(Siglo I P. C.) - En la vida de Santiago el Mayor se cuenta que Herodes Agripa, después de haber mandado matar al Apóstol para ganarse al pueblo, trató de congraciarse más y encarceló a San Pedro. El tirano tenía la intención de condenar a muerte al Príncipe de los Apóstoles después de la fiesta de la Pascua. La Iglesia entera se puso en oración para pedir a Dios que salvase de la muerte al Supremo Pastor. Por su parte, Herodes tomó todas las precauciones posibles para impedir que se escapase el prisionero, pues ya con anterioridad, los Apóstoles habían sido puestos en libertad por un ángel. San Pedro, perfectamente sereno y resignado a la voluntad de Dios, dormía en la noche anterior al día en que debía comparecer ante el pueblo, cuando Dios decidió salvarle de manos de sus enemigos. San Pedro dormía entre dos soldados a los que estaba encadenado. La prisión se iluminó de pronto, y un ángel despertó a San Pedro, tocándole en el costado. El mensajero de Dios dio al Apóstol la orden de levantarse, echarse la capa sobre los hombros, calzarse las sandalias y seguirle. Las cadenas cayeron de las manos de San Pedro, quien, pensando que se trataba de un sueño, se levantó y siguió al ángel. Juntos atravesaron las dos puertas de las celdas, y la puerta de hierro de la prisión, que daba a la calle se abrió sola. El ángel acompañó al Apóstol por una calle y desapareció repentinamente. Hasta entonces, San Pedro había creído que soñaba, pero en aquel momento comprendió que el Señor había enviado realmente a un ángel para que le salvase de las manos de Herodes y de la hostilidad de los judíos. Inmediatamente se dirigió a la casa de María, la madre de Juan Marcos, donde algunos de los discípulos se hallaban en oración por él. Abrió la puerta una mujer, la cual, oyendo la voz de Pedro, corrió a anunciar a los otros que el Apóstol estaba ahí. Los discípulos creyeron que Dios les había enviado al ángel de Pedro, hasta que el Apóstol les refirió lo sucedido. "Después de informarse acerca de la suerte de Santiago y de los demás Apóstoles, San Pedro se retiró a un sitio más seguro. Al día siguiente, Agripa condenó a muerte a los guardias, pensando que por su negligencia o connivencia eran culpables de la fuga del Apóstol.
El propio de la misa y del oficio de hoy hace pensar que se trata de la celebración del suceso que acabamos de narrar. Sin embargo, la fiesta conmemoraba originalmente la dedicación de una iglesia de San Pedro y San Pablo en la colina Esquilina. El Martirologio de Jerónimo dice a este propósito: "En Roma, la dedicación de la primera iglesia que se construyó en honor del bienaventurado Pedro." Tal afirmación es errónea, ya que el nombre de "titulus apostolorum" no se dio a esa parroquia sino hasta fines del siglo IV y se refería también a San Pablo, como lo prueban las inscripciones. La iglesia fue reconstruida y consagrada por el Papa San Sixto III, entre los años 432 y 440, con el nombre de "titulus Eudoxiae", en honor de la princesa bizantina que tanto había contribuido a la reconstrucción. Dicha iglesia no recibió el nombre de "San Pedro ad Vincula" sino hasta un siglo más tarde. El título hacía alusión a las cadenas que sujetaron al Apóstol en Roma y que se conservaban ahí. Posteriormente, se confundió esa reliquia con las cadenas que había llevado San Pedro en Jerusalén, y se inventó la leyenda de que la emperatriz envió de Jerusalén a Roma una de aquellas cadenas que se soldó milagrosamente con la que ya estaba ahí desde antes. La leyenda citada figura en el segundo nocturno de los maitines de la fiesta. El Papa Benedicto XIV tenía la intención de cambiar ese nocturno.
Antiguamente se celebraba en algunas Iglesias una misa en acción de gracias por los frutos de la cosecha y se bendecía el pan y la harina. Según el testimonio de los libros litúrgicos, los griegos y los latinos acostumbraban bendecir en este día o el 6 de agosto las uvas de la cosecha del año.
La fiesta de San Pedro ad Vincula fue suprimida del Calendario de la iglesia conciliar por un Motu Proprio de Juan XXIII, del 25 de julio de 1960.
Ver H. Grisar, Geschichte Roms und der Pápstum, vol. I, p. 190, y el artículo del mismo autor en Civilta Cattolica, vol. III (1898), pp. 204-221; J. P. Kirsch, Die römischen Titelkirchen, pp. 45-52; y CMH., pp. 409 ss.
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