LA BENIGNIDAD DEL SALVADOR. — San Pablo, en la Epístola a Tito, recuerda más de una vez, que "Dios Nuestro Salvador ha manifestado su benignidad y amor para con los hombres". se diría que estas palabras las había repetido el Apóstol con mucha frecuencia en el curso de sus conversaciones, de sus viajes y de su larga intimidad, a su discípulo predilecto San Lucas.
Es cierto que resulta difícil hacer diferencias y comparaciones entre los santos y con más razón aún entre los Evangelistas; con todo, se puede echar de ver que en el texto del Evangelio de San Lucas brillan con resplandor especial la bondad y la misericordia de nuestro dulcísimo Salvador. Tenía gran talento: sabía admirablemente el griego, se distinguía en describir escenas y personajes, y su alma, derramando bondad y mansedumbre, daba a su ingenio una gracia extraordinaria.
EL MÉDICO. — San Lucas hizo sus estudios de medicina: San Pablo le llamaba "el médico muy querido". En los relatos de las curaciones que obró Jesús, se manifiesta San Lucas por su precisión; y sabe bien disimular lo que no honra a su gremio; como ocurre en el caso de la hemorroisa, en el cual, por lo contrario, otros evangelistas se extienden, diríase que con placer, aludiendo a la impotencia de la ciencia humana.
EL RETRATISTA. — Por su talento para narrar y pintar, se le ha atribuido un retrato de la Virgen María. Nos ha dejado, en efecto, sobre la Madre del Redentor los más bellos retratos en el Evangelio y en los Hechos de los Apóstoles, y se ha llegado a pensar, y. no va fuera de razón, que oyó a María o a algunos confidentes inmediatos suyos muchas circunstancias de la infancia de Jesús.
Y no es menos verdad que fué u n excelente pintor de Jesucristo Salvador. No sólo descartó de sus relatos todo lo que podía tener visos de severidad para las personas, sino que se contentó con notar al vuelo las crueldades de que fué víctima el Salvador durante su Pasión. Al contrario, se detuvo con placer en describir largamente los primeros tiempos de la vida de Jesús, a quien presenta siempre con su Madre; habla muchas veces de la oración de Jesús, de su misericordia con los pecadores, de su paciencia con sus enemigos. A él debemos los relatos de la mujer adúltera, del buen samaritano, del hijjo pródigo, del buen ladrón, de los discípulos de Emaús. A través de su relato se le siente cuidadoso de infundirnos confianza en "la bondad y amor de nuestro Salvador", que vino a salvar "a todos los hombres". Nos quiere convencer de que todos los hombres, por miserables que sean, así en el orden físico como en el moral, pueden llegarse para ser curados a este Salvador, de quien había oído hablar al Apóstol, a los primeros discípulos, y también probablemente a la Santísima Virgen. Quiere que tomemos como nuestras y como dirigidas a nosotros las palabras cariñosas .de Jesús: "A vosotros, amigos míos, lo digo... No temas, rebañito mío...", .y parece que se siente, al leerlo, que la mirada de Jesús se posa sobre todos nosotros durante su Pasión y no sólo sobre San Pedro.
LA MORTIFICACIÓN DE LA CRUZ. — Pero tenemos que decir que San Lucas no peca por omisión Nos lleva, sí, dulce e irresistiblemente hacia el Maestro, mas no vacila para decirnos que, si queremos seguirle y hacernos dignos de él, nos es necesario cargar con la cruz, renunciarnos del todo a nosotros mismos y renunciar también a los bienes de este mundo; y que, a no hacerlo así, no seremos nunca dignos de él, del Señor. Y, porque a esto no se llega sin trabajos, nos lo dice dulcemente, como la melodía gregoriana de la antífona de la Comunión en el primer formulario del Común de un Mártir no Pontífice :a tiene esta antífona un aire cautivador y atrayente que nos anima a tomar con Jesús la cruz de cada día.
Esa cruz llevó sobre sus hombros nuestro Santo. En la oración de la Misa, la Iglesia le alaba "de haber llevado siempre en su cuerpo la mortificación de la cruz, p a r a gloria del nombre de Dios". Tal mortificación debió de ser muy meritoria, ya que la Iglesia le honra con el color rojo reservado a los mártires, a pesar de que tal vez sea el único apóstol y evangelista que no derramó su sangre por Cristo. Esta mortificación de la cruz fué su martirio, no un martirio de pocos días o de algunas horas, sino de toda su vida: martirio probablemente desconocido de sus contemporáneos, pero honrado hoy en la Liturgia de la Iglesia, a quien guía en todas las cosas el Espíritu Santo.
LA LECCIÓN. — Para nosotros es una lección. También nosotros a ejemplo de San Lucas podemos y debemos ser mártires. En el bautismo nos comprometimos a preferir la muerte al pecado mortal. Y puede ocurrir que un día tengamos que escoger entre la muerte y el pecado: en nuestra elección no deberá haber entonces duda, seguros de la recompensa que en breve nos darán.
Mas lo ordinario es que no tengamos que í escoger entre la muerte y el pecado; nuestra conciencia sólo nos pide que renunciemos a nuestro egoísmo: nos lo exige diariamente y, como todos los días tenemos que hacer nuevos esfuerzos, a veces nos rendimos, renunciamos ala amistad o por lo menos a la intimidad con- Dios, guardando en nuestro corazón algunas, reliquias de amor propio. Renunciar a ellas equivaldría a asegurarnos la gloria y la recompensa del mártir, como San Lucas las goza en la bienaventuranza eterna. Ayúdenos su intercesión y su ejemplo a seguir sus huellas y las del Salvador y su Madre, tan bellamente retratados en el Evangelio.
VIDA. — Lucas nació en Antioquía, de familia pagana. Se convirtió ciertamente hacia el año 40. San Pablo se encontró con él en Tróade y se le llevó el año 49 como compañero de su segundo viaje a Filipos. Lucas se juntará definitivamente más tarde al Apóstol para no volver a separarse. Al morir San Pablo, Lucas sale de Roma y desde esa fecha le perdemos de vista y nada de cierto volvemos a saber de él.
El alma de San Lucas es toda bondad y dulzura. Hace uso de su talento literario para escribir su evangelio hacia el año 60, con el fin de atraer a los gentiles a la gracia y a la misericordia del Señor. Algo más tarde escribirá los Hechos de los Apóstoles. Morirá sin derramar su sangre por Cristo, pero la Iglesia le honra como mártir a causa de su mortificación y de los trabajos que padeció a lo largo de su vida por la causa del Evangelio.
LA MORTIFICACIÓN DE LA CRUZ. — Te damos gracias, evangelista de los gentiles, por haber puesto fln a la larga noche que nos tenía cautivos y haber caldeado nuestros corazones. Como confidente de la Madre de Dios, su alma conservó de estas relaciones el perfume de sabor virginal que se percibe en tus escritos y en toda tu vida. Cariño discreto y abnegación callada fueron las partes que te tocaron en la gran obra, en la que el Apóstol de las naciones, muchas veces desamparado y traicionado, te encontró tan fiel en el tiempo del naufragio y del cautiverio, como en los días de prosperidad. Con razón, pues, la Iglesia te aplica las palabras que decía de sí mismo Pablo: "Siempre atribulados, perseguidos, abatidos; llevando en nuestro cuerpo, mientras vivimos, el estado de muerte de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal". A este Hijo del hombre, al que nos enseñó a amar en su Evangelio tu pluma inspirada, le revelas también reproduciendo en ti su propia santidad.
EL PINTOR. — Conserva en nosotros el fruto de tus múltiples enseñanzas. Si te honran los pintores cristianos, si es conveniente que aprendan de ti que el ideal de toda belleza reside en el Hijo y en su Madre, hay un arte, con todo, mucho más sublime que el de las líneas y los colores: el arte de reproducir en nosotros la semejanza divina. Queremos sobresalir en tu escuela por este último arte; pues por tu maestro San Pablo sabemos que la conformidad de imagen con el Hijo de Dios es el único título de la predestinación de los elegidos.
EL MÉDICO. — Protege a los médicos cristianos; tienen a honra el seguir tus huellas; ejerciendo su profesión abnegada y de caridad, confían en el crédito de que gozas cerca del autor de la vida. Ayuda a su solicitud para curar o aliviar las enfermedades; infúndeles un celo santo cuando adviertan próximo el paso terrible de la muerte.
Hoy, por desgracia, el mundo reclama para su debilidad senil la solicitud de todos los que estén en condiciones de conjurar, sea por medio de la oración, sea por medio de la acción, los muchos y grandes peligros que le amenazan. Cuando vuelva el Hijo del Hombre, ¿creéis que aún encontrará fe en la tierra? Así hablaba el Señor en tu Evangelio. Pero decía también que hay que orar siempre y no desfallecer jamás; y añadía para la Iglesia de nuestros días y de todos los tiempos, esta parábola de la viuda que a fuerza de importunar, terminó por conquistar la mala voluntad del juez inicuo en cuyas manos andaba su causa: Y Dios ¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche, y ha de sufrir siempre que se los oprima? Os digo que les hará justicia sin tardar.
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