Estos dos fortísimos mártires del Señor fueron hermanos muy ilustres por sangre y naturales de Brescia, ciudad principal de Lombardía. A Faustino, que era el mayor, ordenó de sacerdote el obispo Apolonio, y a Jovita, de diácono.
Comenzaron los dos hermanos a ejercitar sus oficios con grande edificación de los fieles y acrecentamiento de la fe cristiana: lo cual sabido por el emperador Adriano, dio orden a Itálico, ministro suyo, que los prendiese, y obligase con halagos o por fuerza a renegar de Cristo. Hízolo así Itálico: pero hallándoles muy firmes en su propósito, no quiso pasar adelante hasta que el mismo emperador, que había de ir a Francia, pasase por Brescia, por ser los santos personas tan ilustres y emparentadas.
Vino, pues, Adriano, y los mandó llevar al templo del Sol para que lo adorasen; mas los dos santos hicieron oración al Dios del cielo, y luego la estatua del Sol, que resplandecía con muchísimos rayos de oro fino, se paró negra como el hollín: y como los sacerdotes del ídolo pusiesen en ella las manos para limpiarla, cayó, se deshizo y se convirtió en ceniza.
Embravecióse el emperador con este suceso, y condenó a los dos santos a las fieras; pero los leones, osos y leopardos se amansaron como ovejas a sus pies y se los lamían. Después de esto mandó Adriano echar los santos al fuego, y ellos estaban en medio de las llamas como en una cama regalada, alabando y cantando himnos al Señor. Echáronles de nuevo en la cárcel para que allí pereciesen de hambre y sed; pero vinieron los ángeles del cielo a confortar y alegrar a los esforzados guerreros del Señor. Atáronles después boca arriba y echáronles plomo derretido con unos embudos por la boca, les aplicaron a los costados planchas encendidas, les echaron estopa, resina, aceite, encendieron un gran fuego alrededor de ellos, y el mismo fuego perdió su fuerza, y no fue parte sino para que muchísimos gentiles, espantados de tantos prodigios, se convirtiesen y se proclamasen cristianos.
Finalmente, el emperador, no sabiendo ya qué hacer y teniendo por afrenta ser vencido de los santos mártires, los entregó a Antíoco, gobernador, el cual, después de haber probado en vano todo linaje de suplicios, los mandó degollar fuera de la ciudad, y junto a la puerta de ella que va a Cremona.
Reflexión: Preguntará alguno de los que leen estos asombrosos prodigios tan frecuentes en los martirios de los santos: ¿Cómo no se convertían todos los gentiles que estaban presentes y aún el mismo emperador, teniendo a los ojos tan claros argumentos de la virtud divina? Sabemos que atribuían esos milagros a las malas artes de los demonios, pues llamaban a los santos con el nombre de grandes hechiceros, pero la causa principal de su obstinación era la perversidad de su vida. Decía Tertuliano al emperador de Roma: «Si los cristianos pudiesen vivir como los cesares, o los cesares no hubiesen de vivir como cristianos, a estas horas todos hubieran ya abrazado la fe de Cristo.» (Tertul. Apolog.) Y la misma razón movía a los demás a perseverar en los errores y vicios de la gentilidad, y ésta ha sido, es y será siempre la causa principal de la enemistad que tienen todos los impíos, herejes y malvados con la verdad católica.
Oración: Señor Dios, por cuyo amor despreciaron los bienaventurados mártires Faustino y Jovita, hermanos, las honras del siglo que les ofrecían, concédenos que por su ejemplo, estimemos en poco las mismas honras y lleguemos por su intercesión a la verdadera honra y gloria del Cielo. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Del Flos Sanctorvm
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