salió de aquel retiro, determinado a sufrir todo lo que se le ofreciese. Déjase ver en las calles de Asís totalmente desfigurado y asqueroso; creen todos que ha perdido el juicio, y en un instante se ve perseguido de la gritería y de los silbos de los muchachos. Acudió su padre al ruido y a la algazara; llévale arrastrando a casa; añade los palos a las reprensiones; enciérrale en un cuarto como a loco; y, ofreciéndosele por entonces un viaje, dejó muy encargado a su mujer que le tuviese en buena custodia.
Desconfiada enteramente la madre de vencer la constancia de su hijo, le puso en libertad, y Francisco se volvió a San Damián en compañía de aquel buen clérigo. Noticioso Bernardón de lo que pasaba al volver de su viaje, parte derecho a San Damián, con más sentimiento de perder sus paños que de perder su hijo; pero éste, lleno de nuevo valor, y animado del espíritu de Dios, le sale al encuentro y le dice: Padre, yo soy más hijo de Dios que tuyo: no quiero servir sino a Aquél: tu ya no tienes nada conmigo, porque estoy en servicio de mejor amo que tu.—Siendo esto así (respondió el padre), restituyeme mi dinero, y ven a renunciar tu herencia delante del Obispo.—Que me place, replicó Francisco; y luego que se vio en presencia del Obispo, sin dar lugar a que su padre hablase palabra, se despojó de todos sus vestidos, quedándose sólo con un cilicio ancho que le mortificaba y le cubría: entregóselos a su padre y le dijo: Hasta ahora te llamaba padre: de aquí adelante te diré con más confianza: Padre nuestro, que estás en los Cielos. Asombrado y enternecido el Obispo a vista de tan generoso despojo, le abrazó y le cubrió con su ropa hasta que se halló con el capisayo de un pastor, con el cual le abrigó; y dándole su bendición, le despidió, y le envió a su ermita.
Era a la sazón Francisco de veinticinco años, cuando rotas todas las cadenas de la carne y sangre, y desprendido de todos los bienes temporales que le habían detenido en el siglo, partió a buscar una soledad muy distante de allí, cantando por los caminos las alabanzas del Señor en lengua francesa. Encontróse en un bosque con unos ladrones, regaláronle con muchos palos, y le arrojaron a un hoyo lleno de nieve. El grandísimo consuelo que tuvo en padecer alguna cosa por amor de Jesucristo le desquitó con ventajas de los malos tratamientos; y el Santo contaba después este suceso como una de las buenas fortunas que había tenido en su vida.
Llegando á Gubio, le conoció un amigo suyo, hospedóle en su casa, y le vistió con una pobre túnica. Creciendo cada día más y más su amor á Jesucristo, se puso a servir a los leprosos en el hospital, y, conociendo que volvía a retoñar el asco y la repugnancia, se arrojó sobre el pobre que le causaba más horror: abrazóle, besóle, y en el mismo punto quedó el leproso enteramente sano. Pero, acordándose que Jesucristo le había mandado reparar la iglesia de San Damián, se volvió a Asís, pidió limosna para repararla, y se salió con ello. El mismo trabajaba con los peones y albañiles, de manera que en breve tiempo se vió la iglesia reedificada; cuyo suceso le animó a emprender también la reedificación de la iglesia de San Pedro, a igualmente se salió con este intento.
Estaba abandonada y casi enteramente arruinada la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, por otro nombre la Porciúncula, llamada así porque era una porcioncilla de cierta posesión que tenían allí los monjes benedictinos. Inspiróle el deseo de repararla el tierno amor y la extraordinaria devoción que profesaba Francisco a la santísima Virgen. Consiguiólo a expensas de las limosnas y de su trabajo. Esta iglesia, distante seiscientos pasos de Asís, fue donde el Santo recibió después tan grandes favores del Cielo, y fue también como la cuna de su seráfica religión.
Oyendo un día Misa en ella, y cantándose aquellas palabras del Evangelio en que dice Jesucristo a sus discípulos: No queráis tener oro, ni plata, ni dinero; ni en vuestros viajes llevéis alforja, dos túnicas, ni zapatos, ni báculo (Matth.), de repente se sintió Francisco alumbrado con una luz sobrenatural, e inflamado su corazón con un nuevo encendidísimo deseo de aspirar a la más elevada perfección; y conociendo que esto era puntualmente lo que Dios quería de él, tomó por regla el Consejo Evangélico que acababa de oír. Al punto se descalzó los zapatos, arrimó el báculo, renunció para siempre el dinero, quedóse con una sola túnica, y, echando de sí el cinto de cuero con que la tenía sujeta, se ciñó con una tosca cuerda. Después que practicó a la letra en esta conformidad lo más perfecto que había oído, sintió en lo interior vivos impulsos de salir en público a predicar penitencia. Como el ejemplo acompañaba a las palabras, no es posible contar el número sin número de conversiones que hizo luego que comenzó a predicar. Quedaban todos atónitos, y ninguno le podía oír sin convertirse. Sus sermones eran sencillos, pero sólidos y eficaces. Algunos, no contentos con oirle, le quisieron imitar, y, dejando todo cuanto tenían, se pusieron bajo su dirección y gobierno. El primero fue un ciudadano de Asís llamado Bernardo de Quintabal; el segundo un canónigo de la misma catedral, por nombre Pedro de Catania, y el tercero fue el Beato Fr. Gil, á quien el Santo escogió por compañero.
Luego que se vió Francisco con estos tres discípulos, determinó formar de ellos una como congregación para ir por todas partes predicando penitencia. Creció presto hasta siete el número de sus compañeros, y en breve tiempo llegó hasta el número de doce. Entonces, tomada la bendición y recibida la misión del Obispo, se esparcieron por todas partes aquellos nuevos apóstoles predicando penitencia. Llamábanlos los Penitentes de Asís, y no eran conocidos por otro nombre; pero, a vista de las portentosas conversiones que hicieron, los veneraban como a hombres extraordinarios enviados por Dios para reformar las costumbres de todo el mundo cristiano y para mudar el semblante de todo el universo, tanto con la eficacia de sus palabras como con la virtud de sus asombrosos ejemplos.
Este fue el nacimiento de aquella religiosísima familia, tan célebre en toda la redondez de la Tierra por la evangélica perfección de su instituto, que ha dado á la Silla Apostólica cuatro grandes pontífices: Nicolao IV, Alejandro V, Sixto IV y Sixto V [ver en el inicio a la Apostólica Constitución contra el aborto por este gran Pontifice “Effraenatam”]; un prodigioso número de Obispos, Arzobispos, Patriarcas y Cardenales, con tanta multitud de ejemplares religiosos, que, aun viviendo el Santo Fundador, se contaban más de seis mil.
Era ya preciso que se confirmase el nuevo instituto, y a este fin partió á Roma nuestro Santo; pero el Papa Inocencio III, de feliz memoria, no quiso ni aun siquiera que le hablasen en el punto, tratando de iluso y de visionario al santo patriarca. No se desalentó Francisco por este mal recibimiento; antes se retiró con humildad, y recurrió a la oración. Aquella noche tuvo el Papa un sueño, y luego que despertó mandó buscar á Francisco, y apenas le oyó hablar cuando reconoció entre aquel aire de humilde sencillez uno de los mayores santos de la Iglesia. Abrazóle, animóle a llevar adelante su empresa, aprobó la regla de viva voz, y, ordenándole primero de diácono, le declaró después por ministro general.
Colmado San Francisco de favores y de bendiciones del Sumo Pontífice, salió de Roma con sus doce compañeros, determinados todos a morir a sí mismos y a vivir únicamente con la vida de Jesucristo. Habiendo llegado al Valle de Espoleto, consultaron entre sí si sería más seguro para ellos quedarse en aquella soledad, para no tener más comercio que con Dios. Pero, en una fervorosa oración que tuvo nuestro Santo, le dio el Señor a entender que los había escogido para trabajar en la salvación de las almas. Enterados ya de la voluntad de Dios, se restituyeron a la iglesia de la Porciúncula. Al principio construyó Francisco algunas pocas celdillas; pero en breve tiempo concurrió de todas partes tanto número de pretendientes a serlo en el de sus hijos, que fue menester fabricar muchos conventos. Clamaron por ellos Cortona, Arezzo, Vergoreta, Pisa, Bolonia, Florencia y Otras muchas ciudades; de manera, que en menos de tres años se contaban más de setenta monasterios. No fue el menor de los milagros de San Francisco esta propagación tan prodigiosa y tan pronta de su religiosa familia; pero uno de los mayores milagros que se han visto en la Iglesia de Dios fue la misma vida de este portentoso Santo.
Ninguno de cuantos veneran los altares le hizo ventajas en la mortificación. Era continuo su ayuno, sin que jamás se dispensase en él por sus excesivos trabajos. Casi nunca comía cosa cocida, y siempre negó a sus sentidos todo aquello que los podía halagar. Si en lo que le daban de limosna encontraba algún gusto particular, por mínimo que fuese, que lisonjease el apetito, luego lo sazonaba con ceniza.
Trataba a su cuerpo con tanto rigor y con tanto desprecio, que le llamaba el jumento; y por su gusto sólo se había de sustentar con cardos silvestres. Su cama ordinaria era la desnuda tierra, y una dura piedra por almohada. Nunca se pudo resolver a ordenarse de sacerdote, y por este mismo espíritu de humildad dio a su Orden el nombre de la religión de los frailes menores. Hallándose en Roma, donde consiguió que el Cardenal Hugolino fuese nombrado protector de la Orden, quiso el Papa oirle predicar. Fue muy brillante y muy autorizado el auditorio, pero mucho más maravilloso fue el fruto de su predicación; compungiéronse los Cardenales, y el Papa no pudo contener las lágrimas todo el tiempo que duró el sermón.
Mientras los Hijos de San Francisco se iban extendiendo por todo el Universo con tan inmenso fruto, inspiró Dios a Santa Clara que se pusiese debajo de su dirección. Hizo con ella tan ventajosos progresos en el camino de la perfección, que renunciando los grandes bienes que poseía, a ejemplo de su santo director, fue fundadora de una de las más santas y más ilustres religiones de monjas que hay en la Iglesia de Dios.
Movidas de los sermones y de los ejemplos de San Francisco y de Santa Clara innumerables personas casadas de uno y otro sexo, deseaban todas retirarse a los claustros para pasar en penitencia los días de la vida; pero haciéndolas reconocer nuestro Santo que en todos los estados se podían santificar, y que no era incompatible el conyugal con una vida cristiana y penitente, las dió cierta forma de vida proporcionada a su estado, y ésta fue la tercera regla de su Orden. Dió el nombre de hermanos y de hermanas a las que querían entrar en esta especie de Congregación, que se llamó la Tercera Orden, la cual florece hoy en el mundo con mucho bien y honor de la Santa Iglesia.
Con la bendición del Papa, y habiendo fundado en Roma un convento, se embarcó para Siria. Arrojóle una tempestad á las costas de la Esclavonia, y se vio precisado a restituirse a Italia. Teníale inquieto el ansioso deseo del martirio; y movido de él pasó a España con ánimo de embarcarse para el África, esperando siempre encontrar en los moros la corona por que suspiraba.
Habiendo muerto Inocencio III, de feliz memoria, después del IV Concilio general de Letrán [A.D. 1215], pasó a Roma nuestro Santo para obtener de su sucesor Honorio III la confirmación de su Orden. Recibióle el nuevo Pontífice con toda la ternura y con toda la veneración que merecía tan ilustre santidad; confirmó la Orden con una Bula y la concedió grandes y singulares privilegios.
Cuando volvió a su convento de Nuestra Señora de los Ángeles, que fue el año de 1218, celebró en él aquel famoso Capítulo general que se llamó El Capítulo de las Esteras, porque de ellas principalmente se levantaron en un espacioso campo las celdas necesarias para más de cinco mil frailes que concurrieron a él, formándose otras de juncos y de ramos.
Después que se disolvió aquella numerosa junta, tuvo noticia San Francisco de que cinco Hijos suyos, Fr. Pedro de San Gíeminiano y Otón, sacerdotes, Fr. Berardo de Corbia, Ayuto y Acurso, a quienes el mismo Santo había enviado a Marruecos a predicar la fe, habían recibido la corona del martirio. Con esta ocasión, movido de una santa envidia, se le volvió a encender su antiguo celo y deseo. Partió, pues, para San Francisco ante el sultánSiria, llevándose consigo algunos religiosos; y habiendo llegado a Damieta se presentó al sultán, y con una intrepidez digna de los primeros héroes cristianos le declaró que sólo había venido para manifestarle la falsedad de la ley de Mahoma [a quién llamó Papa Inoncencio III falso profeta], y para enseñarle que no había otro camino de salvación sino la ley de los cristianos. Parecía consiguiente a una declaración tan esforzada la corona del martirio; pero reservábale Dios para otro martirio de amor.
Retiróse al monte Alvernia, y no se sosegó hasta que renunció su empleo de ministro general en el bienaventurado Fr. Pedro de Catania. Descargado ya de aquel peso, empleaba los días y las noches en continua comunicación con Dios y en ejercicios de la más rigurosa penitencia. Hacia el fin de la Cuaresma de San Miguel, que hacía todos los años, recibió del Cielo aquel insigne favor, cuya memoria consagró la Iglesia con fiesta particular. Esta fue la impresión de las sagradas llagas en su santo cuerpo, al mismo tiempo que el fuego del divino amor abrasaba su corazón y le transformaba en un serafín de la Tierra. Por más cuidado que puso en ocultar a los ojos de los hombres aquellas señales del amor divino, la sangre que derramaban hacía traición a su humildad, y desde allí en adelante todos le llamaban el Patriarca seráfico.
Después de este martirio del amor, apenas vivía San Francisco sino de milagro; y las continuas lágrimas que derramaba le debilitaron tanto la vista, que casi no percibía los objetos. Los dos años que sobrevivió á la impresión de las llagas no fueron más que enfermedades molestas, dolores agudísimos, éxtasis continuos los que le acabaron de consumir, y Dios le reveló, en fin, el dichoso momento en que le quería premiar.
Luego que se divulgó la voz de que el Santo había tenido revelación del día de su muerte, se excitó entre las ciudades vecinas una piadosa contienda sobre cuál de ellas había de poseer el precioso tesoro de su cuerpo; pero el mismo Santo, sin tener noticia de lo que pasaba, se declaró a favor de la de Asís. Hallábase postrado en el convento de Fuen-Colomba, y mandó que le llevasen al de Nuestra Señora de los Ángeles, para cuya iglesia había alcanzado de nuestro Señor el famoso jubileo llamado de la Porciúncula, el que después confirmaron tantos Sumos Pontífices, asignando para él el día de la dedicación de la misma iglesia, cuna de la religión seráfica, y es el día segundo de Agosto. Luego que llegó al convento, mandó que le quitasen la túnica y que le tendiesen en el suelo para morir con la más extrema pobreza, a imitación de su divino modelo Jesucristo, que expiró desnudo en el árbol de la cruz. Diéronle aquel gusto; pero; al mismo tiempo tomó el guardián una túnica vieja y una cuerda, y se la alargó diciendo: Doite de limosna este hábito como a un pobre: tómale por obediencia. Obedeció el Santo, y viéndose cercado de todos los frailes, que se ahogaban en sollozos y se deshacían en lágrimas, levantando las manos al Cielo los exhortó a que conservasen el amor de Dios, el cual era el alma de su instituto; a que guardasen con suma puntualidad todas las reglas; a que nunca desmintiesen aquella rigurosa y perfecta pobreza, que era su distintivo y su carácter; a que conservasen con fidelidad y con infinita sumisión la fe de la Iglesia Católica Apostólica y Romana; a que profesasen tierno y ardentísimo amor a la santísima Virgen, su querida Madre, y a que mantuviesen entre sí una inalterable caridad.
Extendiendo después el Santo Patriarca los brazos, y poniéndolos en forma de cruz, suplicó humildemente al Señor que echase su bendición sobre todos sus hijos, y que los cuidase en lugar de padre. Mandó que le leyesen la pasión de nuestro Señor Jesucristo, según el Evangelio de San Juan, y después de ella comenzó él mismo a rezar con voz lánguida y moribunda el salmo 141: «Clamé al Señor con mi voz implorando su asistencia. Derramo mi corazón delante de Él, y le hago presente mi aflicción. Viendo que me va faltando el espíritu, acudo a Vos, Dios mío, que tenéis tan conocidos todos mis pasos. A Vos, Señor, dirijo mis clamores, diciendo a voz en grito: Tú eres mi esperanza, y Tú mi herencia en la tierra de los que viven». Habiendo llegado al último versículo: «Libra, Señor, mi alma de la prisión de este cuerpo, para que confiese incesantemente tu santo nombre; todos los justos esperan que me hagas misericordia, dándome lugar entre los escogidos»; al pronunciar estas últimas palabras expiró tranquilamente en manos de sus hijos, sábado 4 de Octubre del año 1226, a los cuarenta y cinco de su edad, el veintinueve de su conversión, y diez y nueve de la fundación de su Orden.
Apenas expiró San Francisco cuando pareció haberse comunicado al cuerpo la gloria que gozaba su benditísima alma, exhalando aquel un suavísimo olor que llenó de fragancia toda la celda. No se oía por las calles de Asís otra cosa que estas palabras: Murió el Santo. Todos vieron a su satisfacción las sagradas llagas ó señales de las suyas que había impreso nuestro Señor en manos, pies y costado de nuestro Santo. Fue llevado el santo cuerpo, primero al convento de San Damián, que era el de Santa Clara, para satisfacer su devoción y la de sus hijos, y de allí fue conducido como en triunfo a la iglesia de San Jorge, donde había sido bautizado y donde se le dio sepultura. En vista del prodigioso número de milagros que obró Dios en ella, el Papa Gregorio IX, antes Cardenal Hugolino, grande amigo del Santo y testigo ocular de su eminente santidad, le canonizó dos años después [de su muerte], el de 1228, el día 17 de Julio, con extraordinaria solemnidad, en la misma ciudad de Asís. Luego que se acabaron las funciones de canonización se abrieron los cimientos de una magnífica iglesia, y el mismo Papa quiso poner la primera piedra, acabándose en menos de dos años el suntuoso edificio; y el de 1230, cuando se celebraba el Capítulo general, fue trasladado el santo cuerpo a la nueva basílica el día 25 de Mayo, y colocado en una bóveda debajo del altar mayor. Encontróse el cuerpo entero, y sin haberse descarnado ni consumido, y se dice que se conserva de la misma manera sin corrupción, manteniéndose en pie sin ningún arrimo, con los ojos abiertos y un poco levantados al cielo, y la sangre de las llagas roja y liquida.
Doscientos y veintitrés años después de su muerte, el de 1449, le vió en esta misma postura el Papa Nicolao V, acompañado de un cardenal, de un Obispo, de su secretario, del guardián del convento y de tres religiosos, como todo consta de auténtico instrumento.
Aunque este gran Santo no se aplicó mucho al estudio de las ciencias humanas, lo suplió Dios con la luz sobrenatural y con la ciencia infusa que le comunicó, no menos que con los divinos arcanos que se le manifestaban en la íntima y continua comunicación que tenia con el Señor. Además de eso, tenía una excelente capacidad, y poseía una elocuencia natural que se dejaba traslucir por entre los celajes de su profunda humildad, y aquella santa simplicidad que observaba perpetuamente en sus palabras y en todos sus modales. En sus Sermones, en sus Conferencias espirituales, en sus Instrucciones monásticas, en aquella admirable obra que se llama El Testamento de San Francisco, en sus Cánticos espirituales, en sus Advertencias y en algunas otras obras devotas de nuestro Santo que se han dado a luz, se descubre aquella ciencia de los santos que sólo Dios comunica, aquella sabiduría y aquella sublime inteligencia que son dones y frutos del Espíritu Santo.
La Misa es en honor de San Francisco, y la oración la que sigue.
¡Oh Dios, que por los merecimientos de San Francisco fecundaste a tu Iglesia con una nueva familia de hijos! Danos gracia para despreciar, a su imitación, las cosas de la Tierra, y para colocar siempre nuestra alegría en la participación de los dones celestiales. Por Nuestro Señor Jesucristo, etc.
La Epístola es del cap. 6 de la que escribió San Pablo á los de Gálatas.
Hermanos: Lejos de mí el gloriarme en otra cosa que en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo. Porque en Cristo Jesús nada importa ni la circuncisión, ni el estar circuncidado; sino el hombre nuevo. Y todos aquellos que siguieren esta regla, sea paz sobre ellos y misericordia, y sobre Israel de Dios. En lo sucesivo ninguno me sea molesto; pues yo llevo las llagas del Señor Jesús en mi cuerpo. La gracia de Nuestro Señor Jesucristo sea ¡oh hermanos! con vuestro espíritu. Así sea.
REFLEXIONES
No quiera Dios me gloríe en otra cosa que en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. ¡Qué pocos cristianos del mundo tienen hoy este lenguaje! Sin embargo, éste debiera ser el más común a todos los cristianos, o, por lo menos, es cierto que ningún otro les conviene mejor. Desde que Jesucristo se dignó consumar el misterio y la obra de nuestra redención en el ara de la cruz, la cruz debe ser el distintivo de todos los verdaderos fieles. A la verdad, no nos debe distinguir ni la nobleza de la sangre ni el esplendor del nacimiento. Delante de Dios no constituye nuestro mérito ni la elevación del puesto que se ocupa, ni la dignidad del empleo que se ejerce, ni la abundancia de los bienes que se poseen y disfrutan. Gloriarse en esta casta de bienes advenedizos, por decirlo así, es hacer vanidad de una gloria forastera. El valor de esta casta de bienes es arbitrario: según el espíritu del Cristianismo, se consideran bienes fallidos á la hora de la muerte. El que entonces no tiene otros fondos, siempre muere pobre, o insolvente, como, se dice. La Cruz de Jesucristo ennoblece al hombre por toda la eternidad; es un título de distinción admitido por el mismo Dios; es un insondable fondo de méritos, es un verdadero tesoro; pero tesoro profundamente enterrado para innumerables cristianos. La cruz, dice el Apóstol, es materia de escándalo a los judíos y asunto de burla á los gentiles; pero pregunto: ¿es hoy más estimada ni más venerada por la mayor parte de los cristianos? No quiera Dios, dice el Apóstol, que yo me gloríe en otra cosa que en la cruz de mi Señor Jesucristo.
El Evangelio es del cap. 11 de San Mateo.
En aquel tiempo respondió Jesús, y dijo: Glorificote ¡oh Padre! Señor del Cielo y de la Tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los párvulos. Sí, Padre: porque ésta ha sido tu voluntad. Todo me lo ha entregado mi Padre. Y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce alguno sino el Hijo, y aquel á quien el Hijo lo quisiere revelar. Venid a Mí todos los que trabajáis y estáis cargados, y Yo os aliviaré. Llevad sobre vosotros mi yugo, y aprended de Mí, que soy dulce y humilde de corazón, y hallaréis el descanso de vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga es ligera.
MEDITACIÓN
De la pobreza evangélica.
Punto PRIMERO. —Considera que la pobreza evangélica no es puramente de consejo, sino de riguroso precepto, pues que Cristo indistintamente la intima a todos los fieles por estas palabras: El que no renuncia todo lo que posee, no puede ser mi discípulo. No se puede entender esta renuncia de un general despojo efectivo de todos los bienes, como la hizo San Francisco, y como la hacen todos los religiosos: no pide el Salvador a todos los cristianos este sacrificio; pero indispensablemente pide a todos los que quieren ser sus discípulos que desprendan el corazón de todos los bienes de la Tierra; quiere que entre la misma abundancia sean pobres de afecto y de corazón. Sé enhorabuena rico, si la divina Providencia quiso que nacieses tal, o si, echando Dios su bendición a tu industria, dispuso que lo fueses; pero, aunque poseas las riquezas, no pegues a ellas el corazón. A ninguno exceptúa el oráculo del Hijo de Dios: tanto el príncipe como el vasallo; tanto el padre de familias como el que no tiene sucesión; tanto el hombre de negocios como cualquiera otro particular, todos están comprendidos en la generalidad de este precepto. No ya es mero consejo de perfección: el apego del corazón a los bienes que se poseen está absolutamente condenado por el Evangelio. Se deben conservar, es así, los bienes adquiridos, y los que Dios nos ha dado; se deben también adelantar, todo según los fines del mismo Dios; pero, en poniendo en ellos el corazón, ya pasaron a ser su ídolo. De aquí nace aquella codicia, aquella ambición, aquella avaricia que el Apóstol llama idolatría. Hablando en rigor, las riquezas legítimamente adquiridas no son las que nos hacen poco cristianos: el afecto y el apego a ellas es el que causa este desorden y el que hace réprobos a tantos ricos.
Punto SEGUNDO.a—Considera si será hoy muy crecido en el mundo el número de los discípulos de Cristo. ¿Son muchos los hombres acomodados, los hombres ricos que viven desprendidos de este amor, de ese apego á los bienes de la Tierra? ¿No es el amor a ellos la pasión dominante en toda clase de personas y en toda suerte de estados? Hoy es el interés el gran resorte, la gran máquina que a todos pone en movimiento. Pero ¡qué impiedad será la de aquellos que, habiendo hecho voto y profesión de pobres, quieren tener las mismas conveniencias de los ricos, gozar de sus comodidades sin cargar con sus pensiones, y, en una palabra, despojarse de todo en público, pero solicitando que nada les falte en secreto! Ciertamente, si el despego del corazón a los bienes temporales es necesario, con necesidad de precepto, aun a las personas del mundo, ¿con qué tranquilidad de conciencia podrán los eclesiásticos y los religiosos conservar apego a ellos?
No permitáis, Señor, que mi corazón se deje jamás prender de esos bienes terrenos. Quiero ser discípulo Vuestro y, mediante la asistencia de Vuestra divina gracia, quiero también poseer todas las virtudes y todos los requisitos de tal.
JACULATORIAS
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.—Matth., 5. Si abundares en riquezas, no pongas tu corazón en ellas.—Ps. 61.
PROPÓSITOS
1. Siendo Dios el Autor de todas las condiciones y de todos los estados de los hombres, ninguno por sí mismo está excluido de la Patria Celestial. Tanto derecho tienen a ella los ricos como los pobres, y en su misma condición encuentran los medios que han menester para ser santos. La comparación del camello; las fuertes expresiones del Evangelio, que a la verdad son poco favorables a los ricos; los anatemas que fulmina la Escritura contra los hombres poderosos y opulentos; todo esto sólo prueba la dificultad de salvarse en un estado, donde todo tienta y todo lisonjea las pasiones. Pero no son precisamente las riquezas las que forman esta dificultad, sino el apego del corazón a ellas. Quiere Dios que haya ricos en el mundo, pero no quiere que pongan su corazón en sus tesoros, y esto es lo que raras veces sucede. Examínate tú, y mira si te hallas en el caso. Mira, dice San Gregorio, si en lugar de poseer los bienes temporales, no estás tú poseído de ellos; si tú los posees a ellos, o ellos te poseen á ti.
2. Acredita este desinterés con tu conducta. Si te sucede alguna pérdida, vuélvete a Dios y dile con el santo Job: El Señor lo dio, el Señor lo quitó, y según fue su voluntad así se hizo; sea su nombre bendito. Ni te alegres porque se adelantan tus negocios, ni te entristezcas porque se pierden. Esta igualdad de humor, y de una conducta siempre inalterable, es la mejor prueba de tu desasimiento.
3. Los ricos, según los Santos Evangelios, deben generosamente ayudar a los pobres, hacer obras de misericordia corporal y pagar los diezmos a la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana.
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