La virgen santa Marta,
devotísima huéspeda de Jesucristo, fué hebrea de nación, hija de padres nobles
y ricos, y hermana de santa María Magdalena y de san Lázaro. Ella misma quiso
aderezar la comida cuando el Señor se hospedó en su casa de Betania; y
pareciéndole poco todo lo que hacía, quería que su hermana Magdalena, que se
estaba a los pies de Jesús oyendo sus dulcísimas palabras, se levantara y la
ayudase. Quejóse, pues, de esto al Señor, pero el Señor aunque no reprendió el
solícito afecto con que Marta le servía, alabó la quietud suave con que
Magdalena, dejados los otros cuidados, atendía a lo que más importa, que es oir
a Dios y gozar de Dios. Vese asimismo la familiaridad que nuestro Señor
Jesucristo tuvo con estas dos santas hermanas, cuando estando enfermo y
peligroso su hermano Lázaro, enviaron a decirle: «Señor, el que amas está
enfermo»; y aunque el Señor permitió que Lázaro muriese y estuviese cuatro días
en la sepultura, lloró sobre él por la ternura y compasión que tenía a sus dos
hermanas, y luego resucitó gloriosamente al hermano difunto, y llenó aquella
casa de bendición. Después de la Ascención del Señor, aquellos mismo judíos que
le crucificaron, movieron una grande persecución contra los fieles, y se dice
que echaron mano de santa Marta y santa Magdalena, y habiéndoles confiscado sus
bienes, las pusieron con Lázaro su hermano y con Maximino y toda su casa, en un
navio sin velas ni remos para que pereciesen en el mar; mas el navio, guiado de
Dios aportó a Marsella, en cuya ciudad enseñaron aquellos santos la doctrina
del Evangelio, y convirtieron a muchos a la fe, y los mismo hicieron en otra
ciudad llamada Aix. Gloríase Marsella de haber tenido por obispo a san Lázaro,
y Aix de haber tenido a Maximino, uno de los setenta discípulos del Señor.
Santa Magdalena se apartó a un áspero y solitario monté para emplearse toda en
oración y meditación; y se refiere que santa Marta, con una criada suya llamada
Marcela, edificó un monasterio, fuera de poblado, y en compañía de otras muchas
doncellas que la siguieron, sirvió muchos años en santo recogimiento al Señor,
alzando la bandera (después de la Madre de Dios) de la virginidad, y haciendo
voto de ella, y viviendo con tanta aspereza de vida, que san Antonio, obispo de
Florencia, escribe que no comía carne, ni huevos, ni queso, ni bebía vino, y
que con la señal de la cruz ahuyentaba al demonio, que en figura de un dragón
infernal quería espantarla y estorbar su oración. Ocho días antes de su muerte
vio cómo los santos ángeles llevaban al cielo el ánima de su dulcísima hermana
Magdalena, y a la hora de su dichoso tránsito se apareció a nuestra santa
Jesucristo, nuestro Redentor, y le dijo: «Ven, huéspeda mía muy querida, que
como tú me recibiste en tu casa, así yo te recibiré en mi reino».
Reflexión: Muy bien pagó nuestro
Señor Jesucristo los buenos servicios que recibió de su devotísima huéspeda
santa Marta; la instruyó en las cosas del Reino de Dios, resucitó a su hermano
Lázaro, la hizo una grande santa, la amparó en los peligros del mar, la llenó
de celo apostólico, la hizo fundadora del primer colegio de santas vírgenes, y
la recibió, llena de méritos, en el palacio de su gloria. Y nosotros ¿a qué
pensamos servir sino a Jesucristo, porque los que sirven al mundo no sacan otra
recompensa que funestos desengaños en la vida, angustias en la muerte y
tormentos en la eternidad?
Oración: Oh Dios, salud y vida
nuestra, dígnate oír nuestras súplicas, para que así como la fiesta de tu
bienaventurada virgen santa Marta nos llena de espiritual alegría, así también
nos alcance una piadosa devoción. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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