TOMÁS Y BUENAVENTURA. —- La pintura ha ilustrado la célebre visión en la cual Nuestra Señora presentó a su Hijo a sus dos servidores Domingo y Francisco que tenían que devolverle la humanidad, víctima de profunda corrupción. También ilustró el encuentro de los dos santos echándose en los brazos el uno del otro y prometiéndose estar unidos en la acción apostólica que ambos inauguraban casi al mismo tiempo. Dos de sus hijos más insignes que deberían parecerse también por el resplandor de su doctrina, e ir juntos en la admiración y el agradecimiento de la Santa Iglesia: Tomás y Buenaventura, cuya obra intelectual tenía un solo fin, el de llevar a los hombres por la ciencia y el amor a esta vida eterna, que consiste en conocer al solo Dios verdadero y a Jesucristo que fue enviado (Juan, XVIII, 3). Los dos fueron esas lámparas encendidas (Juan, V, 35) que iluminaron su siglo y caldearon las almas. Pero quiso el Señor que sacase la Iglesia principalmente su luz de Santo Tomás y su caridad inflamada de San Buenaventura. En el curso de la Cuaresma celebramos ya al Doctor Angélico, hoy, en cambio, la Iglesia orienta nuestros corazones hacia el Doctor Seráfico para tributarle nuestra alabanza y nuestra oración y recibir la lección de su vida.
EL ESTUDIANTE. — Era muy joven aún, cuando al salir de sus primeros años de vida religiosa, fue enviado a la célebre Universidad de París, para estudiar en ella Teología. Entre aquella multitud de estudiantes, con frecuencia pendencieros, y ligeros, conservó su alma tan pura, tan sencilla y desasida, que su maestro Alejandro de Halés decía admirado: "Se diría que no pecó Adán en él." Alejandro de Halés, según expresión del Papa Alejandro IV parecía entonces que "encerraba en sí la fuente viva del paraíso, de donde el río de la ciencia de la salvación se desbordaba en rápidas olas a través de la tierra".
EL DOCTOR. — Bajo su dirección, Buenaventura hacía maravillosos prodigios en la ciencia y en la santidad. Estudia en primer lugar la Sagrada Escritura, copiando muchas veces de su propia mano los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento; resume y analiza a los Padres de la Iglesia y de tal modo ahonda en todas las ciencias sagradas que, a pesar de las leyes de la Universidad, a los 27 años se le llama a ocupar una cátedra. A la extrañeza que causó por su juventud, sucedió en seguida la admiración. Investido de la herencia de Alejandro de Halés, a quien se llamaba el "Doctor irreprochable, el Doctor de los Doctores", Buenaventura podía decir de la Sabiduría divina: "Ella me enseñó todo; me enseñó la justicia y las virtudes, las sutilezas del discurso y el nudo de los argumentos más fuertes" (Sap., VII, 21; 4; 7-8.).
Tal es el objeto de los Comentarios sobre los cuatro libros de las Sentencias que nos han conservado las lecciones de Buenaventura en esta cátedra de la Sorbona, donde su palabra, amable, animada de un soplo divino, tenía cautivas a las inteligencias más nobles. El joven maestro respondía ya a su título predestinado de Doctor Seráfico, no viendo en la ciencia más que un medio de amar más, y repitiendo sin cesar que la luz que ilumina a la inteligencia resulta estéril y vana si no penetra en el corazón, donde únicamente descansa y se agasaja a la Sabiduría (Exp., in lib., Sap., VIII, 9, 16). Nos dice también San Antonino que toda verdad que percibía, se convertía en afectos, haciéndose por lo mismo oración y alabanza divina (Antonln, Chronic., p. III, tít., XXIV, cap. 8.). Su fin era, dice otro historiador, llegar al incendio del amor, abrasarse él mismo en el foco divino e inflamar después a los demás. Indiferente a las alabanzas, como a la fama, únicamente se preocupaba de ordenar sus costumbres y su vida; quería arder en primer lugar y no sólo lucir; ser fuego para de esa manera acercarse más a Dios, siendo más conforme al que es fuego; sin embargo, como al fuego acompaña siempre la luz, así fue él, a la vez una antorcha luciente en la casa de Dios; pero su título especial de alabanza consiste en que toda la luz que pudo reunir, la convirtió en alimento de su llama y de la caridad divina (H. Sedulius, Histo., Seraph).
Supo a qué atenerse con respecto a esta dirección única de sus pensamientos cuando, al inaugurar su enseñanza pública, tuvo que tomar un partido sobre la cuestión que dividía a la Escuela en lo tocante al fin de la Teología: ciencia especulativa para unos y práctica a juicio de los otros, según llamaba la atención a cada parte el carácter teórico o moral de las nociones sobre que versa. Buenaventura buscando unir los dos sentimientos en el principio, que a su parecer era la ley única y universal, concluía que "la Teología es una ciencia afectiva, cuyo conocimiento procede por contemplación especulativa, pero tiende principalmente a hacernos buenos". La Sabiduría de la doctrina, en efecto, decía él, tiene que ser como lo indica su nombre (Ecle., VI; I Sentencias, 9, 3): sabrosa al alma.
EL SANTO. — Pero como lo advirtió más tarde el Papa Sixto V, no sólo sobresalía por la fuerza del raciocinio, por la facilidad de su enseñanza y la claridad de sus definiciones, sino que por encima de todo prevalecía por una virtud enteramente divina para mover a las almas. A la vez que iluminaba las inteligencias, predicaba a los corazones, y los conquistaba al amor de Dios. Sus mismos amigos se admiraban, y Santo Tomás preguntándole un día, en un arranque de admiración fraterna, en qué libro había podido beber esta ciencia sagrada, Buenaventura, mostrándole su crucifijo, respondió humildemente: "Esta es la fuente de donde yo saco todo lo que sé; estudio a Jesús y a Jesús crucificado." Este es el secreto de la composición de toda esta serie de admirables opúsculos, donde sin plan preconcebido, simplemente para satisfacer los deseos de sus discípulos o para desahogar su alma, vemos que Buenaventura trató de todo a la vez: de los primeros elementos de la ascesis y de los escritos más elevados de la vida mística, con una plenitud, una seguridad, una claridad, una fuerza divina de persuasión, que hacen decir al Soberano Pontífice Sixto IV que parece que el Espíritu Santo habla por él (Litt., Superna., caelestis). Escrito en la cumbre del Alverna, y como bajo la influencia más inmediata de los Serafines del cielo, el Itinerario del alma a Dios arrebataba de tal modo al canciller Gersón, que declaraba a "este opúsculo, o más bien, a esta obra inmensa, por encima de la alabanza de una boca mortal" (Gersón, Epist., cuid., Fratri Minori, Lugduni an. 142); el Santo hubiese querido que juntándole con el Breviloquium, maravilloso resumen de la ciencia sagrada, se impusiese como manual indispensable a los teólogos (Tract. de examinat., doctrinarum). Y es que en efecto, dice para la Orden Benedictina el Abad Tritemio, aquel que considera el espíritu de amor divino que se echa de ver en Buenaventura reconocerá con facilidad que está por encima de todos los doctores de su tiempo por la fuerza persuasiva de sus obras. Buenaventura sobrepasa este mayor y menor número, porque en él la ciencia origina la devoción y la devoción la ciencia. Si, pues, quieres ser sabio y piadoso, vive como él (De Scriptor., Eccl).
Pero, más que su persona, Buenaventura nos revelará con qué disposiciones conviene leerle para sacar fruto. Al comienzo de su Incendium amoris, donde enseña el triple camino que conduce a la verdadera sabiduría por la purificación, la iluminación y la unión, dice: "No ofrezco, este libro, a los filósofos, a los sabios del mundo, a los grandes teólogos embebidos en cuestiones interminables; sino a los sencillos, a los ignorantes que se preocupan más de amar a Dios que de saber. No discutiendo sino obrando, es como se aprende a amar. Creo que no comprenderán el contenido de este libro, esos hombres llenos de ideas propias, superiores en todas las ciencias pero inferiores en el amor de Cristo. Al menos que dejando a un lado la vana ostentación del saber se den con profundo renunciamiento en la oración y meditación, a hacer resplandecer en ellos la llama divina, que, calentando el corazón y disipando toda oscuridad, les guiará por encima de las cosas temporales al trono de la paz. Porque por lo mismo que saben más, son más aptos, o lo debían ser, para amar, si se desprecian a sí mismos y tienen la alegría de ser despreciados por otros (Incendium. amoris. Prologas)".
MINISTRO GENERAL DE LOS FRAILES MENORES.— San Buenaventura no debía permanecer mucho tiempo en la cátedra de la Sorbona. A los 35 años fue elegido Ministro general de los Frailes Menores. Obligado a abandonar la enseñanza de la escolástica, dejó la cátedra a un amigo joven, Fr. Tomás de Aquino, cuya ciencia y santidad iban a ilustrar a la universidad de París y a la Iglesia entera.
San Francisco había muerto hacía 31 años. Había puesto las bases de su Orden. La savia seráfica había brotado de su corazón, pero su obra necesitaba ser organizada: esta fue la labor de San Buenaventura. Sin abandonar el espíritu de San Francisco, se propuso coordinar todas las energías y dar a la Orden su forma definitiva y las sabias y admirables Constituciones, que habían de ser el armazón de este admirable edificio. Le vemos recorrer todas las provincias de su Orden: está sucesivamente en París, en Narbona, en Pisa y después de estos viajes agotadores, se retira a una celda del monte Albernia, donde Francisco, recibió los sagrados estigmas. Escribe la vida de su seráfico Padre para imbuir a todos sus hijos de su espíritu.
CARDENAL DE ALBANO. — Por la profundidad de su ciencia, por la santidad de su vida, por la fuerza de su palabra puso la Iglesia sus miradas en él. Cuando en Perusa el Papa Clemente IV quiso nombrarle arzobispo de York, él se puso a sus pies y le suplicó que le apartara de esta dignidad. Mas tuvo que ceder a las instancias de San Gregorio X y acatar sus órdenes "que le nombraban cardenal y arzobispo de Albano y ordenaban reunirse con el Papa humilde y sumisamente, sin réplica ni tardanza". Los enviados del Papa portadores de este importante Mensaje, encontraron al santo ocupado en lavar la vajilla. Partió para preparar el Concilio que debía celebrarse en Lyon en 1274 y en esta ciudad, después de muchos trabajos y discursos, entregó su hermosa alma a Dios a los 53 años de edad, cuatro años después de la muerte de Santo Tomás.
Vida. — Juan Fidanza nació en 1221 en Bagnera, villa situada entre Viterbo y Orbieto. Enfermo de gravedad su madre, le llevó a San Francisco de Asís, que le tomó en sus brazos, le bendijo, le acarició, le sanó y se le devolvió, diciéndole: "Oh buena ventura". "Oh la buena ventura"; de aquí su nombre. A los 17 años entró en los Frailes Menores, donde su fervor enfureció al demonio que buscó ocasión para estrangularle. Enviado a la Sorbona muy pronto, para estudiar allí la Teología, recibió en el mismo lugar una cátedra a la edad de 27 años. A los 35 fue general de los Frailes Menores y promulgó las Constituciones en el Capítulo de Narbona en 1270. Creado Cardenal, recibió la consagración episcopal en noviembre de 1273 y durante el segundo Concilio Ecuménico de Lyon, falleció en esta villa el 14 de julio de 1274.
Sus principales tratados espirituales son el "Breviloquium" dado a luz en 1256; el "Itinerario del alma a Dios" que es sin duda la más bella de las obras místicas del siglo XIII, la "Triple vía"; "el Arbol de la vida"; "las cinco fiestas del Niño Jesús" y finalmente "la Apología de los pobres."
PLEGARIA. — Gozas de la gloria de tu Señor, oh Buenaventura (S. Mat., XXV, 21) y cuán grandes son ahora tus alegrías, puesto que conforme a tus enseñanzas "tanto se regocija uno en el cielo, cuanto amó a Dios en la tierra" (Buenaventura. De perfectione vitae, ad Zorores, VIII). Si como afirma el gran San Anselmo de quien tomaste esta idea, el amor se mide por el conocimiento, tú que fuiste príncipe de la ciencia teológica y a la vez Doctor del amor, muéstranos que toda luz, en el orden de la gracia y de la naturaleza, tiene como fin único llevarnos al amor.
Doctor seráfico, condúcenos por las alturas sublimes, cuyos secretos, trabajos, hermosuras y peligros nos manifiestan cada línea de tus escritos. El hombre queda como enajenado cuando trata de escudriñar esta Sabiduría divina aunque no sea más que en sus lejanos reflejos; líbranos del error en que podríamos caer al tomar como fin el goce encontrado en algunos rayos perdidos, llegados hasta nosotros para sacarnos de los límites de la nada hasta ella. Porque estos rayos, que de suyo proceden de la eterna hermosura, separados de su centro, apartados de su fin, no serán más que ilusión, decepción, ocasión de ciencia huera o de engañosos placeres. Cuanto más elevada es la ciencia, cuanto más se aproxima a Dios como objeto de teoría especulativa, tanto más, en cierto sentido, hay que temer el extravío; si aparta al hombre en sus elevaciones hacia la Sabiduría poseída y gustada por ella sola, si le retiene en sus propios encantos, no temáis compararla a la vil seductora que suplanta en el afecto de un príncipe a la muy noble desposada que le espera (Illumlnationes, Eccl., II.). Y tal afrenta sea por parte de la esclava o de la dama de honor, ¿es menos hiriente y bochornosa para su augusta soberana? Por eso afirmas tú que "es peligroso el paso de la ciencia a la Sabiduría, si no se la junta a la santidad". Ayúdanos a franquear ese peligroso desfiladero; haz que toda ciencia sea para nosotros un medio de la santidad para llegar a mayor amor.
Tus pensamientos, oh Buenaventura, están siempre penetrados de la luz divina. Tus seráficas predilecciones las conocemos bien por ser manifestadas en nuestros tiempos en los medios en que la contemplación divina es considerada aún como la mejor parte, como el fin indiscutible y único de todo conocimiento, a pesar de la fiebre de la acción a la que se encaminan todas las fuerzas vivas de este siglo. Protege a tus devotos. Defiende, como en otros tiempos a las órdenes religiosas, que ahora son combatidas en sus prerrogativas y en su vida. Que la orden franciscana crezca aún más en santidad y en número. Bendice sus trabajos tan laudablemente emprendidos para dar a conocer sus obras e historia. Por tercera y última vez atrae a Oriente a la unidad y a la paz. Que la Iglesia entera se abrase con tus fuegos, que el amor divino tan fuertemente alimentado por ti consuma de nuevo a la tierra.
Año Litúrgico de Guéranger
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