El gran celador de la mayor
gloria divina, san Ignacio de Loyola, nació en la provincia de Guipúzcoa, y en
la nobilísima casa de Loyola. Crióse desde niño en la corte de los reyes
católicos y se inclinó a los ejercicios de las armas. Habiendo los franceses
puesto cerco al castillo de Pamplona, Ignacio lo defendió con heroico valor,
hasta que fué malamente herido. Agravándosele el mal, se le apareció el apóstol
san Pedro, del cual era muy devoto, y a cuya honra había escrito un poema, y
con esta visita del cielo comenzó a mejorar. En la convalecencia pidió algún
libro de caballería para entretenerse, y como le trajesen, en lugar de estos
libros, uno de la Vida de Cristo y otro de Vidas de santos, encendióse en su
lección de suerte que determinó hollar el mundo. En este instante se sintió en
toda la casa un estallido muy grande, y el aposento en que estaba Ignacio
tembló, hundiéndose de arriba abajo una de las paredes. Sano de sus heridas, se
partió para Montserrat, donde hizo confesión general, y colgó su espada y daga
junto al altar de nuestra Señora, y dando los vestidos preciosos a un pobre, se
vistió de un saco asperísimo. De allí partió para Manresa, donde por espacio de
un año hizo vida austerísima y penitente en el hospital de santa Lucía y en una
cueva cerca del río; en la cual ilustrado por el Espíritu Santo y enseñado de
la Virgen santísima, escribió aquel famoso libro de los Ejercicios espirituales,
que ha hecho siempre increíble fruto en la Iglesia de Dios. Pasó después a
visitar los sagrados lugares de Jerusalén, y entendiendo que para ganar almas a
Cristo eran necesarias las letras, volvió a España y estudió en Barcelona, en
Alcalá y Salamanca, donde padeció por Cristo persecuciones, cárceles y cadenas.
Acabó sus estudios en París y ganó para Dios nueve mancebos de los más
excelentes de aquella florida universidad, y con ellos echó en el Monte de los
Mártires los primeros cimientos de la Compañía de Jesús, que instituyó después
en Roma, añadiendo a los tres votos de religión un cuarto voto de obediencia al Sumo Pontífice acerca de las Misiones. Aprobó Paulo III la nueva religión
diciendo con espíritu de pontífice: Digitus Dei est hic. El dedo de Dios es
éste: porque en efecto la Compañía de Jesús era un nuevo e invencible ejército
que el Señor suscitaba para la propagación de la santa fe y defensa de la santa
Iglesia combatida por los sectarios de estos últimos tiempos, discípulos de
Lutero e imitadores de la rebeldía de Lucifer. Y así la Compañía de Jesús
conquistó para Cristo muchos reinos de Asia, África y América, restauró en
Europa la piedad cristiana y la frecuencia de sacramentos, y ha ilustrado la
Iglesia con centenares de mártires, con millares, de nombres sapientísimos, y
aun dando por ella la vida, y resucitando para volver a luchar como antes por
la mayor gloria de Dios. Tal es el espíritu magnánimo que infundió san Ignacio
en su santa Compañía; el cual después de haberla gobernado por espacio de
dieciséis años, a los sesenta y cinco de su edad descansó en la paz del Señor.
Reflexión: Si quieres alcanzar
el espíritu de Jesucristo que informaba el alma de san Ignacio, lo hallarás en
sus Ejercicios espirituales. Dice el pontífice León XIII, que al conocerlos, no
pudo menos de exclamar: He aquí el alimento que deseaba para mi alma.
(Alocución de León XIII al clero de Carpineto).
Oración: Oh Dios que para
propagar la mayor gloria de tu nombre, diste un nuevo socorro a la Iglesia
militante por medio del bienaventurado Ignacio, concédenos que peleando con su
ayuda y ejemplo en la tierra, merezcamos ser coronados con él en el cielo. Por
Jesucristo, nuestro Señor. Amén.