SU NOMBRE. — El cuarto
Domingo después de Pentecostés fue llamado durante muchos años en
Occidente, el Domingo de la Misericordia, porque se leía entonces en él
el pasaje de San Lucas que comienza por estas palabras: "Sed
misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso." Pero como este
Domingo fue trasladado a la Misa del primer Domingo después de
Pentecostés, se ha hecho del Evangelio de la quinta semana el de la
cuarta; el de la sexta pasa a la quinta, así sucesivamente hasta la
veintitrés. Este cambio de que hablamos, no tuvo lugar hasta bastante
tarde en cierto número de Iglesiasy no fue aún recibida universalmente
hasta el siglo XVI.
Mientras las lecturas evangélicas adelantaban
así un puesto en casi todo el ciclo litúrgico, las Epístolas, Oraciones y
partes cantadas de las antiguas Misas se conservaron, salvo raras
excepciones, en sus lugares acostumbrados. La relación que los
liturgistas de los siglos XI, XII y XIII habían creído encontrar, para
cada Domingo, entre el Evangelio primitivo y el resto de la Liturgia, no
podía, pues, sostenerse más como antes. Al descartar la Iglesia estas
relaciones, muchas veces demasiado sutiles, no trató, sin embargo, de
condenar a estos autores, ni de apartar a sus hijos de que buscasen en
sus obras una edificación tanto más sana, cuanto está sacada con
frecuencia de las fuentes auténticas de las antiguas Liturgias. Nos
aprovecharemos de sus trabajos, sin olvidar que la armonía principal que
hay que buscar en las Misas del Tiempo después de Pentecostés, no es
más que la unidad del mismo Sacrificio.
DIGNIDAD DEL DOMINGO.
— Hemos recordado, en el tiempo Pascual, que la majestad del día octavo
sustituyó al Sábado de los Judíos, y llegó a ser el día sagrado del
pueblo nuevo. "La Santa Iglesia, decíamos que es la Esposa, está
asociada a la misma obra del Esposo. Deja que se deslice el Sábado, día
que su Esposo pasó en el sepulcro; pero, iluminada por los resplandores
de la Resurrección, consagra en adelante a la contemplación de la obra
divina, el primer día de la Semana que vió sucesivamente salir de las
sombras, tanto la luz material, primera manifestación de la vida sobre
el caos, como a Aquel que, siendo el esplendor eterno del Padre, se ha
dignado decirnos: "Yo soy la luz del mundo".
Tal es la importancia de la Liturgia dominical,
destinada a celebrar cada semana tan grandes recuerdos, que los Romanos
Pontífices rehusaron, durante largo tiempo, multiplicar en el
calendario las fiestas de grado superior al rito semi-doble, que es el
del Domingo, a fin de conservarle su prerrogativa legítima y sus
derechos seculares. Su reserva en este punto nunca quedó desmentida
hasta mitad del siglo XVII. Al fin cedió ante la necesidad de responder
con más eficacia a los ataques de que había sido objeto el culto de los
Santos por parte de los Protestantes y de sus hermanos los Jansenistas.
Urgía recordar a los fieles que el honor rendido a los servidores, no
disminuye en nada la gloria de su Señor; que el culto de los Santos,
miembros de Cristo, no es más que la continuación y el desarrollo del
que se debe a Cristo, su Cabeza. La Iglesia debía a su Esposo una
protesta contra las miras estrechas de esos innovadores, que no iban
sino a truncar el dogma de la Encarnación, separándole de sus inefables
consecuencias. No fue, pues, sino por una inspiración del Espíritu
Santo, por lo que la Sede Apostólica consintió entonces declarar de rito
doble la mayoría de las fiestas antiguas o nuevas; para apoyar la
solemne condenación de los nuevos herejes, convenía, en efecto, hacer
que se celebrasen con más frecuencia las virtudes de los Santos, en
Domingo, reservado especialmente a las solemnes demostraciones de la fe
católica y a las grandes reuniones de la familia cristiana (Desde la
reforma del Calendario de Pío X, el Domingo sólo puede ser suplantado
por una fiesta del Señor de rito doble mayor, o por una fiesta de un
Santo de doble rito de 2a clase. En tal caso se hace conmemoración del
Domingo).
MISA
La Iglesia, al día siguiente de la Santísima
Trinidad, en el Oficio de Maitines inició la lectura del libro de los
Reyes, comenzando esa noche la admirable narración del triunfo de David
sobre Goliat. Ahora bien, ¿quién es para la Iglesia el verdadero David,
sino el Caudillo Divino, que conduce desde hace mil novecientos años al
ejército de los Santos, a la victoria? ¿No es ella misma con toda verdad
la hija del Rey (Reyes, XVII, 25-27), prometida al vencedor de este singular combate entre
Cristo y Santanás, que en el Calvario salvó al verdadero Israel y vengó
la injuria hecha al Dios de los ejércitos? Completamente poseída aún de
estos sentimientos, que ha despertado este episodio de la Historia
Sagrada en su corazón de Esposa, toma las palabras de David (Salmo, XXV, 1-3) en el
Introito para cantar las proezas del Esposo, y proclamar la confianza en
que la ha establecido su triunfo para siempre.
INTROITO
El Señor es mi luz y mi salvación ¿a quién
temeré? El Señor es el defensor de mi vida; ¿de quién temblaré? Mis
enemigos, que me atribulan, han Saqueado y caído. — Salmo. Aunque se
enfrenten ejércitos contra mí, no temerá mi corazón, V. Gloria al Padre.
La Iglesia, a pesar de su confianza en la ayuda
de Dios para los días malos, pide siempre la paz del mundo al Dios
altísimo. Si, a la vista del combate, la Esposa salta de gozo al poder
probar su amor, la Madre teme por sus hijos, muchos de los cuales se
hubieran salvado viviendo una vida tranquila, y van a perecer en el
combate.
COLECTA
Suplicámoste, Señor, hagas que el mundo siga,
por orden tuya, un curso pacífico para nosotros; y que tu Iglesia se
alegre con tranquila devoción. Por nuestro Señor.
EPÍSTOLA
Lección de la Epístola del Ap. S. Pablo a los Romanos. (VIII, 18-23).
Hermanos: Creo que las penas de este tiempo no
son comparables con la futura gloria que se revelará en nosotros. En
efecto, el anhelo de las criaturas espera la revelación de los hijos de
Dios. Porque las criaturas están sujetas a la vanidad, no de grado, sino
por causa de aquel que las sometió con la esperanza: pues también las
mismas criaturas serán redimidas de la esclavitud de la corrupción, y
alcanzarán la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Porque sabemos
que todas las criaturas gimen y están como de parto hasta ahora. Y no
sólo ellas, sino también nosotros, que tenemos las primicias del
espíritu, gemimos dentro de nosotros, esperando la adopción de los hijos
de Dios, la redención de nuestro cuerpo: en Jesucristo, nuestro Señor.
LA GLORIA ETERNA.
— No hay comparación entre los padecimientos temporales y la gloria
eterna. De esta gloria, tan sólo queda en perspectiva la manifestación,
pues su realidad ya está constituida desde ahora y no hace más que
aumentar en nuestros corazones de día en día. El archivo de nuestra
virtud es nuestra propia alma. Nuestras obras quedan inscritas en él en
forma de merecimiento y a manera de título interno a la posesión de
Dios. Cuando venga la hora de la recompensa, no nos vendrá nuestra
gloria del exterior, sino de nuestra propia alma, como manifestación de
lo que la gracia de Dios ha creado en ella silenciosamente, mediante
nuestra fidelidad.
"La creación entera espera con ansiedad
ardiente y con deseo apasionado la hora de esta revelación. La creación
material no permanece indiferente. A los elegidos se presta con gozo; en
cambio, se indigna de tener que servir a las obras de los impíos; esto
es para ella una servidumbre, una humillación, contra la cual protesta, y
ella, criatura de Dios, gustosamente se sustraería a la corrupción que
confisca y descamina sus energías hacia fines perversos. Invoca el día
en que ha de manifestarse la gloria de los hijos de Dios, porque ese día
será para ella también el día de la liberación y glorificación" (D. Delatte, "Epitres de Saint Paul", I, 680).
El Gradual hace subir hasta Dios la voz de los
cristianos que pecan con tanta frecuencia y que, sintiéndose indignos de
recibir ayuda, imploran, sin embargo, su intercesión por su propia
gloria; porque no son menos soldados del Dios de los ejércitos, y su
causa es la suya. El Verso aleluyático nos muestra a la Iglesia, pobre y
perseguida aquí abajo, dirigiendo su oración confiada hacia el trono de
justicia de su Esposo.
GRADUAL
Sé propicio, Señor, con nuestros pecados: para
que nunca digan las gentes: ¿Donde está su Dios? V. Ayúdanos, oh Dios,
Salvador nuestro: y por el honor de tu nombre, líbranos, Señor.
Aleluya, aleluya. V. Oh Dios, que te sientas
sobre el trono, y juzgas con equidad: sé el refugio de los pobres en la
tribulación. Aleluya.
EVANGELIO
En aquel tiempo, las turbas irrumpieron sobre Jesús, para oír la palabra de Dios. Y Él estaba junto al lago de Genesaret. Y vió dos naves, que estaban cerca del lago: y los pescadores habían bajado, y lavaban las redes. Y, subiendo a una de las naves, que era de Simón, rogó a éste que la apartara un poco de tierra. Y, sentándose, enseñó desde la nave a las turbas. Y, cuando cesó de hablar, dijo a Simón: Entra más adentro, y lanzad vuestras redes para pescar. Y, respondiendo Simón, le dijo: Maestro, hemos estado trabajando toda la noche, y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, lanzaré la red. Y, habiendo hecho esto, pescaron una gran cantidad de peces: y se rompía su red. E hicieron señas a los compañeros, que estaban en la otra nave, para que vinieran y los ayudaran. Y vinieron, y llenaron las dos naves de tal modo, que casi se sumergían. Viendo lo cual Simón Pedro, se arrojó a las rodillas de Jesús, diciendo: Apártate de mí, Señor, porque soy un hombre pecador. Porque el temor se había apoderado de él, y de todos los que estaban con él, por causa de la pesca de los peces que habían capturado: y también de Santiago y de Juan hijos del Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Y dijo Jesús a Simón: No temas: desde hoy serás ya pescador de hombres! Y, conducidas a tierra las naves, dejándolo todo, le siguieron a Él.
LAS DOS PESCAS MILAGROSAS.
— Los Evangelistas nos han conservado el recuerdo de dos pescas
milagrosas hechas por los Apóstoles en presencia de su Maestro: la
una la descrita por San Lucas, y que acaba de recordársenos; la otra aquella cuyo profundo simbolismo nos invitaba a escrutar el discípulo
amado, el Miércoles de Pascua. En la primera, que se remonta a la vida
mortal del Salvador, la red, lanzada al azar, se" rompe por la multitud
de peces cogidos, sin que el evangelista señale su número, ni otras
cualidades; en la segunda, el Señor resucitado señala a sus discípulos
la derecha de la barca ya sin romperse la red, ciento cincuenta y tres
peces gruesos llegan a la orilla en que los aguarda Jesús. Ahora bien
los Padres, todos de común acuerdo, explican estas dos pescas como figura
de la Iglesia: la Iglesia en el tiempo primero, y más tarde en la
eternidad. Ahora la Iglesia es multitud; reúne a todos, sin contar los
buenos y malos; después de la Resurreción, sólo los buenos formarán la
Iglesia, y su número será prefijado y señalado para siempre. "El reino
de los cielos, dice el Salvador, es semejante a una red lanzada al mar,
rebosante de peces de todas las clases; cuando está llena se la retira
para elegir los buenos y tirar los malos" (S. Mateo, XIII, 47-48).
SU SIGNIFICADO. —
"Los pescadores de hombres han echado sus redes, dice San Agustín: han
cogido esta multitud de cristianos que contemplamos con admiración; han
llenado las dos barcas, figuras de los dos pueblos: el Judío y el
Gentil. ¿Pero qué hemos oído? La multitud recarga las barcas y las pone
en peligro de naufragio; del mismo modo, vemos que la turbamulta confusa
de bautizados recarga hoy a la Iglesia. Muchos cristianos viven mal,
vacilan y hacen retardarse a los buenos. Pero aún se portan peor los que
rompen las redes con sus cismas y herejías, peces impacientes que no
quieren someterse al yugo de la unidad, que no quieren venir al festín
de Cristo, y se complacen en sí mismos, protestando que no pueden vivir
con los malvados, rompen las mallas que los retienen en la estela
apostólica, y perecen lejos de la ribera. ¡En cuántos lugares han roto
de este modo la inmensa red de la salvación! Los Donatistas en África,
los Arríanos en Egipto, en Frigia Montano, Manes en Persia, y más tarde
¡cuántos otros han sobresalido en esta obra de ruptura! No imitemos su
demencia orgullosa. Si la gracia nos hace buenos, llevemos con paciencia
la compañía de los malos en las aguas de este siglo. No nos arrastre su
vista a vivir como ellos, ni a salir de la Iglesia; cercana está ya la
ribera, donde sólo los de la derecha, sólo los buenos serán admitidos y
de donde los malos serán arrojados al abismo" (S. Agustín, Sermones 248-256).
En el Ofertorio, el ejército de los cristianos
pide la luz de aquella fe, que sola puede asegurar la victoria,
descubriéndola al enemigo y sus emboscadas. Para el fiel la noche no
tiene sombra, y la claridad de la antorcha celestial arroja de sus ojos
el sueño funesto que ocasionaría rápidamente la derrota y la muerte.
OFERTORIO
Ilumina mis ojos, para Que nunca duerma en la muerte: para que nunca diga mi enemigo: He prevalecido contra él.
Los dones ofrecidos sobre el altar para la
transustanciación, son la figura de los mismos fieles. Por eso la
Iglesia, en la Secreta, ruega al Señor que atraiga y que cambie, al
mismo tiempo que estos dones, nuestras voluntades indóciles. Recordemos
que, de todos los peces cogidos en la; red mística, sólo—nos dicen los
Padres—serán elegidos en la ribera eterna "los que viven de modo que
merezcan ser presentados por los pescadores de la Iglesia en el festín
de Cristo".
SECRETA
Aplácate, Señor, te lo suplicamos, con la
aceptación de nuestras oblaciones: y compele propicio hacia ti nuestras
rebeldes voluntades. Por nuestro Señor.
El Dios que hizo triunfar la debilidad de David
sobre el gigante filisteo, se nos da en los Misterios. Cantemos, con el
Salmo, su fuerza misericordiosa, que se hace nuestra en el Sacramento.
COMUNIÓN
El Señor es mi sostén, y mi refugio, y mi libertador: mi Dios es mi ayudador.
San Agustín da el nombre de Sacramento de la
esperanza al misterio divino en el cual, la Iglesia proclama y restaura
cada día aquí abajo su unidad social. La unión real, aunque encubierta
todavía, de la Cabeza y los miembros en el banquete de la Sabiduría
eterna, aventaja, en efecto, y con mucho, como prenda de las glorias
futuras de la humanidad regenerada, a esa espera dolorosa de que nos
hablaba el Apóstol en la Epístola del día. En la Poscomunión pedimos que
sean lavadas nuestras manchas y que no impidan en nada el que obre con
toda su plenitud este Sacramento, cuya virtud nos puede conducir hasta
la perfección consumada de la salvación.
POSCOMUNIÓN
Suplicámoste, Señor, hagas que los Misterios recibidos nos purifiquen y nos protejan con su virtud. Por nuestro Señor.
Año Litúrgico de Guéranger
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