MISIÓN DEL EMPERADOR. — El Espíritu Santo que distribuye sus bienes como le place, llamaba a Germania a los más altos destinos, a esa Germania donde había hecho brillar su poder divino en la transformación de sus pueblos. Conquistada al cristianismo por San Bonifacio y sus sucesores, la extensa comarca que se extiende desde el Rhin hasta el Danubio había llegado a ser el baluarte de Occidente, en donde tantos años había sembrado la desolación y la ruina. Roma pagana, en el cénit de su poder, no pensó nunca someter a su dominio a las tribus feroces que allí habitaban, sino que se contentó con levantar entre su Imperio y ellas un muro de eterna separación; la Roma cristiana, en cambio, más señora del mundo que la pagana, colocó en estas regiones la sede misma del sacro Imperio Romano, vuelto a fundar por sus Pontífices. A este nuevo Imperio corresponderá defender los nuevos derechos de la Iglesia, protegerla de los nuevos bárbaros, conquistar para el Evangelio o aniquilar las hordas húngaras, eslavas, mongolas, tártaras y otomanas que sucesivamente vendrán a chocar contra sus fronteras. ¡Cuántos bienes habrían venido a Alemania, si hubiera siempre comprendido dónde se encontraba su verdadera gloria, y sobre todo si la fidelidad de sus príncipes al Vicario de Jesucristo hubiera estado al nivel de la fe de sus pueblos!
VOCACIÓN DE LOS PUEBLOS. — Dios mantuvo espléndidamente los ofrecimientos que hizo a Germania. La fiesta de hoy señala el remate del período de gestación fecunda en que el Espíritu Santo, habiéndola como creado de nuevo en las aguas regeneradoras del bautismo, quiso llevarla al pleno desarrollo de la edad madura, propia de las naciones. El historiador debe especialmente ocuparse de estudiar la vida de los pueblos en este período de su formación verdaderamente creadora, si desea conocer lo que espera de ellos la Providencia. En efecto, cuando Dios hace una nueva creación, ya sea en el orden de la vocación sobrenatural de los hombres o de las sociedades, ya sea en el mismo orden de la naturaleza, deposita, desde su origen, el principio de vida más o menos perfecto que debe corresponderle: germen precioso con cuyo desarrollo, si no le pone impedimento, deberá llegar a conseguir su fin; con cuyo conocimiento, el que sabe observarle antes de toda desviación, llega a conocer con claridad el pensamiento divino en el momento crucial. Ahora bien el germen vital de las naciones cristianas es la santidad de sus orígenes; santidad de varias facetas y tan diversas para cada una de ellas, según sean los destinos decretados por la multiforme Sabiduría de Dios de la que deben ser instrumentos; santidad que con frecuencia descenderá del trono, y dotada por eso mismo, del carácter social que, por desgracia, gozarán también los crímenes de sus emperadores, por causa de ese mismo título de emperador que les hace ante Dios representantes de sus pueblos.
MISIÓN DE LAS REINAS. — Hemos visto que, a semejanza de María constituida en canal de toda vida para el mundo por su maternidad divina, del mismo modo ha sido confiada a la mujer la misión de engendrar para Dios las familias de las naciones que serán objeto de sus más caros destinos; mientras los príncipes son considerados como fundadores exteriores de los imperios y gozan por sus gestas el primer plano en la historia, las reinas, con su vida oculta, pasada en oraciones y lágrimas, hacen fecundas sus obras, levantan sus miras por encima de la tierra y las alcanzan la duración.
El Espíritu Santo no teme prodigarse en la exaltación de la Madre de Dios; a las Clotildes y Radegundis, que en tiempos difíciles engendraron a los francos para la Iglesia, corresponden en diferentes cielos, pero siempre en honor de la Sma. Trinidad; las Isabelas en España, Portugal y Hungría, las Adelaidas y Cunegundas en Germania. En el caos del siglo X, del que debía salir Alemania, se cierne sin interrupción su dulce silueta, proyectando su luz en la noche de los tiempos sobre la Iglesia y sobre el mundo, más eficaz contra la anarquía que la espada de los Otones.
SAN ENRIQUE. — Unase la tierra al cielo para celebrar hoy al hombre que dio, que llevó a cabo los designios de la Sabiduría eterna, en esta época de la historia; resume en sí todo el heroísmo y la santidad de la raza ilustre cuya principal gloria es el tenerla preparada durante todo un siglo para los hombres y para Dios. Fue grande ante los hombres que, durante un largo reinado, no se cansaron de admirar la bravura y actividad enérgica, gracias a los cuales, presente a la vez en todos los puntos del imperio, siempre victorioso, supo reprimir las revueltas del interior, contener a los eslavos en las fronteras del Norte, castigar las acometidas griegas en el mediodía de Italia; mientras que como político sagaz, ayudaba a Hungría a sacudir el yugo de la barbarie por el Cristianismo y tendía una mano amiga a Roberto el Piadoso, que quiso firmar un pacto eterno para dicha de los siglos venideros, entre el Imperio y la Primogénita de la Iglesia.
Enrique, esposo virgen de la virgen Cunegunda, fue grande además para Dios, que no tuvo nunca un representante más fiel sobre la tierra. A sus ojos el único Rey es Dios en Cristo; el móvil de los intereses de Cristo y de su Iglesia y su sola ambición el servir al Hombre-Dios lo más perfectamente posible. Comprendía que la verdadera nobleza, lo mismo que la salvación del mundo, se ocultaba en los claustros donde las almas selectas se cobijaban para huir de la ignominia universal y evitar tantas ruinas. Este pensamiento le condujo a Cluny, al día siguiente de su coronación imperial, para poner en manos de su abad, para su custodia, la bola de oro, imagen del mundo, cuya defensa se le habla confiado como soldado del Vicario de Dios. Lejos de querer dominar, no pensaba sino servir y permanecerá fiel hasta el fin en este ideal, como verdadero discípulo de Cristo.
Vida. — Enrique vino al mundo hacia el año 973. Al cumplir los 22 años, fue elegido duque de Baviera, y en 1007 emperador de los romanos. Ocupó su vida en conquistar y mantenerse en paz a todo su inmenso imperio y en 1024 murió en Bamberg. Más que los acontecimientos políticos que caracterizan su reinado, debe hacerse resaltar la virtud de este emperador, que jamás se dejó llevar de sus propios intereses; su celo por ayudar a los papas en las asambleas sinodales o en la reforma de la Iglesia; su cuidado en la elección de obispos dignos de su ministerio; su caridad para los pobres y monasterios; sus admirables triunfos sobre naciones bárbaras, debidos más a la oración que a las armas. Su cuerpo fue sepultado en la catedral de Bamberga, construida por él, Dios le glorificó con numerosos milagros que movieron al Papa Eugenio III a canonizarle un siglo después. Su esposa, Santa Cunegunda, fue también elevada a los altares por Inocencio III.
ELOGIO. — Por mí los reyes reinan y por mí los príncipes imperan (Prov., VIII, 15-16). ¡Oh Enrique! comprendiste esta palabra bajada del cielo. En aquellos tiempos turbulentos supiste donde encontrar el consejo y la fuerza (Prov., VIII, 14). Como Salomón, sólo deseaste la Sabiduría y como él experimentaste que con ella se alcanzan también las riquezas, la gloria y la magnificencia (Prov., VIII. 18). Pero más afortunado que el hijo de David, no te dejaste desviar de la sabiduría viviente por estos dones inferiores, que, en los designios divinos, eran más la prueba de tu amor, que la manifestación del que Dios te tenía. Oh Enrique, la prueba fue decisiva: llegaste a la meta del buen camino, sin excluir de tu alma magnánima ninguna consecuencia de los preceptos divinos; satisfecho de haber elegido, al contrario de tantos otros, la áspera vereda que conduce al cielo, en compañía de los santos caminaste, por medio de los senderos de la justicia (Prov., VIII, 20), siguiendo más de cerca a la divina Sabiduría.
PLEGARIA POR LA PAZ. — Buscando en primer lugar para ti el reino de Dios y su justicia (Mat., VI, 20), estuviste lejos de defraudar a tu patria de origen y al pueblo que te había llamado a ser su guía. Nos regocijamos que a ti entre todos, deba Alemania la consolidación de su imperio que fue su gloria entre todos los pueblos, hasta que cayó en nuestros días para no volverse a levantar. Mira benigno desde el trono que ocupas en el cielo, a esta vasta región del Santo Imperio que te debe su desarrollo y al cual la herejía parece haberlo descompuesto para siempre. Ven, oh emperador de tiempos mejores, ven a combatir por la Iglesia; junta las fuerzas dispersas de la cristiandad al campo tradicional de los intereses comunes a toda nación católica; y que la alianza que tu profundo sentido político realizó en otro tiempo, traiga al mundo la tranquilidad, la paz, la prosperidad, que no le dará el inestable equilibrio con el que queda a merced de la fuerza.
Año Litúrgico de Guéranger
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