El Redentor quiso manifestar su majestad en el misterio de la Transfiguración para mostrar que en medio del sufrimiento se encuentra la consolación y para dejarnos un símbolo sensible de la gloria que nos espera en el otro mundo. Hallándose en Galilea, más o menos un año antes de la Pasión, Cristo escogió por testigos de su gloria a los tres discípulos predilectos que habrían de presenciar más tarde la agonía en el Huerto de los Olivos: Pedro, Santiago y Juan. Quiso que los testigos fuesen tres, para que no se pudiese dudar de su testimonio y, al mismo tiempo, no quiso mostrar públicamente su gloria para enseñarnos a guardar en secreto las gracias y favores espirituales que recibimos. Quien se envanece de esas gracias no está guiado por el Espíritu de Dios, sino por el amor propio o el orgullo que le exponen a ilusiones peligrosas. Los verdaderos discípulos de Cristo aman la oscuridad y, sin dejar por eso de invitar a todas las criaturas a alabar con ellos a Dios, tienen por lema las palabras de Isaías (24:16): "Mi secreto para mí." En esa forma, evitan que se les atribuya la gloria que sólo se debe a Dios. Por ello, Jesucristo quiso realizar el milagro de su Transfiguración lejos de las miradas de los hombres y condujo a los tres Apóstoles elegidos a una montaña, después de anunciarles que, según su costumbre, deseaba retirarse a orar en la soledad.
La tradición afirma, como lo hacen notar San Cirilo de Jerusalén, San Juan Damasceno y otros Santos Padres, que el Señor se dirigió al Monte Tabor, que se yergue como una especie de pilón de azúcar en la llanura de Galilea. Aquel fue el sitio en que el Hijo de Dios se mostró en toda su gloria. La Transfiguración tuvo lugar mientras oraba, porque en la oración es donde las almas reciben generalmente las consolaciones divinas y gustan la suavidad de las dulzuras de Dios. Muchos cristianos ignoran este efecto de la oración, porque jamás se han consagrado a ella con fervor y perseverancia, ni han tratado de despegarse de las creaturas mediante la humildad, la abnegación de sí mismos y la mortificación de los sentidos. Quien no es puro de corazón no verá a Dios. El cristiano bien dispuesto recibe del Espíritu Santo el espíritu de oración y se purifica cada vez más, espiritualizando sus afectos. La Transfiguración del Señor es, entre otras cosas, el prototipo eminente de la transfiguración de los afectos del cristiano.
En el oriente es más pronunciada que en el occidente la tendencia a conmemorar con fiestas especiales los incidentes narrados en los Evangelios. Por consiguiente, lo más probable es que la fiesta de la Transfiguración sea de origen oriental. Lo que consta con certeza es que antes del año 1000 se celebraba ya solemnemente la fiesta de la Transfiguración en la Iglesia bizantina el 6 de agosto. Ver el Synaxarium Constant. (ed. Delehaye, p. 897), y Nilles, Kalendarium Manuale, vol. I, pp. 235-238.Algunas Iglesias de occidente celebraban esporádicamente la Transfiguración en diversas fechas. El Papa Calixto III la convirtió en fiesta de la Iglesia universal para conmemorar la victoria obtenida sobre los turcos en 1456. Cf. F. G. Holweck,Calendarium festorum Dei et Dei Matris 1925), pp. 258-259.
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