La vida del fiel cristiano, a ejemplo de Abrahán, no es más que valiente carrera hacia la morada que Dios Nuestro Señor le ha destinado. Nos es, pues, menester dar de mano a cuanto embaraza la marcha y no volver la vista atrás. Severa en esta doctrina, pero a poco que reflexionemos sobre los peligros que aquí asedian al hombre caído, sobre la experiencia repetida por cada uno de nosotros, dejaremos de maravillarnos de que el Señor haga estribar como condición esencial de nuestra salvación en la renuncia de nosotros mismos. Por otra parte, ¿somos bastante cuerdos y valientes para dejar de convencernos, que nos conviene, que dejemos a Dios ordene nuestra vida en vez de disponerla a nuestro placer? Y, por fin, sean cualesquiera nuestras reclamaciones y resistencias, Dios es nuestro dueño, y si nos deja la libertad de resistir o de seguirle, no está dispuesto a abdicar, a renunciar sus derechos. Nuestra negativa a obedecerle compete a solo nosotros.
Libre era Abrahán al oír el divino llamamiento de quedarse en Caldea y no emprender la emigración que desarraigaba su existencia terrestre. Dios, entonces escogerá a otro hombre a quien devolverá el honor de ser el padre del pueblo elegido y abuelo del Mesías. Estas substituciones son frecuentes en el campo de la gracia. Por el hecho de que un alma rehusa la salvación no hay motivo de creer que por eso pierda el cielo ni uno solo de sus escogidos. Dios, menospreciado por aquel a quien se dignara llamar, se vuelve a otro que le será más dócil.
La vida cristiana se desarrolla enteramente en esta absoluta dependencia llevada a cabo hasta el fin. En primer lugar el espíritu de sumisión retrae al alma del pecado y de la muerte en que languidecía. De la neblina de Caldea la transporta a la tierra prometida, y, después de encaminada el alma en el recto camino, temiendo su caída, la mantiene en contínuo ejercicio por los sacrificios que la exige. Aquí vemos también como luz y guía el ejemplo de Abrahán. Este ilustre amigo de Dios recibe en recompensa la promesa más estupenda; un hijo es la prenda de ella, y sin mucho tardar, para sondear el corazón del santo Patriarca, Dios mismo le manda inmolar a ese hijo en que se cifraban todas sus esperanzas.
SALIR DEL MAL. — Tal es el destino del hombre en la tierra. Para salir del mal es menester hacer esfuerzos contra nosotros mismos, y la perseverancia en el bien supone reiteradas luchas. Levantemos, pues, los ojos a las colinas eternas, y a ejemplo de Abrahán, consideremos la morada de este mundo como tienda levantada para un día. El Salvador ha dicho: "No he venido a traer la paz en la tierra, sino la espada; he venido a separar, a dividir" ( S. Mat., X, 34). Debemos, contar, por supuesto, con la prueba; y ya que nos la impone Aquel que nos amó hasta el extremo de hacerse nuestro semejante, reconozcamos que nos es saludable. También El dijo: "Donde está tu tesoro, allí está tu corazón" (S. Mat., X, 34). ¿Podemos, oh cristianos, tener nuestro tesoro en esta tierra inferior a nosotros? No puede ser. Nuestro tesoro, por tanto, está más arriba. ¿Qué mano de hombre nos lo podrá arrebatar?
Tales pensamientos se nos brindan a nuestra consideración estos últimos días que preceden a la santa Cuaresma. Hay, pues, que purificar nuestro corazón y hacer que aspire a Dios. Pidamos llegue a nosotros el reino de Dios, y a los ciegas pecadores, piedras, que la poderosa misericordia del Señor, puede transformar en hijos de Abrahán, si le place. Lo realiza todos los días; por ventura lo hizo con nosotros que, "después de haber estado lejos, estamos ahora adheridos a Dios en la sangre de Jesucristo" (Eph; II, 13).
Año Litúrgico (Dom Guéranger)
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