Del mismo modo que la misteriosa estrella condujo a los Magos hasta la cuna del rey recién nacido, así el resplandor que irradia de Roma enrojecida con la sangre de los Mártires, nos lleva irresistiblemente a venerar a los santos que nos propone la Iglesia en este día. Mario, su esposa Marta y sus hijos Audifaz y Abacuc, llegados de las lejanas regiones de Persia en tiempo del Emperador Claudio, el Godo, para visitar las tumbas de los Apóstoles y de los valientes confesores de Cristo, van a merecer ser asociados a su triunfo.
Van a confesar al divino Niño en medio de los más crueles tormentos, añadiendo con su victoria un nuevo florón a la corona de la ciudad madre y señora, cuyas grandezas celebrábamos ayer.
En efecto, la tregua concedida a los cristianos por el edicto de Galieno no fué duradera para los fieles de Roma, y la sangre de los mártires volvió a correr en la ciudad imperial, bajo el breve reinado de Claudio II. La Pasión de estos santos peregrinos nos los presenta, poniendo, desde su llegada, al servicio de los perseguidos sus personas y sus riquezas. Buscaban y visitaban en las cárceles a los que habían sufrido por la fe, y era tan grande su devoción hacia ellos, que no contentándose con lavar sus heridas, se complacían en derramar sobre sus propias cabezas el agua que había servido a tan piadosos menesteres.
Con religioso celo se dedicaban a recoger los cuerpos de los valientes confesores, y a enterrar respetuosamente sus sagrados restos. Semejante celo no podía pasar mucho tiempo inadvertido: detenidos junto con otros cristianos, Mario, Marta y sus hijos obtuvieron la palma del martirio que tan ardientemente deseaban.
Según la tradición, fueron martirizados el 20 de enero del año 270. Pero la Iglesia los celebra el 19, por estar el día siguiente totalmente dedicado a la memoria de San Fabián y San Sebastián.
"Verdaderamente son hermanos, los que vencieron los crímenes del mundo; siguieron a Cristo y ahora poseen con gloria el reino de los cielos". Así canta la Iglesia un día del año al asociar al triunfo de Cristo resucitado, nuevos grupos de mártires. Pero ¿qué alabanza cuadra mejor a los ilustres soldados cuya victoria celebramos? Si es digno de admiración el espectáculo de los miembros de una misma familia bien hermanados ¿cuánto más, si esta buena armonía persevera en medio de las obras más heróicas de caridad y de las más nobles aspiraciones hacia la patria de los cielos?.
Haced, oh gloriosos mártires, que como vosotros alcancemos esa unión de corazones, en el amor y servicio del Verbo encarnado. En medio de los más crueles tormentos, vuestra voluntad, ansiosa de seguir hasta el fin al maestro, hacía que os animáseis mutuamente a la perseverancia y que glorificáseis a Cristo por haberos permitido con el martirio, formar parte de sus siervos privilegiados. Pedid para nosotros aumento de la virtud de la fe, y una completa entrega a Aquel que vino a la tierra a rescatarnos, y las generosas disposiciones que nos permitan arriesgar y sufrirlo todo por su gloria.
SAN CANUTO, REY Y MÁRTIR
Como hemos dicho ya, a los Reyes Magos siguieron en la cueva del Señor otros santos Reyes cristianos; es, pues justo que aparezcan en este tiempo dedicado al misterio de su Nacimiento. Entre los muchos que dió a la Iglesia y a la sociedad europea el siglo XI, tan fecundo en toda clase de maravillas de la religión católica, Canuto IV en el trono de Dinamarca se destaca sobre los demás, por la aureola del martirio.
Apóstol fervoroso de la religión cristiana, legislador prudente, intrépido guerrero, piadoso y caritativo, tuvo todas las virtudes que deben adornar a un príncipe cristiano. El pretexto que le ocasionó la muerte violenta, fue su celo por la Iglesia, cuyos derechos se confundían entonces con los del pueblo; murió en una revuelta, con el sublime carácter de víctima sacrificada en aras de su nación.
Su tributo al nuevo Rey nacido fue el tributo de la sangre, trocando la corona pasajera por la otra con que adorna la Iglesia la frente de sus mártires, y que jamás se marchita. La historia de Dinamarca en el siglo XI no es muy conocida de la mayoría de los habitantes de la tierra, pero en cambio el honor que tuvo este país dando un Rey mártir, es conocido en toda la Iglesia, y la Iglesia abarca al mundo entero.
Uno de los mayores espectáculos que se observan debajo de la capa del cielo, es sin duda este poder que tiene la Esposa de Jesucristo para honrar el nombre y los méritos de los siervos y amigos de Dios; pues los nombres que proclama llegan a hacerse inmortales entre los hombres, bien hayan sido llevados por reyes, bien servido para distinguir a los últimos de sus hijos. El Sol de justicia había aparecido ya sobre tu tierra, oh santo Rey, y tu más completa dicha consistía en verlo brillar sobre tu pueblo.
Como los Magos de Oriente, te complacías en poner tu corona a los pies del Emmanuel, y un día llegaste hasta ofrecer tu propia vida en su servicio y en aras de la Iglesia. Pero tu pueblo no era digno de ti; derramó tu sangre como el ingrato Israel derramará la sangre del Justo que nos ha nacido y cuya tierna infancia honramos estos días.
Ofrece una vez más por el reino que ennobleciste, aquella muerte violenta que sufriste por tu pueblo, aplicándola por sus pecados. Hace tiempo que Dinamarca olvidó la fe verdadera; ruega para que la recobre cuanto antes. Alcanza para los príncipes que gobiernan los estados cristianos, la fidelidad a sus deberes, el celo por la justicia, y el respeto por la libertad de la Iglesia. Pide también al divino Niño para nosotros, el celo que tuviste por su gloria; y si no podemos poner como tú una corona a sus pies, ayúdanos a dejarle nuestros corazones.
Del año Litúrgico de Guéranger
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