(t 298) El glorioso centurión y mártir de Cristo san Marcelo fué de nación español y tiénese por tradición que nació en la ciudad de León, que después fué cabeza y corte del reino de su nombre. Floreció en la profesión militar en tiempo del presidente Anastasio Fortunato que gobernaba aquella provincia de España, y celebrándose por este tiempo la exaltación de Maximiano Hercúleo al imperio, para que la función fuese más solemne, el presidente Anastasio Fortunato publicó un edicto por el que se mandaba que todos los pueblos de la provincia concurriesen a León el día señalado para la festividad y regocijo público. Marcelo, es tando delante de las banderas de su legión, lastimado de ver tanta gente entregada a la idolatría, a vista de todos se quitó el cíngulo o banda militar y dijo: «Yo solo sirvo a Jesucristo, Rey de reyes y Señor de los señores, por lo que desisto de servir más a los emperadores de la tierra, y desprecio sus falsos dioses.» Diciendo esto arrojó también el sarmiento que llevaba en la mano como divisa de su grado de centurión en la milicia. Dio orden el gobernador que luego pusiesen a san Marcelo en la cárcel; y terminadas las fiestas y sacrificios idólatras, preguntóle lleno de ira: «¿Qué causa has tenido para arrojar el cíngulo militar?» «La causa es, respondió Marcelo, que siendo como soy cristiano no puedo conservar estas insignias que parece obligan a prestar sacrificio a vuestras deidades quiméricas.» «Yo no puedo disimular tu temeridad, repuso Fortunato; daré parte de ella al César, enviándote por ahora a Tánger a mi principal Agricolano.» «Haz lo que te parezca, contestó Marcelo; pero entiende que aquí y en todas partes haré la misma confesión de mi Señor Jesucristo.» Envió con efecto Fortunato a Marcelo cargado de prisiones a la metrópoli de la Mauritania, donde a la sazón se hallaba Agricolano, y habiendo llegado el santo a aquella ciudad, después de innumerables trabajos que padeció en el viaje, enterado Agricolano del proceso hecho por Fortunato, mandó a uno de sus oficiales leerlo en alta voz, y preguntó después a Marcelo: «¿Qué furor te ha preocupado para arrojar las t/ insignias militares y blasfemar contra los dioses del imperio?» Respondió el mártir: «No hay furor alguno en los que temen al Señor»: y en habiendo oído la sentencia de muerte, mostrándose agradecido al prefecto, le dijo: «Agricolano, Dios te haga bien y tenga misericordia de ti.» Fué conducido después al lugar del suplicio el mismo día que entró en Tánger, y puesto en oración fué degollado. Los cristianos recogieron el venerable cuerpo del ilustre soldado de Cristo en el silencio de la noche, y habiéndole embalsamado le dieron honrosa sepultura.
Reflexión: ¡Qué heroico vencedor de
los respetos humanos se mostró el cristiano
centurión san Marcelo, arrojando
el cíngulo militar delante de tan grande
muchedumbre y en medio de aquella fiesta
tan solemne! ¡Cómo podrán leer este
ejemplo tan sublime sin cubrirse de vergüenza
las miserables víctimas del qué
dirán! Pero ¿no es razón hacer más caso
del qué dirá Dios que del qué dirán los
hombres? Y si llega la alternativa de haber
de perder la amistad de Dios o la
del mundo, ¿qué amistad ha de preferirse
y conservarse a todo trance? La del
mundo que es tan mudable, fementida y
transitoria, o la de Dios, que es constante,
fidelísima y eterna? Mira cuan necios
son los que por no desagradar al mundo
por un poco de tiempo, no reparan
en perder la eterna amistad de Dios.
Oración: Rogárnoste, oh Dios omnipotente,
que los que veneramos el nacimiento
para la gloria de tu bienaventurado
Marcelo mártir, por su intercesión
crezca en nosotros el amor de tu santo
nombre. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Amén.
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