El bienaventurado Fr. Andrés Corsino fue natural de Florencia, y descendiente de la noble familia de los Corsinos. El día antes de que naciese, soñó Peregrina, su madre, que paría un lobo, el cual, entrando en la iglesia, poco a poco se había convertido en cordero, y aunque no entendió lo que aquel sueño pronosticaba, siempre estuvo con recelo y guardó el secreto hasta su tiempo.
Encaminaban los piadosos padres a su hijo a la virtud y buenas letras, como a hijo que era de oraciones, pero apenas había entrado Andrés en los años de la mocedad, cuando comenzó a llevar una vida desbaratada, huyendo del estudio y de la virtud, dándose a deshonestos placeres y juegos y entretenimientos dañosos, riñas, pendencias, y al desperdicio de la hacienda de sus padres, y poniéndose cada día en peligro de perder el alma y el cuerpo.
Todas estas cosas eran clavos y puñales que atravesaban con increíble dolor las entrañas de sus padres. Pero llegó un día en que habiendo estado muy descomedido e insolente con su madre, ella le dijo: «Verdaderamente que eres tú aquel lobo carnicero e infame, que yo soñé había de parir.» A estas palabras Andrés quedó atónito, y como quien despierta de un gran sueño, rogó a su madre que le declarase qué lobo y sueño era aquel que le decía.
Y fueron de tal eficacia las palabras de la santa madre, que el hijo se compungió, y al día siguiente se fue al convento de Nuestra Señora del Carmen a hacer oración delante del altar de la Virgen, y alentado con su favor pidió de rodillas el hábito de aquella sagrada Orden, con grande gozo de sus padres que le habían ofrecido a la Virgen Santísima. ¿Quién no se maravillará de la asombrosa mudanza que obró en aquel corazón la gracia divina?
De allí adelante el lobo se tornó manso cordero, y el hijo pródigo e incorregible se hizo un gran santo. Holló la soberbia y vana estima de sí mismo; domó la rebeldía de su cuerpo con ayunos, vigilias y asperezas y se señaló tanto en las letras y virtudes, que fue elegido prior de su convento de Florencia, y después por obispo de Fiésoli, y Nuncio de Su Santidad en Bolonia, donde unió la nobleza y la gente popular, que ardían con un incendio de discordias y bandos.
Finalmente, después de haber salvado a innumerables pecadores y hecho muchos milagros y profecías, estando diciendo Misa la noche felicísima de Navidad, le apareció la Virgen Santísima y le dio las buenas pascuas; avisándole que el día de los Reyes entraría en la Jerusalén soberana a ver cara a cara al Rey de los reyes, a quien con tanta fidelidad había servido. Y en efecto, en aquel día glorioso dio el santo su espíritu al Señor, a la edad de setenta y un años, cercada su alma de un gran resplandor, y exhalando su cuerpo un olor suavísimo.
Reflexión: No desconfíen los padres de familia de la enmienda de sus hijos, por mal inclinados y rebeldes que sean; ni desesperen éstos de su conversión. Lo que no es posible a la naturaleza, es fácil a la gracia divina, como se ve claramente en la vida de este glorioso santo. Pero ¡ay de aquellos padres y madres que condescienden con los vicios y liviandades de sus hijos! Sepan que los crían y educan para que sean después sus verdugos, y unos miserables condenados del infierno.
Pero si los educan bien y los encomiendan todos los días a la Santísima Virgen, serán más tarde su descanso y la corona de gloria. Oración: Oh Dios, que de continuo nos vas mostrando en tu Iglesia nuevos ejemplos de virtud; concede a tu pueblo la gracia de seguir de tal suerte las huellas del bienaventurado san Andrés, tu confesor y pontífice, que merezca conseguir el mismo premio. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
Del Flos Sanctorvm
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