EL OFICIO. — La Iglesia ha comenzado esta noche la lectura del segundo libro de los Reyes, que principia por la narración de la muerte desgraciada de Saúl y el advenimiento de David al trono de Israel. La exaltación del hijo de Jesé marca el punto culminante de la vida profética del pueblo antiguo; en él encontró Dios su siervo fiel (Salmo LXXXVIII, 21), e iba a mostrarle al mundo como la figura más completa del Mesías que había de venir. Un juramento divino garantizaba al nuevo Rey el porvenir de su descendencia; su trono debía ser eterno (Ibíd., 36-38); porque debía un día llegar a ser ei trono del que sería llamado Hijo del Altísimo, sin dejar de tener por Padre a David (S, Luc., I, 32).
Pero en el momento en que la tribu de Judá aclamaba en Hebrón al elegido del Señor, no era todo, ni mucho menos, alegría y esperanza. La Iglesia, ayer en Vísperas, tomaba una de las más bellas Antífonas de su Liturgia del canto fúnebre que inspiró a David la vista de la diadema recogida del polvo ensangrentado en el campo de batalla, donde acababan de sucumbir los príncipes de Israel: "Montes de Gelboé, ni lluvia ni rocío caiga sobre vosotros; porque allí fue abatido el escudo de los héroes, el escudo de Saúl, como si no hubiese recibido la unción. ¿Cómo han caído los héroes en la batalla? Jonatás ha sido muerto en las alturas; ¡Saúl y Jonatás, tan amables y tan hermosos en su vida, no se han separado ni en la muerte!".
Inspirada por la proximidad de la fiesta de los Santos Apóstoles del 29 de Junio, y de este día en que el Oficio del Tiempo trae cada año esta Antífona, la Iglesia aplica estas últimas palabras a San Pedro y San Pablo durante la Octava de su fiesta: "¡Gloriosos príncipes de la tierra, se amaron en vida—exclama—y no se han separado ni en la muerte!" Como el pueblo Hebreo en esta época de su historia, más de una vez el ejército cristiano no saludó el advenimiento de sus jefes, sino en una tierra tinta en la sangre de sus predecesores.
MISA
Como en el Domingo anterior, la Iglesia parece haberse complacido en relacionar con las lecturas de la noche el comienzo del Sacrificio. El Introito, en efecto, está sacado del Salmo XXVI, compuesto por David con ocasión de su coronación en Hebrón. Expresa la humilde y confiada súplica de uno a quien falta todo aquí abajo, pero que tiene al Señor como luz y como fuerza. En las circunstancias que hemos recordado, no hacía falta nada menos que una fe ciega en las promesas divinas para sostener el valor del antiguo pastor de Belén y de la nación que llegaba a ser su pueblo. Mas comprendamos a la vez, que la realeza de David y su descendencia, en la antigua Jerusalén, es figura, para la Iglesia, de una realeza más sublime, de una dinastía más alta, esto es: de la realeza de Cristo y de la sucesión de los Pontífices.
INTROITO
Escucha, Señor, mi voz, con la que he clamado a ti:
sé mi ayudador, no me dejes, ni me desprecies, oh Dios, Salvador mío. —
Salmo: El Señor es mi luz, y mi salud: ¿a quién temeré? V. Gloria al
Padre.
Los bienes prometidos a David como recompensa
de sus combates, no eran más que una pálida imagen de los que aguardan
en la patria a los vencedores del demonio, del mundo y de la carne.
Reyes para siempre, gustarán, sentados en sus tronos, de la plenitud de
las delicias, cuyas gotas deja caer aquí abajo el Esposo sobre las almas
fieles. Amemos, pues, a quien recompensa de tal modo el amor; y como
por nosotros mismos no podemos nada, pidamos por medio del Esposo al
autor de todo don excelente (Santiago, I, 17), la perfección de la caridad divina.
COLECTA
Oh Dios, que has preparado bienes invisibles
para los que te aman: infunde en nuestros corazones el afecto de tu
amor; para que, amándote a ti en todo y sobre todo, consigamos tus
promesas que superan todo anhelo. Por nuestro Señor.
EPÍSTOLA
Lección de la Epístola del Ap. S. Pedro. (1.°, III, 8-15).
Carísimos: Estad todos unánimes en la oración,
sed compasivos, amantes de la fraternidad, misericordiosos, modestos,
humildes: no devolváis mal por mal, ni maldición por maldición; sino, al
contrario, bendecid: porque a esto habéis sido llamados, a poseer como
herencia la bendición. Por tanto, el que quiera amar la vida y ver días
buenos, refrene su lengua del mal, y no hablen engaño sus labios.
Apártese del mal, y haga el bien: busque la paz, y sígala. Porque los
ojos del Señor miran a los justos, y sus oídos escuchan sus preces: pero
el rostro del Señor está sobre los que hacen mal. Y, ¿quién es el que
os dañará, si fuereis emuladores del bien? Pero, aunque padeciereis algo
por la justicia, bienaventurados de vosotros. Mas no los temáis a
ellos, y no os conturbéis; antes santificad al Señor, a Cristo, en
vuestros corazones.
CARIDAD FRATERNA.
—La unión de una verdadera caridad, la concordia y la paz, que, como
condición necesaria de su felicidad presente y futura, se debe mantener a
toda costa: tal es el objeto de las recomendaciones dirigidas por Simón
(ahora Pedro) a esas otras piedras elegidas que se apoyan en él, y
forman las hiladas del templo levantado por el Hijo del Hombre a gloria
del Altísimo.
Comprendamos la importancia que tiene para
todos los cristianos la unión mutua, ese amor de hermanos, tan
frecuentemente, tan vivamente recomendado por los Apóstoles,
cooperadores del Espíritu Santo en la construcción de la Iglesia. No
basta la extinción del cisma y de la herejía, cuyos excesos desastrosos
recordaba el Evangelio hace ocho días, ni la represión de las pasiones
de ira o de los celos agrios; es necesario un amor efectivo, obsequioso,
perseverante, que junte verdaderamente y armonice como conviene, las
almas y los corazones; es necesaria esta caridad desbordante y única
digna de tal nombre, que, mostrándonos al mismo Dios en nuestros
hermanos, hace verdaderamente nuestras sus dichas y sus desdichas. Lejos
de nosotros la somnolencia egoísta en que se complace el alma perezosa,
con la que tan frecuentemente las almas falsarias creen satisfacer tanto
mejor a la primera de las virtudes, cuanto más se desinteresan por
completo de lo que las rodea. En tales almas no puede prender la
argamasa divina; piedras impropias para toda construcción, que rechaza
el celeste albañil, o que deja sin empleo al pie de las murallas, porque
no se adaptan al conjunto, ni sabrían disponerse. ¡Desgraciadas de
ellas, sin embargo, si el edificio se; acaba sin que hayan merecido
ocupar un lugar en sus muros! Comprenderán entonces, aunque demasiado
tarde, que la caridad es una; que no ama a Dios quien no ama a su
hermano ( I S. Juan, IV, 21) y que quien no ama, permanece en la muerte (Ibíd., III, 14). Coloquemos, pues, con
San Juan, 1a perfección de nuestro amor para con Dios, en el amor de
nuestros hermanos (I S. Juan, IV, 12); sólo entonces poseeremos a Dios en nosotros (Ibid); sólo
entonces podremos gozar de los inefables misterios de la unión divina
con Aquel que se une a los suyos, para hacer de todos y de Él mismo un
templo augusto a la gloria del Padre.
El Gradual, en conformidad con las ideas que
inspira el Introito del día, pide la protección divina para el pueblo
colocado bajo el cetro del ungido del Señor. El Verso anuncia la
victoria de Cristo-Rey, y la salvación que trae a la tierra.
GRADUAL
Mira, oh Dios, protector nuestro: y contempla a
tus siervos, V. Señor, Dios de los ejércitos, escucha las preces de tus
siervos.
Aleluya, aleluya. V. Señor, en tu fortaleza se alegrará el rey: y se gozará sobremanera en tu salud. Aleluya.
EVANGELIO
Continuación del santo Evangelio según S. Mateo. (V, 20-24).
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Si
no abundare vuestra justicia más que la de los escribas y fariseos, no
entraréis en el reino de los cielos. Habéis oído que se dijo a los
antiguos: No matarás: mas, el que matare, será reo de juicio. Pero yo os
digo que, todo el que se enojare con su hermano, será reo de Juicio. Y
el que le llamare a su hermano raca, será reo de concilio. Y el que le
llamare fatuo, será reo del infierno del fuego. Por tanto, si ofrecieres
tu presente en el altar, y te recordares allí de que tu hermano tiene
algo contra ti: deja tu presente allí, ante el altar, y vete antes a
reconciliarte con tu hermano: y, volviendo después, ofrecerás tu
presente.
EL LEGISLADOR. —
El Verbo divino bajado para santificar a los hombres en la verdad, es
decir, en Él mismo debía volver, ante todo, a su prístino esplendor,
empañado por el tiempo, los inmutables principios de justicia y de
derecho que reposan en Él, como en su cetro. Es lo primero que hace y
con una solemnidad incomparable, antes de llamar a sus discípulos y de
elegir a los doce, en el pasaje del sermón de la montaña, de donde la
Iglesia ha tomado el Evangelio de hoy. En esto no venía, declaraba Él
mismo, a condenar o destruir la ley, sino a restablecer, contra los
escribas y fariseos, su verdadero sentido, y a darla la plenitud que los
mismos ancianos del tiempo de Moisés no la habían podido dar.
EL JUEZ. — En las
pocas líneas que la Iglesia ha tomado, el pensamiento del Salvador es:
que no se debe juzgar con la medida de los tribunales terrenales el
grado de justicia necesario para entrar en el reino de los cielos. La
ley judia ponía al homicida en el tribunal criminal llamado del juicio.;
y Él, el Maestro y autor de la ley, declara que la cólera, el primer
paso para el homicidio, aunque esté oculta en los repliegues más
recónditos de la conciencia, puede ella sola llevar consigo la muerte
del alma, incurriendo asi, en el orden espiritual, en la pena capital,
reservada en el orden social de la vida presente al que ha perpetrado
homicidio. Mas si, aún sin llegar a los golpes, se escapa esta cólera en
palabras despectivas, como la expresión siríaca de roca, hombre de
nada, la falta se hace tan grave, que considerada en su valor real ante
Dios, sobrepasaría la jurisdicción criminal ordinaria, para ser tan
sólo encausada por el consejo supremo de la nación. Si del desprecio se
pasa a la injuria, nada hay tan grave en los procesos humanos que pueda
darnos una idea de la enormidad del pecado cometido. Pero los poderes
del Juez supremo no se sujetan, como los de los hombres, a un límite
dado; la caridad fraterna pisoteada, encontrará siempre, más allá del
tiempo, su vengador. ¡Tan grande es el precepto del amor santo que une a
las almas!; ¡tan directamente se opone a la obra divina, la falta que,
de lejos o cerca, va a comprometer o turbar la armonía de las piedras
vivas del edificio que se levanta aquí abajo, en la concordia y el amor,
a gloria de la indivisible y pacífica Trinidad!
A medida que avanzan los años para el pueblo
elegido, comprende cada vez mejor la dicha que fue para él haber
escogido los verdaderos bienes, como parte de su herencia. Con su Rey,
en el Ofertorio, canta los favores celestiales y la presencia continua
de Dios, que se ha constituido su sostén.
OFERTORIO
Bendeciré al Señor, que me dio entendimiento:
tendré siempre al Señor en mi presencia: porque está a mi diestra, para
que no vacile. En la Secreta pedimos a Dios que se digne recibir
favorablemente, al modo de las antiguas oblaciones, la ofrenda de
nuestros corazones. Pero si queremos que esta oración tenga su efecto,
recordemos la recomendación que acaba el Evangelio de hoy: sólo serán
agradables al Altísimo, los corazones de aquellos que estén en paz, en
cuanto depende de ellos, con todos sus hermanos.
SECRETA
Sé propicio, Señor, con nuestras súplicas, y
acepta benigno estas oblaciones de tus siervos y siervas; para que, lo
que te ha ofrecido cada cual en honor de tua nombre, aproveche a todos
para su salud. Por nuestro Señor.
La presencia auxiliadora de Dios, que celebraba
la Antífona del Ofertorio, no señalaba término alguno a las
condescendencias divinas. Conquistado por el amor infinito de Dios, en
la inefable unión de los Misterios sagrados, el pueblo santo no desea ni
pide otra cosa, que ser admitido a establecerse para siempre en la casa
del Señor.
COMUNIÓN
Una cosa he pedido al Señor, ésta buscaré: morar en la casa del Señor todos los días de mi vida.
El efecto de los sagrados misterios es
múltiple: purifican hasta lo más recóndito del alma y nos protegen al
exterior de las emboscadas que atenían contra nuestra salvación. Pues
digamos, con la Iglesia, en la Poscomunión:
POSCOMUNIÓN
Suplicámoste, Señor, hagas que, los que has
saciado con tu celestial don, nos purifiquemos de nuestras manchas
ocultas, y nos libremos de las asechanzas de los enemigos. Por nuestro
Señor.
Año Litúrgico de Guéranger
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