(f 362.) San Teodoro, glorioso sacerdote y mártir
de Cristo, fué uno de los más celosos ministros
del Señor en la iglesia de Antioquía
de Siria. Trabajó sin descanso en
desarraigar las supersticiones paganas,
en derribar las aras y estatuas de los
falsos dioses, y en levantar varios templos
al Dios verdadero, sin esperar otra
recompensa que ver más extendida y
gloriosa aquella cristiandad, ni desear
otro premio que la corona del martirio.
El conde Juliano, tío del emperador Juliano, y apóstata como él, gobernaba a
la sazón el Oriente, cuya capital era Antioquía,
y sabiendo que el santo sacerdote
Teodoro tenía el ministerio de guardar
los vasos sagrados y tesoros de la
Iglesia, quiso apoderarse de ellos, y le
llamó a su tribunal, ordenándole en nombre
del César que hiciese entrega de todos
aquellas preciosas alhajas. Respondióle
el fidelísimo siervo de Cristo que
nada había recibido de manos del César,
y que nada le debía. Al oir estas palabras
el codicioso tirano, enojóse sobremanera,
y comenzó a reprenderle con grandes
amenazas por la contradicción que hacía
a la religión del imperio y a la voluntad
del César. Teodoro con grande elocuencia
y entereza, le echó en cara la liviandad
de su apostasía, y de la de su sobrino el
emperador: por lo cual mandó el conde
Juliano que luego azotasen cruelmente al
santo presbítero en las plantas de los
pies y en su venerable rostro. Después
le hizo poner en el suplicio del ecúleo,
donde con cuerdas que pasaban por unas
poleas, le estiraron con tan grande inhumanidad
los brazos y las piernas, que le sacaron de sus junturas los
huesos y mientras el bárbaro
juez que presenciaba el suplicio
se mofaba del mártir, y le decía
palabras injuriosas, el santo rogaba
por él, y sin hacer demostración
alguna de dolor, ni dar
un solo gemido, le exhortaba a
que mirase por sí, y pidiese perdón
a Jesucristo de su iniquidad
y apostasía. «Bien veo, le dijo el
tirano, que eres harto insensible
a los tormentos. ¿De dónde sacas
- esta fortaleza?» «No los siento nada, respondió el mártir; porque
Dios está conmigo.» Entonces
Juliano mandó que le aplicasen
a los costados hachas encendidas
; y mientras«le abrasaban
con ellas los verdugos, repentinamente
cayeron de espaldas en tierra, y se negaron
a seguir atormentándole, diciendo
que habían visto unos ángeles que protegían
al mártir. Finalmente el encarnizado
apóstata vencido y avergonzado por la
entereza e incontrastable constancia del
santo mártir, mandó que le cortasen la
cabeza y en este suplicio entregó su alma
santísima en manos del Creador.
Reflexión: La torpe codicia y deseo de
apoderarse de los bienes de la Iglesia fué
lo que estimuló al procónsul Juliano a
cebarse en la sangre del fiel presbítero
san Teodoro. Y ¿cuál ha sido aún en otras
harto recientes persecuciones que ha padecido
la Iglesia una de las causas principales
del odio mortal con que la han
maltratado sus enemigos manifiestos o
solapados? La sed de los bienes que justamente
había alcanzado, que legítimamente
poseía y caritativamente empleaba.
Nos enseña, pues, la historia de la
Iglesia, que muchos de sus sangrientos
tiranos y acérrimos perseguidores no solamente
han sido enemigos de la verdad
de Dios y de la santidad del Evangelio,
sino también hombres codiciosos, avaros,
ladrones y obradores de toda injusticia e
iniquidad.
Oración: ¡Oh Dios! que nos proteges
con la gloriosa confesión de tu bienaventurado
mártir Teodoro, concédenos que
de su imitación y oración saquemos fuerzas
para adelantar en tu divino servicio^
Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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