(1572 p.c.) La familia Borja, que era una de las más célebres del reino de Aragón,
se hizo famosa en el mundo entero cuando Alfonso Borgia fue elegido
Papa con el nombre de Calixto III. A fines del mismo siglo, hubo otro
Papa Borgia, Alejandro VI, quien tenía cuatro hijos cuando fue elevado al
pontificado. Para dotar a su hijo Pedro, compró el ducado de Gandía, en España. Pedro, a su vez lo legó a su hijo Juan, quien fue asesinado poco después
de su matrimonio. Su hijo, el tercer duque de Gandía, se casó con la hija natural
de un hijo de Fernando V de Aragón. De este matrimonio nació en 1510
Francisco de Borja y Aragón, nuestro santo, quien era nieto de un Papa y
de un rey y primo de Carlos V. Francisco ingresó en la corte de este último,
una vez que hubo terminado sus estudios, a los dieciocho años. Por entonces,
ocurrió un incidente cuya importancia no había de verse sino más tarde. En
Alcalá de Henares, Francisco quedó muy impresionado a la vista de un hombre
a quien se conducía a la prisión de la Inquisición: ese hombre era Ignacio
de Loyola.
Al año siguiente, tras de recibir el título de marqués de Lombay, Francisco
contrajo matrimonio con Leonor de Castro. Diez años más tarde, Carlos V
le nombró virrey de Cataluña, cuya capital es Barcelona. Años después, Francisco
solía decir: "Dios me preparó en ese cargo para ser general de la Compa-
ñía de Jesús. Ahí aprendí a tomar decisiones importantes, a mediar en las
disputas, a considerar las cuestiones desde los dos puntos de vista. Si no hubiese
sido virrey, nunca lo hubiese aprendido." En el ejercicio de su cargo consagraba
a la oración todo el tiempo que le dejaban libres los negocios públicos
y los asuntos de su familia. Los personajes de la corte comentaban desfavorablemente
la frecuencia con que comulgaba, ya que prevalecía entonces la idea,
muy diferente de la de los primeros cristianos, de que un laico envuelto en los
negocios del mundo cometía un pecado de presunción si recibía con demasiada
frecuencia el sacramento del Cuerpo de Cristo. En una palabra, el virrey de
Cataluña ya no era lo que había sido: "veía con otros ojos y oía con otras
orejas que antes; hablaba con otra lengua, porque su corazón había cambiado."
En 1543, a la muerte de su padre, heredó el ducado de Gandía. Como el rey
Juan de Portugal se negó a aceptarle como principal personaje de la corte
de Felipe II, quien iba a contraer matrimonio con su hija, Francisco renunció
al virreinato y se retiró con su familia a Gandía. Ello constituyó un duro
golpe para su carrera pública, y desde entonces el duque empezó a preocuparse
más por sus asuntos personales. En efecto, fortificó la ciudad de Gandía para
protegerla contra los piratas berberiscos, construyó un convento de dominicos
en Lombay y reparó un hospital. Por entonces, el obispo de Cartagena escribió
a un amigo suyo: "Durante mi reciente estancia en Gandía pude darme
cuenta de que Don Francisco es un modelo de duques y un espejo de caballeros
cristianos. Es un hombre humilde y verdaderamente bueno, un hombre de Dios
en todo el sentido de la palabra . . . Educa a sus hijos con un esmero extraordinario
y se preocupa mucho por su servidumbre. Nada le agrada tanto como
la compañía de los sacerdotes y religiosos . . ."
La súbita muerte de Doña Leonor, ocurrida en 1546, puso fin a aquella existencia idílica. La esposa de Francisco había sido su amada y fiel compañera
durante diecisiete años. Al verla en agonía, Francisco decidió pedir a Dios
que se hiciese Su voluntad y no la propia. El más joven de sus ocho hijos
tenía apenas ocho años cuando murió Doña Leonor. Poco después, el Beato
Pedro Fabro se detuvo unos días en Gandía; partió de ahí a Roma, llevando
un mensaje del duque a San Ignacio, para comunicar al fundador de la Compañía
de Jesús que había hecho voto de ingresar en la orden. San Ignacio se
alegró mucho de la noticia; sin embargo, aconsejó al duque que difiriese
la ejecución de sus proyectos hasta que terminase la educación de sus hijos y
que, mientras tanto, tratase de obtener el grado de doctor en teología en la
Universidad de Gandía, que acababa de fundar. También le aconsejaba que
no divulgase su propósito, pues "el mundo no tiene orejas para oír tal estruendo".
Francisco obedeció puntualmente. Pero al año siguiente, fue convocado
a asistir a las cortes de Aragón, lo cual estorbaba el cumplimiento de sus propósitos.
En vista de ello, San Ignacio le dio permiso de que hiciese en privado
la profesión. Tres años después, el 31 de agosto de 1550, cuando todos los
hijos del duque estaban ya colocados, partió éste para Roma. Tenía entonces
cuarenta años.
Cuatro meses más tarde, volvió a España y se retiró a una ermita de
Oñate, en las cercanías de Loyola. Desde ahí obtuvo el permiso del emperador
para traspasar sus títulos y posesiones a su hijo Carlos. En seguida se rasuró
la cabeza y la barba, tomó el hábito clerical, y recibió la ordenación sacerdotal
en la semana de Pentecostés de 1551. "El duque que se había hecho jesuíta",
se convirtió en la sensación de la época. El Papa concedió indulgencia plenaria
a cuantos asistiesen a su primera misa en Vergara y la multitud que se
congregó fue tan grande que hubo que poner el altar al aire libre. Los superiores
de la casa de Oñate le nombraron ayudante del cocinero: su oficio consistía
en acarrear agua y leña, en encender la estufa y limpiar la cocina. Cuando atendía
a la mesa y cometía algún error el santo duque tenía que pedir perdón
de rodillas a la comunidad por servirla con torpeza. Inmediatamente después de
su ordenación, empezó a predicar en la provincia de Guipúzcoa y recorría los
pueblos haciendo sonar una campanilla para llamar a los niños al catecismo
y a los adultos a la instrucción. Por su parte, el superior de Francisco le trataba
con la severidad que le parecía exigir la nobleza del duque. Indudablemente
que el santo sufrió mucho en aquella época, pero jamás dio la menor
muestra de impaciencia. En cierta ocasión en que se había abierto una herida
en la cabeza, el médico le dijo al vendársela: "Temo, señor que voy a hacer
algún daño a vuestra gracia". Francisco respondió: "Nada puede herirme más
que ese tratamiento de dignidad que me dais". Después de su conversión, el
duque empezó a practicar penitencias extraordinarias; era un hombre muy
gordo, pero su talle empezó a estrecharse rápidamente. Aunque sus superiores
pusieron coto a sus excesos, San Francisco se las ingeniaba para inventar
nuevas penitencias. Más tarde, admitía que, sobre todo antes de ingresar en la
Compañía de Jesús, había mortificado su cuerpo con demasiada severidad.
Durante algunos meses predicó fuera de Oñate. El éxito de su predicación fue
inmenso. Numerosas personas le tomaron por director espiritual. El fue uno
de los primeros en reconocer el valor grandísimo de Santa Teresa de Jesús.
Después de obrar maravillas en Castilla y Andalucía, se sobrepasó a sí mismo
en Portugal. I'.n 1541, San Ignacio le nombró prepósito provincial de la Compañía de Jesús en España. San Francisco de Borja desempeñó ese cargo con
algo del autocratismo que era característico de los nobles de su época, pero
dio muestras de su celo y, en toda ocasión expresaba su esperanza de que la
Compañía de Jesús se distinguiese en el servicio de Dios por tres normas:
la oración y los sacramentos, la oposición al mundo y la perfecta obediencia.
Por lo demás, esas eran las características del alma del santo.
San Francisco de Borja fue prácticamente el fundador de la Compañía
de Jesús en España, ya que estableció una multitud de casas y colegios durante
sus años de prepósito general. Ello no le impedía, sin embargo, preocuparse
por su familia y por los asuntos de España. Por ejemplo, dulcificó los
últimos momentos de Juana la Loca, quien había perdido la razón cincuenta
años antes, a raíz de la muerte de su esposo y, desde entonces, había experimentado
una extraña aversión por el clero. Al año siguiente, poco después de
la muerte de San Ignacio, Carlos V abdicó, se enclaustró en el monasterio
de Yuste y mandó llamar a San Francisco. El emperador nunca había sentido
predilección por la Compañía de Jesús y declaró al santo que no estaba contento
de que hubiese escogido esa orden. Este confesó los motivos por los
que se había hecho jesuita y afirmó que Dios le había llamado a un estado
en el que se uniese la acción a la contemplación y en el que se viese libre de
las dignidades que le habían acosado en el mundo. Aclaró que, por cierto la
Compañía de Jesús era una orden nueva, pero el fervor de sus miembros
valía más que la antigüedad, ya que "la antigüedad no es una garantía de
fervor". Con eso quedaron disipados los prejuicios de Carlos V. San Francisco
no era partidario de la Inquisición y este tribunal no le veía con buenos ojos,
por lo que Felipe II tuvo que escuchar más de una vez las calumnias que los
envidiosos levantaban contra el santo duque. Este permaneció en Portugal
hasta 1561, cuando el Papa Pío IV le llamó a Roma a instancias del P. Laínez,
general de los jesuítas.
En Roma se le acogió cordialmente. Entre los que asistían regularmente
a sus sermones se contaban el cardenal Carlos Borromeo y el cardenal Ghislieri,
quien más tarde fue Papa con el nombre de Pío V. Ahí se interiorizó
más de los asuntos de la Compañía y empezó a desempeñar cargos de importancia.
En 1565, a la muerte del P. Laínez, fue elegido general. Durante los
siete años que desempeñó ese oficio, dio tal ímpetu a su orden en todo
el mundo, que puede llamársele el segundo fundador. El celo con que propagó
las misiones y la evangelización del mundo pagano inmortalizó su nombre.
Y no se mostró menos diligente en la distribución de sus subditos en Europa
para colaborar a la reforma de las costumbres. Su primer cuidado fue establecer
un noviciado regular en Roma y ordenar que se hiciese otro tanto en
las diferentes provincias. Durante su primera visita a la Ciudad Eterna, quince
años antes, se había interesado mucho en el proyecto de fundación del Colegio
Romano y había regalado una generosa suma para ponerlo en práctica. Como
general de la Compañía, se ocupó personalmente de dirigir el Colegio y de
precisar el programa de estudios. Prácticamente fue él, quien fundó el Colegio
Romano, aunque siempre rehusó el título de fundador, que se da ordinariamente
a Gregorio XIII, quien lo restableció con el nombre de Universidad
Gregoriana. San Francisco construyó la iglesia de San Andrés del Quirinal
y fundó el noviciado en la residencia contigua; además, empezó a construir el
Gcsú y amplió el Colegio Germánico, en el que se preparaban los misioneros destinados a predicar en aquellas regiones del norte de Europa en las que el
protestantismo había hecho estragos.
San Pío V tenía mucha confianza en la Compañía de Jesús y gran admiración
por su general, de suerte que San Francisco de Borja podía moverse
con gran libertad. A él se debe la extensión de la Compañía de Jesús más
allá de los Alpes, así como el establecimiento de la provincia de Polonia.
Valiéndose de su influencia en la corte de Francia, consiguió que los jesuitas
fuesen bien recibidos en ese país y fundasen varios colegios. Por otra parte,
reformó las misiones de la India, las del Extremo Oriente y dio comienzo a
las misiones de América. Entre su obra legislativa hay que contar una nueva
edición de las reglas de la Compañía y una serie de directivas para los jesuitas
dedicados a trabajos particulares. A pesar del extraordinario trabajo que desempeñó
durante sus siete años de generalato, jamás se desvió un ápice de la
meta que se había fijado, ni descuidó su vida interior. Un siglo más tarde
escribió el P. Verjus: "Se puede decir con verdad que la Compañía debe a
San Francisco de Borja su forma característica y su perfección. San Ignacio
de Loyola proyectó el edificio y echó los cimientos; el P. Laínez construyó los
muros; San Francisco de Borja techó el edificio y arregló el interior y, de
esta suerte, concluyó la gran obra que Dios había revelado a San Ignacio".
No obstante sus muchas ocupaciones, San Francisco encontraba tiempo todavía
para encargarse de otros asuntos. Por ejemplo, cuando la peste causó
estragos en Roma en 1566, el santo reunió limosnas para asistir a los pobres
y envió a sus subditos, por parejas, a cuidar a los enfermos de la ciudad, no
obstante el peligro al que los exponía.
En 1571, el Papa envió al cardenal Bonelli con una embajada a España,
Portugal y Francia, y San Francisco de Borja le acompañó. Aunque la embajada
fue un fracaso desde el punto de vista político, constituyó un triunfo
personal de Francisco. En todas partes se reunían verdaderas multitudes para
"ver al santo duque" y oírle predicar; Felipe II, olvidando las antiguas animosidades,
le recibió tan cordialmente como sus subditos. Pero la fatiga
del viaje apresuró el fin de San Francisco de Borja, muy debilitado desde
tiempo atrás por la responsabilidad de su cargo y por el esfuerzo que le costaba
el no poder dedicarse a la oración como lo hubiese deseado. Su primo,
el duque Alfonso, alarmado por el estado de su salud, le envió desde Ferrara a
Roma en una litera. Sólo le quedaban ya dos días de vida. Por intermedio
de su hermano Tomás, San Francisco envió sus bendiciones a cada uno de
sus hijos y nietos y, a medida que su hermano le repetía los nombres de cada
uno, oraba por ellos. Cuando el santo perdió el habla, un pintor entró a retratarle,
lo cual muestra la falta de delicadeza que se observaba en ciertas ocasiones
durante aquella época. Al ver al pintor, San Francisco manifestó su desaprobación
con la mirada y el gesto y volvió el rostro a la pared para que no pudiesen retratarle.
Murió a la media noche del 30 de septiembre de 1572. Según la expresión
del P. Brodrick fue "uno de los hombres más buenos, amables y nobles que han
pisado nuestro pobre mundo."
Desde el momento de su "conversión", San Francisco de Borja, canonizado en 1671, cayó en la cuenta de la importancia y de la dificultad de alcanzar la verdadera humildad y se impuso toda clase de humillaciones a los ojos de Dios y de los hombres. En Valladolid, donde el pueblo recibió al santo en triunfo, el P. Bustamante observó que Francisco se mostraba todavía más humilde que de ordinario y le preguntó la razón de su actitud. El santo replicó: "Esta mañana, durante la meditación, caí en la cuenta de que mi verdadero sitio está en el infierno y tengo la impresión de que todos los hombres, aun los más tontos, deberían gritarme: ¡'Ve a ocupar tu sitio en el infierno!'". Un día confesó a los novicios que, durante los seis años que llevaba meditando la vida de Cristo, se había puesto siempre en espíritu a los pies de Judas; pero que recientemente había caído en la cuenta de que Cristo había lavado los pies del traidor y por ese motivo ya no se sentía digno de acercarse ni siquiera a Judas.
Existe una cantidad inmensa de documentos sobre la vida de San Francisco de Borja, pero la mayoría de ellos sólo han visto recientemente la luz, gracias a la publicación de cinco volúmenes especiales de Monumento Histórica Societatis Jesu (1894-1911). Dichos volúmenes contienen más de mil cartas del santo, su diario espiritual de los últimos años y cierto número de documentos diversos referentes a su familia. En ese material se basan las biografías del P. Suau, Histoire de S. Franqois de Borgia (1910), y de Otto Karrer, Der heilige Franz von Borja (1921). El artículo de Alban Butler se reducía a un resumen de las biografías primitivas, como la de D. Vázquez (1585), reproducida substancialmente por el P. J. E. Nierember en 1644, y la del P. Ribadeneira, Vida del P. Francisco de Borja (1598). Tanto Vázquez como Ribadeneira fueron contemporáneos y amigos del santo pero para evitar el escándalo pasaron en silencio muchas cosas, particularmente en lo referente a la lucha del duque de Gandía contra los graves abusos que cometían en la administración de la justicia, los magistrados y grandes de España. En todas las biografías primitivas, sobre todo en la del cardenal Cienfuegos, se alababa al santo en forma extravagante y se repiten milagros y maravillas sin el menor sentido crítico. Por ejemplo, carece de fundamento la leyenda de que, al ver el cadáver de la reina Isabel, dijo San Francisco: "Jamás volveré a servir a señora que se me pueda morir" (cf. Suau, p. 68; Karrer, p. 281). El P. Suau publicó un excelente resumen de su obra más extensa en la colección Les Saints (1905). Véase Mons. M. Yeo, The Greatest of the Borgias (1936); J. Brodrick, Origin of the Jesuits(1940), y Progress of the Jesuits (1946). Se encontrará una bibliografía muy completa en Karrer, pp. XI-XVI.
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