El seráfico doctor de la Iglesia
san Buenaventura, nació de padres esclarecidos por su linaje en una pequeña
ciudad de Toscana, llamada Bagnarea. Siendo muy niño tuvo una tan recia
enfermedad, que le deshauciaron los médicos; y su madre prometió a san
Francisco que, si alcanzaba la salud de su hijo, procuraría que tomase el
hábito de su santa religión, como lo hizo en efecto Buenaventura a ia edad de
veintidós años. Hecha su profesión religiosa, tuvo por maestro en París al
famosísimo Alejandro de Hales, y leyó después al maestro de las sentencias en
aquella universidad, con grande aplauso, y allí tomó el grado de doctor el
mismo día que lo recibió el angélico doctor de la Iglesia, santo Tomás, con el
cual tuvo muy estrecha amistad, y con su humilde porfía le rindió para que se
graduase primero que él. Entrando un día santo Tomás en la celda de san
Buenaventura le rogó que le mostrase los libros más secretos de donde sacaba
sus altísimos y divinos conceptos; entonces el santo le enseñó un crucifijo que
tenía allí delante y le dijo: <<Sabed cierto, padre, que éste es mi mejor
libro». Otra vez le halló santo Tomás escribiendo la vida de san Francisco, su
padre, y no le quiso estorbar, diciendo: «Dejemos al santo que trabaje por otro
santo*. Con esta santidad y sabiduría juntaba san Buenaventura una prudencia
tan maravillosa, que siendo de solos treinticinco años, con gran conformidad
fué elegido ministro general de la orden. Por este tiempo se trasladó el cuerpo
de san Antonio de Padua a una iglesia suntuosa que se le había edificado en la
misma ciudad de Padua. Hallóse presente a esta traslación san Buenaventura, y
hallando entre los huesos de la boca, la lengua del santo tan fresca y hermosa
como si estuviera vivo, con ser ya el año treintidos de su muerte, tomóla en
sus manos el santo general, y derramando muchas lágrimas, exclamó: «¡Oh lengua
bendita que siempre bendijiste a Dios y enseñaste a otros que lo bendijesen!
¡Bien muestras ahora cuan agradable le fuiste!». Y besándola con grande
reverencia la mandó poner en lugar honorífico. Considerando la soberana
majestad de Jesucristo sacramentado estuvo muchos días sin osar llegarse al
altar, y un día oyendo misa, al tiempo que el sacerdote partía la hostia, una
parte de ella se vino a él y se le puso en la boca. Muerto el papa Clemente IV,
y no concertándose los cardenales en la persona que habían de elegir, dieron
sus votos a san Buenaventura, para que él solo eligiese al que le pareciese más
digno de sentarse en la silla de san Pedro, y él nombró a Teobaldo, que en su
asunción se llamó Gregorio X. También llevó el mayor peso de los gravísimos
negocios que se trataron en el concilio de León, y poco después que el papa le
hizo allí cardenal y obispo de Albano, quiso Dios honrarle llevándole para sí a
la edad de cincuenta y tres años.
Reflexión: Los muchos y
doctísimos libros que dejó escritos san Buenaventura están llenos de una
doctrina celestial y de un fuego de amor divino que alumbra el entendimiento de
los que los leen, y abrasa su voluntad, y penetrando hasta lo más íntimo de las
entrañas, les compungen con unos estímulos de serafín, y les bañan de una
suavísima dulzura de devoción. Procura pues, amado lector, traer en las manos los
libros de este doctor seráfico y también los demás escritos de los santos, que
en ellos está atesorada la verdadera sabiduría que alimenta, perfecciona y
satisface cumplidamente el espíritu.
Oración: Oh Dios, que te dignaste darnos
por ministro de nuestra salvación al bienaventurado Buenaventura, concédenos
que sea nuestro intercesor en el cielo el que tenemos por nuestro doctor en la
tierra. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
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