REINA, MADRE Y RELIGIOSA. — Por tercera vez en un mes, celebra hoy la Liturgia a una reina. España que la vio nacer y Portugal donde reinó, con razón se sienten ufanos de su santidad, y de su protección. Pero la Iglesia que sabe que fue un modelo de virtudes para todos, la propone hoy al culto de todas las naciones. Como reina, Santa Isabel, demostró al lado del rey su marido, y más todavía en la administración de Torres Vedras, ciudad de la que fue gobernadora queridísima, las cualidades y las virtudes que deseamos a todos los que tienen la responsabilidad de los negocios públicos. En su vida privada, fue una perfecta madre de familia por el tierno afecto y la sumisión de que dio pruebas a su indigno y además perseguidor esposo, y para el cual consiguió con sus oraciones la gracia de una muerte santa; y también por el cuidado que puso en educar cristianamente a los hijos naturalmente rebeldes. Y por fin, después de enviudar, dio ejemplo en la orden tercera de San Francisco, de las virtudes religiosas más altas de humildad, pobreza, espíritu de oración y de penitencia, caridad con los pobres y los enfermos.
UN ÁNGEL DE PAZ. —Pero no son éstos los únicos títulos de su gloria. Santa Isabel había recibido de Dios una misión especial que la valió el hermoso epíteto de "Madre de la paz." En efecto, durante casi toda su vida se dedicó a poner coto a las enemistades que dividían a su familia y a su patria. Consiguió por dos veces reconciliar a su esposo con su hijo, uno y otro en guerra. Y un día se la vio también ponerse en medio de los combatientes que habían llegado a las manos e hicieron las paces. Intervino además, y con éxito, en otras luchas en que se debilitaba el rey, ya contra su hermano Alfonso, ya también contra el rey de Castilla. Por fin Santa Isabel murió cuando estaba en camino para hacer cesar la guerra que se habían declarado su hijo y su nieto. La razón profunda de sus éxitos de pacificadora, no lo dudemos, no se debe tanto a sus dotes de política o de diplomacia, como a su perfecta unión con Dios mediante la práctica de las virtudes. Fue poderosa no por sus hechos sino por su oración; y aquí tenemos la gran lección de esta regia viuda. En el orden de la Providencia, las bendiciones que con más ansia desean los pueblos, el cese de las discordias, la felicidad que se apoya en el orden, la paz y la prosperidad, con frecuencia provienen de renunciamientos, de sacrificios y de una intercesión que ellos desconocen. ¡Cuántas victorias inesperadas y beneficiosas se deben a misteriosos combates que se libraron en presencia de Dios, en un punto cualquiera de ese mundo sobrenatural en el que los santos andan luchando con todo el infierno y a veces con la justicia del mismo Dios! ¡Cuántos tratados de paz se arreglaron antes en el interior de una sola alma, entre el cielo y la tierra, como premio a estas luchas enteramente espirituales que desconocen o desprecian los hombres! Parece que los políticos gobiernan el mundo. Se pondera a los hombres de negocios, se ensalza a los guerreros. Pero cuando haya pasado la figura de este mundo (I Cor., VII, 31), se verá que no eran ellos los verdaderos artífices de las obras, por las que se les tributaba elogios, sino simples instrumentos de que Dios se sirvió un día, por la oración de un alma santa a la que no podía negar nada.
VIDA. — Isabel nació en Zaragoza en 1271. Era hija del rey Pedro III de Aragón y de la reina Constanza. Su venturoso nacimiento reconcilió a Pedro III con su padre Jaime I. Se casó de muy joven con el rey Dionisio de Portugal, de quien tuvo mucho que sufrir, pero se supo santificar ejercitando la paciencia y la caridad perfecta. Su caridad con los pobres, su piedad, sus austeridades causaban admiración. Muchas veces restableció la paz entre príncipes que estaban distanciados. Al quedarse viuda deseó abandonar el mundo para no pensar más que en servir a Dios. Prudentes consejos se lo disuadieron, pero desde ese momento se dedicó, con hábito ya de las Terciarias de San Francisco, a las obras piadosas y al servicio de los pobres y de los enfermos. En una de las capillas que fundó en Lisboa, se tributó culto público por primera vez a la Inmaculada Concepción. Atacada de fiebre se durmió en la paz del Señor el 4 de julio de 1336, después de ser confortada con la aparición de la Virgen María. Su culto no se concedió hasta 1516 a la diócesis de Coimbra, donde murió y se proclamó su canonización en 1626.
EL EJEMPLO DE UNA REINA. — Gustosos Seguimos el consejo de la Iglesia que nos exhorta desde el invitatorio de los maitines a "alabar a Dios por nuestras obras santas". Así lo hizo la santa reina de Portugal, y el himno que cantamos en su honor nos lo recuerda: "Dominar los movimientos de su corazón y servir a Dios en la pobreza, ¡eso es lo que la heroica Isabel prefirió a todo su reino!"
Este elogio que de todo corazón hacemos llegar hasta ti, oh Isabel, nos inspira la primera oración que te debemos dirigir: Enséñanos cuáles son los verdaderos bienes y la verdadera realeza, para que las vanidades de la tierra no puedan seducirnos y detenernos en el camino que conduce a Dios. Pero nos acordamos también del ejemplo que tu caridad inflamada hoy da, y que en otro tiempo se empleó sin descanso en reconciliar a los que el odio lanzaba a unos contra otros. Te rogamos que nos defiendas contra las sugestiones del espíritu del mal, que respira odio; y sobre todo contra nuestras pasiones, nuestro egoísmo, nuestro orgullo que ahogan en nosotros el amor del prójimo. Finalmente permítenos invocarte, madre de la paz; para que tu oración consiga la paz al mundo entero. Junta tu súplica con la de la Iglesia, madre de los pueblos, que pide a Dios en este día de tu fiesta que cesen los amagos de guerra y que nuestra vida mortal sea el camino tranquilo que nos lleve a todos a las alegrías de la eternidad.
UN ÁNGEL DE PAZ. —Pero no son éstos los únicos títulos de su gloria. Santa Isabel había recibido de Dios una misión especial que la valió el hermoso epíteto de "Madre de la paz." En efecto, durante casi toda su vida se dedicó a poner coto a las enemistades que dividían a su familia y a su patria. Consiguió por dos veces reconciliar a su esposo con su hijo, uno y otro en guerra. Y un día se la vio también ponerse en medio de los combatientes que habían llegado a las manos e hicieron las paces. Intervino además, y con éxito, en otras luchas en que se debilitaba el rey, ya contra su hermano Alfonso, ya también contra el rey de Castilla. Por fin Santa Isabel murió cuando estaba en camino para hacer cesar la guerra que se habían declarado su hijo y su nieto. La razón profunda de sus éxitos de pacificadora, no lo dudemos, no se debe tanto a sus dotes de política o de diplomacia, como a su perfecta unión con Dios mediante la práctica de las virtudes. Fue poderosa no por sus hechos sino por su oración; y aquí tenemos la gran lección de esta regia viuda. En el orden de la Providencia, las bendiciones que con más ansia desean los pueblos, el cese de las discordias, la felicidad que se apoya en el orden, la paz y la prosperidad, con frecuencia provienen de renunciamientos, de sacrificios y de una intercesión que ellos desconocen. ¡Cuántas victorias inesperadas y beneficiosas se deben a misteriosos combates que se libraron en presencia de Dios, en un punto cualquiera de ese mundo sobrenatural en el que los santos andan luchando con todo el infierno y a veces con la justicia del mismo Dios! ¡Cuántos tratados de paz se arreglaron antes en el interior de una sola alma, entre el cielo y la tierra, como premio a estas luchas enteramente espirituales que desconocen o desprecian los hombres! Parece que los políticos gobiernan el mundo. Se pondera a los hombres de negocios, se ensalza a los guerreros. Pero cuando haya pasado la figura de este mundo (I Cor., VII, 31), se verá que no eran ellos los verdaderos artífices de las obras, por las que se les tributaba elogios, sino simples instrumentos de que Dios se sirvió un día, por la oración de un alma santa a la que no podía negar nada.
VIDA. — Isabel nació en Zaragoza en 1271. Era hija del rey Pedro III de Aragón y de la reina Constanza. Su venturoso nacimiento reconcilió a Pedro III con su padre Jaime I. Se casó de muy joven con el rey Dionisio de Portugal, de quien tuvo mucho que sufrir, pero se supo santificar ejercitando la paciencia y la caridad perfecta. Su caridad con los pobres, su piedad, sus austeridades causaban admiración. Muchas veces restableció la paz entre príncipes que estaban distanciados. Al quedarse viuda deseó abandonar el mundo para no pensar más que en servir a Dios. Prudentes consejos se lo disuadieron, pero desde ese momento se dedicó, con hábito ya de las Terciarias de San Francisco, a las obras piadosas y al servicio de los pobres y de los enfermos. En una de las capillas que fundó en Lisboa, se tributó culto público por primera vez a la Inmaculada Concepción. Atacada de fiebre se durmió en la paz del Señor el 4 de julio de 1336, después de ser confortada con la aparición de la Virgen María. Su culto no se concedió hasta 1516 a la diócesis de Coimbra, donde murió y se proclamó su canonización en 1626.
EL EJEMPLO DE UNA REINA. — Gustosos Seguimos el consejo de la Iglesia que nos exhorta desde el invitatorio de los maitines a "alabar a Dios por nuestras obras santas". Así lo hizo la santa reina de Portugal, y el himno que cantamos en su honor nos lo recuerda: "Dominar los movimientos de su corazón y servir a Dios en la pobreza, ¡eso es lo que la heroica Isabel prefirió a todo su reino!"
Este elogio que de todo corazón hacemos llegar hasta ti, oh Isabel, nos inspira la primera oración que te debemos dirigir: Enséñanos cuáles son los verdaderos bienes y la verdadera realeza, para que las vanidades de la tierra no puedan seducirnos y detenernos en el camino que conduce a Dios. Pero nos acordamos también del ejemplo que tu caridad inflamada hoy da, y que en otro tiempo se empleó sin descanso en reconciliar a los que el odio lanzaba a unos contra otros. Te rogamos que nos defiendas contra las sugestiones del espíritu del mal, que respira odio; y sobre todo contra nuestras pasiones, nuestro egoísmo, nuestro orgullo que ahogan en nosotros el amor del prójimo. Finalmente permítenos invocarte, madre de la paz; para que tu oración consiga la paz al mundo entero. Junta tu súplica con la de la Iglesia, madre de los pueblos, que pide a Dios en este día de tu fiesta que cesen los amagos de guerra y que nuestra vida mortal sea el camino tranquilo que nos lleve a todos a las alegrías de la eternidad.
Año Litúrgico de Guéranger
Año Litúrgico de Guéranger
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